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Baasie nunca volvió a vivir en casa de los Burger.

Su hermano Tony se jactaba ante los chicos del barrio de lo bien que sabía zambullirse y se ahogó en la piscina.

Rosa Burger no logró deducir, mientras conducía su coche por la autopista, el lugar en que la casita de hierro ondulado había sido arrasada por la aplanadora. Unos añosos nísperos del Japón que recordaban a los que habían crecido cerca del campamento de los peones camineros quedaron incorporados en el paisaje de los costados de la autopista, pero la bauhinia no estaba donde ella había pensado que seguiría estando.

Ser libre significa ser casi un extraño para uno mismo: lo más parecido a lo que vieron los demás cuando me vieron a las puertas de la cárcel. Si yo hubiera podido ver lo mismo, habría visto al otro padre, al que me era extraño. Aparentemente siempre he conocido su existencia.

Supongo que encontraste otro lugar donde vivir. (Quizá México.) Nunca nos cruzamos en la ciudad (tú nunca te enteraste de lo del hombre en el parque). Pero eras el que había dicho:

– ¿Por qué te refieres a él llamándolo Lionel?

– ¿Lo hago?

– A veces en la misma oración… dices mi padre y enseguida lo nombras como Lionel.

Era algo curioso para ti, tan entrometido acerca de lo que denominabas costumbres de una casa de gente «comprometida». En mi caso, es significativo… ¿de qué? Es cierto que para mí también era algo distinto a mi padre. No sólo una persona pública; mucha gente tiene algo así de quita y pon. No algo perteneciente a las trilladas formulaciones de los panfletos y los manifiestos que lo explican, para otros. Lo suyo era distinto. Debía de ser lo que realmente era. Después de su muerte -después que abandoné la casita donde lo acusé-, esa persona se convirtió en algo secreto para mí. ¿Cómo puedo explicar que la muerte del hombre… del hombre del parque era parte del misterio? Como él había muerto, o el hecho de que su muerte ocurriera en mi presencia sin que me diera cuenta, así viví en presencia de mi padre sin conocer su significado.

Había cosas cuya existencia no estaba admitida, en esa casa. Lo mismo que las aventuras de tu madre y la forma en que tu padre ganaba el dinero, en la tuya. La de mis padres era un tipo de convivencia diferente. Me sorprende ver, revisando fotos, que mi madre era realmente hermosa. No sólo de joven -en Rusia, en un viaje de los Estudiantes por la Paz, todos en una estación de trenes con ramos de flores grandes como bultos de ropa sucia-, sino incluso en la famosa fiesta con que celebramos mis diecinueve años y en la que la policía hizo una redada poco antes de que se pusiera enferma. Se supone que hay un atractivo especialmente generoso en una mujer que no conoce su belleza, aunque si como en el caso de mi madre, literalmente no la vive -si alberga objetivos que no se nutren de ninguna manera en la distinción de una cara angosta con las cuencas de los ojos profundos, una nariz larga, recta y fina, una piel tan delicada que hasta los lóbulos de las orejas son un adorno debajo del pelo prematuramente canoso-, esta belleza cae en desuso a través de algo más que la indiferencia. Hay una foto en que se la ve levantando la vista de una mesa llena de papeles, tazas de té sucias, ceniceros, entre sus costureras tímidas y descaradas; ampliados por los cristales de sus gafas para leer, sus intrincados iris son extraordinarios y las pestañas aparecen tan tupidas en los párpados inferiores como en los superiores. Unos ojos bellísimos. Pero yo sólo veo la alerta inquisitiva que vigilaba, levantaba la vista al oír mis pasos desplazando la grava frente a la cárcel de mi «prometido»; el rápido parpadeo de cuidado o adelante que dirigía a mi padre cuando hablaban rodeados de mucha gente que acudía a esa casa. El lápiz de labios que siguiendo la costumbre de las mujeres de su generación se aplicaba en la boca, no perfilaba tanto la forma de los labios como la resuelta complicidad que los componía: una boca que ha aprendido a no revelar nada al hablar, cuya sonrisa no se origina en la confianza del atractivo sino del convencimiento. Supongo que los hijos siempre creen que sus madres son competentes, en una racionalización de la dependencia y la confianza. Ella siempre sabía qué había que hacer y lo hacía. Las multitudes que asistieron a su funeral la amaban por su bondad; su análisis razonado siempre decidía qué paso dar y lo daba. Cuando Tony yacía en la piscina aquel sábado por la mañana, saltó (uno de sus zapatos, que se quitó de un puntapié, me golpeó) y cuando salió del agua lo tenía sujeto. Lily me apretaba y gritaba, como si el agua también pudiera llevarme. Mi madre enganchó los dedos en la boca de Tony y lo subió con gran esfuerzo, jadeando y tosiendo, manteniéndolo boca abajo. Salía agua con fragmentos de desayuno, de bacon rosa. Se agachó sobre él y le hizo el boca a boca, manteniéndole cerrada la nariz, liberando la presión de las manos en su pecho. Lo hizo durante largo rato.

Pero estaba muerto.

Mi padre -como médico- le dio algo para que durmiera. Al día siguiente me llevó con ella, a su dormitorio; yo tenía miedo de entrar. Mi madre me metió en la cama y estaba llorando, no como lo hacíamos Tony y yo, con ruidos, sino en silencio, mientras las lágrimas se deslizaban de costado y rodaban por su pelo. Lily me dijo que «rellenarían ese espantoso agujero», la piscina. Agregó que nunca se acercaría a ese lado de la casa, nunca.

Poco después, un domingo, mi padre observó que no me había cronometrado el tiempo desde que empezaran las clases.

– ¿Qué te parece si haces una demostración esta mañana? Es un día caluroso…

Dejé de leer el tebeo que tenía ante mí, en el suelo. Mi madre hizo caso omiso del zarpazo del gato que quería subirse a su regazo.

– Ponte el bañador. Vamos -cuando volví sacó del bolsillo la llave del coche y se acercó a mi madre, le abrió la mano, metió dentro la llave y se la cerró, sosteniendo el puño de ella con las suyas-. Dijiste que irías a ponerle gasolina.