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Hice -como tú dices- lo que se esperaba que hiciera. No era una impostora. Una vez por mes iba a donde me enviaban para llevar sus mensajes y recibir los de él; una chica se presentaba ante él con los labios sonrientes, la mirada fija aunque evasiva, los pechos un poco caídos cuando se agachaba, una flor como símbolo de lo que guardaba entre las piernas. No despreciábamos a las prostitutas en esa casa -nuestra casa-: las veíamos como víctimas, por fuerza, mientras perdurara cierto orden social.

Cuando Noel de Witt cumplió la condena, las autoridades carcelarias, como hacían a menudo con los presos políticos, le abrieron las puertas a primerísima hora de una mañana, pocos días antes de la fecha prevista para su liberación, y le dejaron salir con la vieja bolsa de una línea aérea llena de ropa y el reloj que le habían quitado al ingresar dos años atrás. El sabía que lo proscribirían o decretarían el arresto domiciliario una semana después; tenía escondido en la ciudad un pasaporte australiano con el que podría abandonar el país si era lo bastante rápido. No se atrevió a ir a nuestra casa. Desde una de las verdulerías portuguesas que abren cuando llegan del mercado las provisiones, al amanecer, telefoneó a alguien que vivía en la periferia y en quien podía confiarse que ahora hiciera lo que correspondía, como yo lo había hecho antes… alguien que tenía el pasaporte australiano a buen resguardo. Al llegar a Inglaterra, Noel envió una carta a través de otro contacto, informándole a mi padre de estas cosas. Había una nota adjunta para mí, tierna y divertida, en la que me agradecía las cartas que tanto le habían alegrado, las visitas que le habían permitido seguir adelante, los dulces que con zalamerías había logrado que le entregara el jefe de carceleros Potgieter, los libros inteligentemente elegidos que había conseguido hacerle llegar porque eran esenciales para sus estudios. Frases de un veterano de hospital agradecido. Llegaron flores sin tarjeta y me dijeron que Noel había dejado una parte del poco dinero que tenía para que me las enviaran.

Esas fueron mis cartas de amor. Esas visitas significaron mis años locos. Todo esto pude entender en la casita de lata.

Un día me quejé, con un tópico:

– Estoy harta de este trabajo.

Me habías ido a buscar al hospital donde yo trabajaba y volvíamos en el coche. Cuando nos hablábamos estaba presente el atributo clandestino de hablar con uno mismo, el sarcasmo y la tentación de la culpabilidad mutua. Me reconociste en ti en lugar de mirar hacia mí.

– Hasta los animales poseen el instinto de correr un kilómetro para alejarse de la enfermedad y la muerte; es natural.

El tópico que yo había empleado inintencionadamente se me escapó; era una observación inofensiva que pertenecía al mismo nivel de comunicación que «Me duele un poco la cabeza». No había sentido de las proporciones para estas cosas en aquella cabaña; las observaciones, las imágenes, los incidentes casuales se apoderaban de mí; surgieron las páginas sin numerar. Las leía repetidas veces, su escritura aparecía en todo lo que yo miraba, pupilas de yema de huevo amarilla separándose de las blancas claras contra el borde del cuenco, leves marcas atrigadas de ascendencia rudimentaria en la panza del gato negro, la lenta fusión alfabética de identidad en identidad, cambiando una letra por vez al deletrear los nombres en la libreta telefónica. Todo hablado al amparo de tus sonidos cotidianos en el violín y los pandeos del techo de lata que desplazaba los silencios, el coro del agua corriendo en el lavabo con incrustaciones calcáreas de color masilla como las de un hervidor viejo, los gritos de borracho del vigilante en su trayectoria por encima del murmullo del tráfico nocturno, mi silencio martillaba hosco, histérico, reiterativo sin palabras: harta, harta de los inválidos, de los que corrían peligro, los fugitivos, los estoicos; harta de tribunales, harta de prisiones, harta de enseñanzas depuradas por el reglamentario aguante del miedo y el dolor.

No obstante, abandoné la casita donde era posible esta especie de ferviente rabieta personal.

Dejé la casa infantil del árbol donde vivíamos en una intimidad absorbente sin las reservas de la responsabilidad adulta, aceptando las respectivas intrusiones como un derecho de pernada, tratando la mugre del otro como propia, así como el pequeño Baasie y yo habíamos celebrado tiempo atrás la misa negra de los niños, probando con un dedo la hiel de nuestra propia caca y la salinidad de nuestro propio pis. Aunque tú y yo nos acurrucábamos en la misma cama buscando calor, nunca me molestó que te acostaras con la chica que te enseñaba español. Y tú sabes que habíamos dejado de hacer juntos el amor meses antes de que yo me largara, consciente de que se había convertido en una relación incestuosa.

Era como una enfermedad que nadie mencionaba entre los parientes de mi padre con quienes nos quedamos de pequeños. Una enfermedad que resultó fataclass="underline" vinieron a presentar sus respetos, mi tío y mi tía, los bondadosos y amables Velma y Coen Neis, cuando acudieron a mi lado para oír la condena a cadena perpetua.

Tony era muy feliz ayudando a cocer ladrillos en un juego serio de pastelitos de barro, con los trabajadores de la granja que lo llamaban «amito» (aunque éste era el nombre de Baasie) y jugando con niños negros semidesnudos que quedaban atrás cuando él y el primo Kobus entraban en la finca para tomar leche con tarta. En seguida comprendí que Baasie, con quien yo había vivido en esa casa, no podía venir aquí; entendí lo que quería decir Lily al afirmar que no le gustaría. Olvidé a Baasie. Fue fácil. Aquí nadie tenía un amigo, un hermano, un compañero de cama, un partícipe de padre y madre como él. Los que se debían mutuamente amor y cuidados eran identificables mediante la sencilla regla del parecido familiar, desde los ancianos debilitados hasta el bebé de cara arrugada en el cochecillo de la pareja recién casada. Todos los sábados veía con mis propios ojos a esta gran familia humana definida por la piel blanca. En la iglesia adonde nos llevaba mi tía los domingos por la mañana, niños pulcros y primorosos, nos sentábamos entre los vecinos blancos de las granjas de los alrededores y de la aldea, a quienes el predicador nos decía que no debíamos hacer a los demás lo que no queríamos que nos hicieran a nosotros. El camarero al que el otro había golpeado con su cinturón no aparecía por allí; estaría en su lugar, debajo de los árboles, fuera del alcance de la vista de las granjas, donde los negros cantaban himnos y golpeaban viejos tambores, en la iglesia de hojalata de la localidad. Harry Schutte no asistía a la iglesia (los sábados por la noche, cuando los equipos de rugby de los granjeros ponían fin a la actividad deportiva), llegaba desde el bar el estruendo de canciones y el estrépito de vasos rotos, pero había trabajado duro para dormir en la casa y nunca olvidaba el helado para una chica que podría haber sido de su familia (al fin y al cabo él y mi padre habían nacido en el mismo distrito). Daniel conocía la fuerza del brazo tatuado del que estaba a salvo en tanto no cogiera la botella del hombre blanco y se contentara con tragar las heces que quedaban en la copa.

Para el hombre que se había casado con la hermana de mi padre, la granja «Vergenoegd» era un don de Dios que pertenecía a ella por herencia, hipoteca, préstamo bancario y los beneficios que él obtenía; el hotel era de mi tío según el cartel pintado sobre la entrada en el que aparecía su nombre como concesionario, la tienda de bebidas era suya por la extensión del mismo permiso de venta. Sus hijos heredarían todo por un derecho igualmente indiscutible; el chico que jugaba con Tony haría prosperar el tabaco, el pelitre -cualquier cosa que el mundo crea necesitar y pague-, aquello que Noel de Witt nunca se daría el lujo de cultivar.