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– Oh, Flora… ¿eso es lo que pretende ahora?

– ¿Estás viviendo en su casa? -Dick estaba ligeramente sordo después de cuarenta años de trabajo en la industria, con maquinaria, y hablaba con la voz aguda de quien debe hacerse oír en el taller.

– No, no. Los veo a veces.

– Quizá William Donaldson te dé trabajo -dijo Ivy a su marido, aprovechando la oportunidad para poner sobre el tapete, irónicamente, algo que a ninguno de los dos se le habría ocurrido sugerir en privado-. Sabrás que Dick se jubilará en julio.

– Soy cuatro años más joven que Lionel. El era del veinte de noviembre del cinco, ¿no?

Regina, paseando la mirada de uno a otro, como quien ha perdido la atención de todos, dejó la bandeja con el té.

El perfil de Rosa era casi idéntico al de su padre cuando bajó la vista, con los ojos claros ocultos, para coger azúcar del cuenco que Ivy sostenía en una mano en la que un cigarrillo despedía volutas de humo.

– ¿Cuándo conociste a Lionel, entonces? Yo creía que habíais estado juntos en Moscú, aquella primera vez.

– Se refiere al año veintiocho.

La respuesta de Dick e Ivy ante otra persona era tan ajustada como si entre ambos existiera un sistema mutuo de impulsos cerebrales.

– En ese entonces yo no estaba interesado en el Partido. Me volvía loco el fútbol. Y las chicas. De jovenzuelo.

– No nos conocimos hasta mil novecientos treinta -Ivy revolvió el azúcar y le dio la taza a Dick.

Rosa tenía la mandíbula adelantada, vivaz, sonriente por esa lisonja bajo el auspicio inconsciente del pasado:

– Las chicas.

El asintió, buscando a tientas una cuchara con su mano gruesa moteada por las escamosas manchas rosadas del cáncer de piel.

– Ya está revuelto -las palabras de Ivy quedaron envueltas en humo, como las de los personajes de un tebeo aparecen rodeadas de una nube-. El era demasiado joven. Debía haber ido yo, pero Lionel ya estaba en Edimburgo y era más barato enviarlo desde allí… Soy tan vieja como Lionel.

– ¿Llevó a alguien… a una chica?

– ¡Una chica! Todos teníamos chicas.

Pero la mujer exigía una precisión más femenina en estas cuestiones.

– ¿Qué chica?

– Katya, ¿no? La madre de David.

– Ah, Colette. Es posible. Supongo que entonces ya estaban juntos. La futura estrella del Sadler's Wells. No sé cuándo empezó esta relación. ¿Dick?

– ¿Estaban casados cuando nos conocimos?

Ninguno de los dos estaba seguro.

– Ella me envió una carta -sabían que Rosa se refería a una carta recibida por la muerte de su padre. El ancho rostro alerta de Ivy, empolvado hasta el límite exacto de la papada, se relajó en una engatusadora expresión de escepticismo y expectativa. La mujer que Rosa nunca había visto se materializó.

– ¿Sí? ¿A dónde ha ido a parar ahora?

– Se enteró vía Tanzania. Por David. Ella vive en Francia. En el sur de Francia.

– ¿Has oído eso, Dick? ¿Qué te decía en La carta? -los labios de Ivy se amoldaron dispuestos a prestarse a la ofensiva o al absurdo.

Rosa sobraba en la compañía de tres personas, una de ellas ausente, que se habían conocido muy bien. Habló con la uniforme vacilación de quien no puede saber qué señales encontrarán sus oyentes en el relato.

– Lo habitual en estos casos -había recibido muchas cartas de condolencia que seguían una fórmula u otra. Pero los Terblanche seguían esperando. Rosa golpeteó la mano debajo de la feroz quijada del gato que se había subido a su regazo y sonrió, buscando las palabras exactas-. Escribió sobre este lugar. Bien, dijo algo… «Es extraño vivir en un país donde todavía hay héroes.»

Ivy levantó su cabellera teatralmente a través de los dedos extendidos de ambas manos, transformándose de pronto en alguien irreconocible.

– Se refería a él.

Dick, en un comentario, fuera de lugar, asintió bruscamente con la cabeza:

– Muy propio de ella.

– Cuando vi la firma por un momento me desconcerté un poco. No usa el apellido de Lionel.

– ¿Pero sí el nombre de Katya?

– Ivy, ya debían de estar casados cuando te conocí.

– Tienes razón. Sí. No creo que a él le hubiera resultado fácil ir con ella si no estaban casados.

– Probablemente no pidió permiso -Dick apretó los labios contra los dientes y dedicó a su mujer el entrecejo congestionado de un viejo.

Rosa los contempló como un chico que abre una puerta y se encuentra con una escena que no es capaz de interpretar.

– ¿Es verdad que la gente no podía casarse sin consentimiento del Partido?

– A algunos nos exigían que no nos casáramos -apuntó Dick con el fraseo formal de su acento afrikaans; relajó la mandíbula y le sonrió cariñosamente en un gesto que quería apartarla de cuestiones por las que no debía preocuparse.

– Colette Swan no era la esposa de Lionel según los criterios de nadie -Ivy cogió la tetera.

Rosa se levantó para que volviera a llenarle su taza.

– Y escribió acerca de ti, Ivy.

Las ventanillas de la nariz en actitud belicosa, la barbilla dirigida a Dick.

– ¿Qué podía tener que decir de mí?

El esbozó su lenta sonrisa de afrikaner.

– Espera, escucha.

– «Hiciste lo que ella habría querido que hicieras.»

Dick hizo una mueca impresionante e Ivy dejó bien sentado que no había prestado la menor atención; hay gente cuya aprobación o admiración es tan desagradable como una crítica negativa.

– ¿Entonces estaba bien que Lionel y mi madre se casaran?

– ¿Qué quieres decir?

Pero Dick miró a su mujer y ella volvió a hablar.

– Cathy hacía bien todas las cosas.

No era eso lo que la chica había preguntado.

– ¿Les dieron la aprobación antes de que se casaran?

Dick empezó a reír entre dientes, recordándose a sí mismo en el pasado.

– Demonios, no se trata exactamente de que todos, quiero decir que no es lo mismo que si…

– Si hubieses conocido a Colette Swan jamás pronunciarías su nombre en la misma oración que mencionas a Cathy.

Como ocurre con mucha gente que tiene la presión alta, las emociones de Ivy Terblanche aparecían en la superficie de un modo impresionante; su voz era desenvuelta pero sus ojos destellaban miradas líquidas y sus grandes pechos se elevaban junto con la camisa de nylon de dibujos abstractos. En una ocasión, Lionel Burger contó que cuando todavía le permitían hablar en reuniones públicas, Ivy «daba vueltas por debajo del tema en discusión y luego soltaba una perorata como el chorro de una magnífica ballena».

– ¡Oh, Ivy, venga! Al fin y al cabo se trata de alguien con quien su padre estuvo casado. ¡Ten piedad!

La hija de los Terblanche que estaba embarazada a las puertas de la cárcel había abandonado el país tiempo atrás, con su marido. Fue la más joven la que entró pasándose los dedos por sus húmedos cabellos castaños.

– ¿Por qué discutís ahora?

– Por nada, por nada. Son cosas que ocurrieron antes de que siquiera se pensara en vosotras. Nada.

Con la soltura de ser contemporánea de la visitante, la muchacha caminó delante de las persianas de crital que Dick había hecho a medida, golpeando el peine sobre las pepitas de aguacates que crecían en tarros de mermelada sobre el alféizar, obstaculizando con su cabeza los rayos del sol.

– ¿Dónde paras ahora, Rosa?

– En un pisito, no está mal.

– ¿Lo compartes?

– No. Vivo sola.

– ¿Cuánto pagas?

– Clare, encanto, mira un poco lo que haces.

Retorció la cabeza torpemente, soltó otra lluvia de gotas sobre las rodillas desnudas de su padre, que estaba en pantalones cortos, y rió.

– No te quejes – lo secó con el dobladillo de su falda larga de tela de tejano-. Estuve buscando un piso para alguien… una chica que tiene un hijo y que vendrá de Port Elizabeth, pero los alquileres son altísimos.