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Ni siquiera la agazapada y severa pantomima de dama con peluca gris rizada en el estrado: nadie se atrevió a silenciarlo. Ni los policías que lo habían llevado, ni los hombres con traje de paisano tan familiares como los comerciantes que iban a la casa desde que era niña.

«Esta es mi respuesta al interrogante que ha planteado este tribunal, y que mis conciudadanos se estarían preguntando: cómo puedo yo, un médico, un hombre que ha jurado salvar vidas, aprobar el riesgo siquiera accidental de la vida humana contenido en el sabotaje de objetivos selectos y simbólicos no destinados a hacer daño -la táctica que los proscritos líderes del Congreso transformaron en la creación de Umkhonto we Sizwe, la Lanza de la Nación-, nacidos después de trescientos años de represión por las armas y las leyes blancas, después de medio siglo de indiferencia blanca a las legítimas y razonablemente formuladas aspiraciones de los negros… último recurso salvo el derramamiento de sangre al que un pueblo desesperado se volvió como medio para llamar la atención después de que todo lo demás fue pasado por alto…»

Una hora y cuarenta y siete minutos.

«Mi pacto es con las víctimas del apartheid. La situación en que me encuentro no modifica nada… siempre habrá quienes no puedan vivir consigo mismo a expensas de la plenitud de vida de otros. Ellos saben que la "historia mundial sería fácil de escribir si la lucha sólo se entendiera en condiciones de oportunidades infaliblemente favorables".

»…Este tribunal me ha considerado culpable de todos los cargos. Si alguna vez he estado seguro de algo en mi vida, es de que he actuado de acuerdo con mi conciencia en todos los cargos. Sólo sería culpable si fuera inocente de trabajar para destruir el racismo en el país.»

Lo escucharon: las palabras del condenado, el juicio final sobre aquellos que lo habían condenado, el juez escrupuloso y doctamente imparcial dentro de las leyes de los blancos, la policía secreta y la policía uniformada que las hacían cumplir, los blancos, su propia gente, que hacían las leyes. La sentencia fue la que su padre preveía; la que ella y los abogados y todos los que la rodearon durante el juicio preveían. Los periódicos dieron cuenta de «un jadeo en el tribunal» cuando el juez pronunció el fallo de cadena perpetua, prisión de por vida. Ella no percibió ningún jadeo. Hubo una fracción de segundo en que todo se detuvo; ninguna respiración, ningún latido cardíaco, ninguna saliva, ninguna circulación sanguínea con excepción de la de su padre. Todo se alejó precipitadamente de él, retrocedió, se eclipsó. Sólo él, con su cuerpo bajo de enorme cabeza y su pulcro traje gris, emitía el calor de la vida. Los mantuvo a todos acorralados, pegados, poseídos. Luego bajó los ojos; ella notó claramente que sus párpados caían en un gesto casi genuino de tímido reconocimiento.

Fijó la vista al frente por miedo a que alguien le hablara o la tocara.

En el fondo del tribunal, donde estaban apretujados los negros, de pie, para que cuando los blancos sentados levantaran la vista sobresalieran, se dispararon los gritos: Amandhlal

Y el estallido de respuesta: Awethu!

Amandhlal Awethul Amandhlal Awethu!

Cayeron sobre su padre: flores, laureles, abrazos. El sonrió, resplandeciente, y levantó su blanco puño hacia ellos.

Todo concluyó. Una espalda delgada bajó a las celdas entre muchos policías. Todo había terminado. Los grupos se separaron, los abogados, policías y empleados cambiaron de sitio. La cara regordeta y desesperadamente serena del abogado de su padre, prematuramente envejecida por un rictus de tensión alrededor de su boca sonrosada y bondadosa, la buscó con la mirada y ella se apresuró a llegar hasta él. La besó y por un instante ella se hundió en el cojín de esa mejilla, oliendo el aroma de algo que él se ponía cuando se afeitaba. La voz británica de un extranjero que pasó a su lado le dijo al oído:

– Aquí de por vida significa de por vida.

Conozco las horas que siguen. Después de que se han llevado a alguien.

Después de que mi hermano se ahogara. Después de los arrestos. Después de que murió mi madre a las cinco y diez de la tarde en el hospital y cuando volvimos a casa el aspersorio funcionaba en el jardín y el bebé de la lavandera intentaba sostener el vaporizador con las manos.

Pienso que mientras mi madre estaba viva y mi hermano era un bebé, mis padres organizaron sus actividades de manera que siempre estuviera disponible uno de los dos, siempre, uno de ellos siempre tenía probabilidades de quedarse para llevar la casa si arrestaban al otro. Por supuesto, también especulaban con que la Rama Especial prefería dejar a uno de ellos aparentemente libre, con la esperanza de ser conducidos hasta otros que trabajaban en la clandestinidad. Nadie me lo dijo, nadie hablaba de eso en casa… pero yo lo sabía, como los niños saben cosas que sus padres hablan en la cama por la noche. Cuando mi hermano y mi madre ya no estaban, estaba yo. Si arrestaban a mi padre, siempre estaría yo.

Después están los juguetes, los armarios llenos de ropa, las cuentas, y las circulares de personas que ignoran que su destinatario no las recibirá. Aunque no hay documentos ni cartas porque la gente como mis padres no puede conservar nada donde figure un nombre o conexiones, hay cajas (una vieja caja redonda, de piel, con un broche en forma de hebilla, que según me han dicho la gente -tal vez el abuelo de Lionel- usaba para guardar los cuellos duros) que contienen cosas rotas y que no sabes por qué se han conservado. El mobiliario de las habitaciones está acomodado de acuerdo con una lógica de movimientos, de corrientes vitales que ya no están.

Theo quería llevarme a su casa pero le dije que prefería volver primero a la mía e ir más tarde con los Santorini.

– A comer con nosotros.

– Sí, cenaré con vosotros.

– Abriremos una botella de Dáo.

Dáo era el vino predilecto de mi padre.

Theo podía decirme algo así. No era únicamente el abogado de mi padre, ni siquiera era únicamente un amigo. Cuando un colega hostil lo había acusado -los abogados que el gobierno etiqueta de comunistas son expulsados del colegio- de tener un interés más que profesional en el caso Burger, había adelantado sus finos labios rosados y respondido: «Digamos que tengo puesto en ello el corazón».

Sabía que tendría que resistir una escena con Lily y su marido Jamison y cualquiera de sus amigotes que solían reunirse en la casa. Fue ella quien dio a la prensa las fotografías de bebé de Tony cuando éste se ahogó. Fue ella quien se puso de luto de la cabeza a los pies, con el único alivio del salmón de las palmas de sus manos y del blanco de sus ojos, cuando murió mi madre. Hizo por nosotros todo lo que los blancos le habían enseñado que se debía hacer. Yo sabía que le impresionaría que no volviera a casa sustentada por el tío, la tía y los primos que -con la lealtad consanguínea que era su forma de coraje o bondad- habían ido a escuchar la sentencia. Yo quería llevar a Lily arriba, a mi dormitorio, para que nos sentáramos en mi cama y pudiera rodearla con mis brazos y dejarla llorar, pero ella estaba formalmente sentada entre las chaises-longues levantadas y el equipo de la piscina, en el porche contiguo al estudio de mi padre, con Jamison y los sirvientes de los alrededores que eran sus amigos íntimos, esperándome. Le había dicho en varias ocasiones que debía esperar que esta vez estaría en la cárcel durante largo tiempo. Había intentado prepararla. Pero ella estaba allí sentada como en una de sus reuniones de fieles para rezar, aguardando la buena nueva, la misericordia del Señor. Había una bandeja con una jarra de zumo de naranja y un vaso -para mí- en la mesa oxidada con el agujero donde se encajaba la sombrilla. Todos se levantaron de las chirriantes sillas de hierro forjado cuyos cojines ella misma había guardado, y al verme llegar -como había llegado día tras día mientras duró el proceso- comprendió que no había buenas nuevas ni misericordia del Señor y su obstinación la abandonó. Dijo, con un beligerante sentido práctico: