– El mío tiene una sola habitación. No sé si algo así le serviría, teniendo un chico. Pero sé que hay un piso vacío en el edificio… al menos todavía estaba desocupado la semana pasada.
Clare se sirvió té, paseó críticamente la mirada por la bandeja, volvió a verter el té en la tetera y llenó la taza con leche.
– ¿Qué ocurrió con la casita del jardín?
– Desapareció con la autopista.
– Ni siquiera una pasta… como sabéis no he desayunado. Vosotros dos os atiborrasteis de huevos revueltos. ¿Por qué se levantarán tan temprano los viejos y los bebés?
Ivy sacó el peine mojado de donde Clare lo había tirado, junto a sus papeles.
– Ve a la cocina a buscar algo, hay manzanas asadas. Pero no cortes el pan de dátiles que hizo Regina… ya sabes que si se corta caliente se pone horrible. Ahora Clare es vegetariana y cree que eso le da derecho de prioridad sobre todo lo que no es carne.
La muchacha hizo caso omiso de su madre, afablemente enfurruñada.
– ¿Sigues en el hospital?
– No, eso también se terminó.
Dick había ido a la cocina y volvió con una gruesa rebanada de pan de dátiles.
– Toma, come -antes de que Ivy tuviera tiempo de protestar, la tranquilizó con su paciente voz de acento afrikaans-. Regina me dio permiso -frunció cómicamente la nariz, sólo para Rosa.
La piel que separaba las espesas cejas de Clare estaba inflamada por la caspa. Entre bocado y bocado se ocupó de los detalles de un aseo al que con toda probabilidad se dedicaba con poca frecuencia: empujó hacia atrás las cutículas de las uñas con los dientes azulados de humo, contempló los mechones de pelo que se adhirieron a sus dedos cuando midió el largo de las puntas contra los hombros, observó atentamente -como si la presencia de otra chica, Rosa, atrajera su atracción hacia esas cosas- sus pies rosados (gruesos como las manos de su padre) encerrados en las sandalias marrones.
– Supongo que no estarás buscando trabajo. Con nosotros.
– ¿Nosotros? -Rosa abarcó a Ivy y a Dick con la mirada. La cerilla de Ivy hizo un movimiento negativo, extinguiendo su diminuta llama invisible bajo el sol-. Clare está trabajando con Aletta.
– Aletta… es maravilloso. ¿Cómo está ahora?
– Pelirroja, de momento.
– Mamá, permíteme decirte que a mí me parece que está fabulosa.
– Pero si yo hiciera lo mismo, tú y Dick…
Dick miró a Ivy de la forma en que los muy íntimos rara vez se miran.
– Parecerías un maldito girasol de Van Gogh.
La risa alcanzó a todos, por lo que Ivy dijo lo que sólo podía haberse dicho después de su partida.
– Y la empresa de Eckhard… ¿cuánto tiempo seguirá eso? -una segunda mirada, no a Dick sino en su dirección, como si alguien hubiera tironeado de un hilo invisible, a la que siguió un rápido y delicado giro-: Quiero decir… ¿todavía no estás harta, Rosa?
La oportunidad para decir algo, si pudiera. La inmediata tentación de hablar. De preguntar…
– Es un trabajo.
Rosa conservaba la sangre fría de su infancia, la capacidad de sustraerse a las oportunidades y las insinuaciones, chiquilla terca hecha mujer. No le facilitaría las cosas a nadie cambiando de tema; otra gente rechazaba esta característica y al mismo tiempo se aferraba a ella.
Pero aún se le concedía una atmósfera de convalecencia. Ivy derramó una serie de tópicos sobre la cuestión.
– Claro que puede ser interesante. Sí, útil, en el sentido de que te da una comprensión práctica de la forma en que manipula el poder económico en este país… siempre se puede aprender algo… por un tiempo, al menos -miró en derredor, generosamente.
– Un trabajo como cualquier otro -la seguridad de Rosa se oponía a la vaga conciencia de sí misma de la otra chica, a la abrumadora inquietud de Ivy, a las impacientes ideas de Dick, que seguía asintiendo, como si acariciara una mano o un hombro.
Clare habló sin maldad.
– Supongo que debe ser algo por lo que pagan decentemente.
– El salario normal de una mecanógrafa. Nada extraordinario. Pero tampoco esperan nada de ti. Se trata del tipo de trabajo anónimo que realiza el noventa por ciento de la gente. Sólo entiendes esto realmente cuando lo haces… no hay nada que mostrar al final del día. Llamadas telefónicas, papeles que salen serpenteando del teletipo, ingentes sumas de dinero que nunca ves cambiar de manos… manos que nunca tocas -la sonrisa de su padre.
Clare se frotó la piel inflamada entre las cejas.
– Podrías venir a trabajar con nosotros. Pesamos y arrastramos sacos todo el día… un alimento que huele a vómitos de bebé, dice Aletta. No, de veras, mamá, al principio está bien, te parece que es agradable, pero cada carga, después de unas semanas, resulta empalagosa. No puedes quitarte el olor del pelo ni de la ropa. Un trabajo tangible y oliente, te lo aseguro. Pero nutritivo, muy nutritivo -el remedo de un aire didáctico, fruncidas las cejas que había heredado de su padre-. Tendrías que ver a Aletta con algunas de las mujeres que van allí. Les arranca a sus bebés de los brazos, que chillan como locos, les hurga las barriguitas… ya conoces a Aletta: ¡mira esto, mira aquello! – la muchacha hacía una demostración con su propio cuerpo relajado, extendido sobre la estera deshilachada, destornillada de risa-, y luego dale que te pego con las diapositivas en las que se ve qué cosas espantosas les ocurren a los huesos cuando les falta vitamina C y a la piel cuando hay insuficiencia de vitamina B… se las hace pasar moradas por los trozos de piel y las cuentas y todo lo que atan alrededor del cuello de sus hijos… también conoces lo que opina de los sistemas tribales. Pero de todos modos Aletta es fantástica. Aceptan todo lo que dice. Se limitan a reír entre dientes. Ahora se le ha ocurrido que les mostrará películas. Este fin de semana verá al tipo que hace cortometrajes documentales.
– ¿Una película? -Ivy siguió contando puntos en su tejido.
– Una película educativa sobre la nutrición. Ya te lo he dicho. El tipo que se llevó prestado el Maiakovski. La chinche.
– ¡Clare! ¿Me harás el favor de pedirle que lo devuelva? ¡Acabo de enterarme dónde está! Compré ese libro hace treinta años en Charing Cross Road. Logré conservarlo cuando la policía se llevó toda la letra impresa que estaba a la vista. Y luego uno de tus amigos lo coge…
Dick se inclinó por los recuerdos en beneficio de Rosa.
– Colette puso en marcha un grupo de teatro. Debió de ser aproximadamente en mil novecientos treinta y tres. Estaba a cargo del programa cultural, la conciencia de clase a través del arte y todo eso.
– Lo más probable es que haya inventado ese programa para ella misma. No recuerdo que nadie más se interesara. Era su forma de salvarse de dar clases en la escuela nocturna. ¡Era imposible hacerla trabajar en nada de lo que no pudiera atribuirse el mérito de ser la iniciadora! Óyeme bien, Clare, estoy hablando en serio, dile de mi parte a ese joven…
– íbamos en un camión a las poblaciones negras, de un lado a otro del Reef, Krugersdorp y Boksburg… Ella montaba las obras y me parece que también escribía las canciones. Representamos Domingo sangriento y yo hacía de Padre Gapon. ¿Y cuál era aquélla sobre los gaikas y las tropas imperiales británicas, Ivy? Los negros de nuestra escuela nocturna hacían de gaikas. Solíamos llevar la Bandera Roja ondeando en el capó del viejo camión de mercancías de Isaac Lourie.
La risa de Dick y Rosa atrajo a Clare.
– ¡Qué tiempos aquellos! Ahora ni siquiera podemos entrar en el Transkei con nuestras apasionantes diapositivas sobre la kwashiorkor.
– Espera a que yo deje de trabajar el año próximo. Te montaré una unidad móvil en una cabaña. Ya verás. Bappie me ha prometido conseguir casi todo el equipo en el negocio de venta al por mayor de su suegro.