– Yo misma te perforaré las orejas; mi abuela solía hacerlo y he adquirido una gran experiencia.
Retornó, por el bien de Rosa, a los atractivos de Tanzania. Allí tenía amigos que encontraban inspirador el lugar, sería un enorme alivio trabajar en un país socialista negro. Incluso Londres… aparentemente ya no consideraba inconcebible esta idea. ¡Qué gente maravillosa hay en Londres! Los exiliados, Noel de Witt y su joven esposa, las hijas de Pauline, Bridget Sulzer, los hijos de Rashid… todos hacían trabajos interesantes y satisfactorios mientras se preparaban vehementemente para el día en que pudieran volver. Los Donaldson tenían un piso en Holland Park, bastaba con que pidiera la llave. Flora hablaba de estas cosas con un aire de decisión casi tomada cuando invitaba a cenar a Rosa, proporcionándole como compañeros de mesa a una ecléctica mezcla de visitantes británicos, periodistas escandinavos de izquierdas (que le transmitieron recuerdos del sueco que fugazmente había sido su amante) y congresistas norteamericanos, liberales blancos, o sociólogos negros que visitaban Soweto desde su base en lujosos hoteles para blancos donde sólo podían alojarse negros extranjeros.
Los otros -los amigos más íntimos de su padre, los que la conocían mejor y que esperaban a las puertas de la cárcel cuando ella era niña- dejaron que fuera ella quien se acercara. Los que quedaban, los que no estaban presos ni exiliados. Muchos sufrían restricciones que les impedían reunirse entre sí, Rosa incluida. Aunque esta circunstancia era corriente para ellos: siempre encontraban los medios. Estudiaban las pautas de la vigilancia policial del mismo modo que la vigilancia policial los estudiaba a ellos; se producirían lagunas, por fuerza de la costumbre, cuando la vigilancia se convirtiera en rutina.
Los partidarios leales seguían allí. No tenían que hacerle ninguna señal. Siempre habían estado allí. Mark y la madre de Rhoda Liebowitz, Leah Gordon y también Ivy Terblanche, que bailaban con su padre al son del gramófono en el Club de Trabajadores Judíos en los años treinta. Aletta Gous fue con la madre de Rosa, cuando ésta era muy joven y Lionel Burger estaba casado con otra, a una de esas vastas asambleas de la época con títulos como Jóvenes por la Paz, y las fotografiaron juntas con ramos de flores en las manos, en una estación de trenes rusa. El biógrafo había pedido prestada la foto para reproducirla en su libro. Gifford Williams, el abogado con la cartera para quien la chica de catorce años había visto abrirse las puertas de la cárcel, representó a su padre durante años antes de que a él mismo le prohibieran ejercer la profesión, y fue quien instruyó a Theo Santorino en el juicio.
No eran muchos. Habían estado en la cárcel y salido después de cumplir sus condenas de dos, tres o cinco años. Inmediatamente antes de que Lionel Burger muriera en prisión, Ivy Terblanche cumplió sus dos años por negarse a testimoniar contra él. Sobrevivieron a años de prohibición de sus movimientos y asociaciones con otros, y a menudo volvían a ser prohibidos la semana que expiraban las restricciones. Con excepción de Dick Terblanche, que era obrero metalúrgico, tuvieron que reemplazar los trabajos de los que se habían visto privados. Gifford vendía equipos de oficina en lugar de ejercer la abogacía; Leah Gordon, a la que excluyeron de la enseñanza, atendía la recepción de un ortodoncista; Ivy Terblanche dirigía su pequeño negocio de comidas «para llevar» en la zona fabril donde anteriormente había sido enlace sindical. Aletta Gous, impedida de entrar en locales donde se hacían trabajos de imprenta o editoriales, había perdido su puesto de correctora de pruebas de libros de texto en afrikaans y trabajaba -la última vez que Rosa estuvo en contacto con ella- con una organización que intentaba popularizar entre los negros una comida barata y rica en proteínas.
La hija de Lionel llegó por un sendero y entró por la puerta del patio trasero, como siempre había hecho. De niña por mera comodidad, ahora porque esa entrada no se veía desde las casas vecinas, como la puerta de la calle. Su nombre figuraba en la lista de personas que tenían prohibido visitar a Ivy y Dick Terblanche, ambos sujetos a diversas restricciones, pero su hija Clare no figuraba en la lista ni sufría ninguna prohibición, vivía con los padres y podía recibir a sus amistades, por lo que servía como una especie de coartada. Dick Terblanche estaba limpiando el carburador del viejo coche de Ivy; levantó una cara encarnada y de cejas amarillentas en cuya expresión Rosa no estaba presente desde hacía mucho tiempo, pero enseguida se acercó a besarla. El hecho de que mantuviera apartadas sus manos sucias tuvo el efecto de delimitar un espacio alrededor de ella. Quienquiera que vigilara la casa de los Terblanche, probablemente no estaría muy alerta un domingo por la mañana; el único testigo que había por allí era el hijito de un vecino, que apretaba un conejo pateador entre sus brazos mientras observaba cómo Dick reparaba el coche. Desvió su atención hacia el abrazo, sin la menor discriminación, y luego hacia Ivy, que salió de la casa canturreando un villancico. Rosa entró deprisa. La anciana negra y delgada que planchaba en el porche reformado -que ahora cubría toda la longitud de la casa y detrás de cuyas persianas los Terblanche realizaban casi todas sus tareas- apoyó la plancha con la punta hacia arriba.
– ¿Cómo está Lily?
– Bien. A veces escribe. Una de sus nietas estudia enfermería. Lily cuida al biznieto. Se llama Tony, como mi hermano, ¿recuerdas?
– Qué bonito… ¿Y la otra hija, la que nació última y tiene tu edad? -la negra frunció el ceño astutamente, reclamando la debida responsabilidad recíproca- ¿Tiene hijos?
– No, ninguno. Se ha casado con un camarero de un gran hotel de Pretoria. Un buen trabajo; Lily está muy contenta.
– Sólo tú no te casas, Rosa.
Ivy desplazó su abundante trasero de mujer de Yorkshire más allá de la negra para desenchufar la plancha.
– Vete, Regina, deja de darle la lata a Rosa y tráele una taza de té.
Dick se estaba lavando las manos en el fregadero de afuera. Su cara quedaba dividida por las persianas abiertas.
– Y dile a Clare quién ha llegado.
Los Terblanche no mostraron sorpresa por la repentina aparición de Rosa ni evidenciaron ningún reproche por haberlos descuidado tanto tiempo. Estaban preparados para esfumarse hacia cualquier otra parte de la casa si una llamada a la puerta o el ladrido de la vieja perra del Labrador que había sido de los Burger anunciaba la llegada de otra persona… tal vez del policía vestido de paisano que los vigilaba. En tal caso, encontraría a la recién llegada a solas con su hija.
– Clare se está lavando la cabeza, enseguida vendrá.
Ivy reunió unos papeles y unos recortes de periódico; los arrojó sobre una silla y puso encima una máquina de escribir para alisarlos. En otra silla había camisas planchadas, labores de punto y gatos; dos enormes jerseys húmedos, del tipo que Ivy había hecho para su marido durante muchos inviernos, se secaban sobre una pila de periódicos. Dick batió palmas y los gatos bajaron de un salto, enfadados. Ivy puso su mano sobre la de Rosa.
– No se atrevería a hacer eso delante de Clare. Sigue tan chiflada como siempre por los animales. Todas las noches duermen en su cama. Tienes muy buen aspecto, Rosa. Dick, ¿no te parece que está mucho mejor?
– ¿Acaso alguna vez estuvo peor?
– Flora quiere que tire toda mi ropa y me compre un nuevo vestuario.
Ivy inclinó su gran cabeza de pelos revueltos.