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Imprevistamente Gaby cortó un vestido para ella; hubo ajustes con Rosa de pie en la mesa de la terraza, saludando con la manos a conocidos que levantaban la vista y la veían en lo alto, y los niños del vecindario, curiosos y cohibidos. El mar y el cielo equidistantes quedaban hundidos, desde su posición, por la línea de gravedad, como un reloj de arena, a través del cual una nave envuelta en brumas rosa malva pasaba de un elemento al otro, desplomándose sobre el horizonte. Gaby y Katya prendían alfileres e hilvanaban; mientras Rosa reconocía el transbordador de Córcega o Cerdeña que Bernard identificó cuando paseaban rodeando las murallas, Gaby le hablaba a Katya acerca de un libro que había encargado a París.

– La Níénopause effacée; aparentemente si tu médico no es un idiota redomado, puedes evitarla. No tiene por qué ocurrirte, sencillamente -Rosa se partió de risa, sumida en la incontrolada improvisación y parloteo que a veces se volvía compulsivo: Gaby era capaz de charlar en una esquina o ante una puerta, imposibilitada de soltar a su interlocutor-. Puedes seguir siempre. En teoría. No es que a una le interese, santo cielo… con Pierre, monpauvre vieux, no tiene mucho sentido. ¿Y dónde encontraría a otro en este lugar? Imagínate, corno la mujer del dentista de Fierre, ¿recuerdas que te lo conté? Se lleva a un policía al Negresco en su día libre todas las semanas, va a buscarlo a la prefectura de Niza, almuerzan bien… ella paga la habitación -la carcajada se convirtió en un quejido-. Ahora está en la recepción la segunda hija de Madame Perrin, el viejo Perrin dice que la verdad es que hacen las cosas comme il faut… no es como si un tipo te ligara en la playa, se trata de un hombre de la prefectura, un padre de familia. No, pero mírame, mis cejas son cada vez más gruesas, como las de un viejo. Observa las manchas que tengo en las manos…

– Protégete del sol, Gaby.

– ¡Protégete del sol! Ya sabes que el sol no tiene nada que ver, Katya. Según mi médico no hay nada que hacer. Claro, es un hombre y a él no le importa. Pero yo no estoy tan segura. Tendríamos que haber tomado hormonas hace años, Katya… dicen que el deterioro no puede repararse pero sí detenerse. ¡Así está mucho mejor, ésta es la forma en que debe caer la falda… Esta chica no tendrá necesidad de envejecer, ¿quién puede saberlo?

El barco pasaba de lo velado a la solidez, del rosa al blanco, y al escorar apuntaba en un océano trazado como un mosaico romano en onduladas bandas de contaminación hacia los límites costeros. Ella y Bernard Chabalier abordarían una nave, algún día; estarían en cualquier sitio de ese objeto que avanzaba, acercando una vez más las montañas de color lavanda gredoso más allá de Niza y los edificios blancos anidados en los acantilados, donde brillaba una cúpula de tejas en escama de pez, azul, verde o rosa, con la punta dorada, y las torres sobre la playa, hacia Antibes, alzadas por encima del mar, inclinadas, girando lentamente sobre sus ejes el ala del avión, construidas en la espiral -esa ambiciosa figura inacabada- reducida a la escala de su mano en el bar de Arnys. Rosa aspiró una gran bocanada de aire, los alfileres cedieron y las mujeres protestaron con tono indulgente.

– Tomo las píldoras que me recetó, por supuesto, pero me pregunto si eso será lo mejor. Según lo que he leído siempre hay nuevos descubrimientos. Pienso llevarle el libro y decirle, simplemente… Katya, te haces examinar los pechos, ¿verdad? Es esencial que lo hagas. Espero que no te estés descuidando.

– Tú eres la única que se visita con un médico particular. Te pierdes las reuniones con la chicas en el ambulatorio; Bobby, Francoise y Marthe, Darby con su gorra más vieja (temerosa de que reconsideren las pensiones y le cobren si la ven demasiado próspera). Todas nos hacemos la prueba de Papanicolaus. Es un disparate que pagues.

– Es idea de Pierre, no mía. No confía en los médicos del ambulatorio… en lo que a mí se refiere el nuestro es un vieux con. Pero los pechos es algo que hay que ver todos los meses. En la bañera, yo me tiendo en la bañera y con mucho cuidado… cierro los ojos y palpo… tienes que concentrarte.

Katya tendió vivamente la mano a Rosa.

– Baja. Tengo la impresión de que te gusta estar allí arriba -de vez en cuando, en ocasiones en que las francesas se lanzaban a una discusión sobre los movimientos intestinales u otras regulaciones de sus funciones corporales, aún se distinguía por su condición de extranjera. Habló en inglés para redefinirse a sí misma ante los ojos de la chica; un comentario sobre preocupaciones hábilmente abandonadas, dejando deslealmente a sus amigas consigo mismas-. Si alguien escribiera un libro que indicara cómo hacerse vieja y fea sin que a una le importe…

– No te he entendido del todo bien -Gaby pasó la mirada de una a otra.

Katya lo repitió en francés.

Gaby montó su numerito de festiva alegría.

– ¡Fíjate en lo que dices! Todavía conservas tu belleza, Katya -detuvo en Rosa su mirada impresionada-. Mírala… cuando la tengas así -una imitación de la boca de Françoise, o tal vez la de Marthe-, como el ano de una gallina… cuando estés gaga como Poliakoff, entonces podrás quejarte, eh? Fue bailarina, ¿lo sabías? Todavía tiene los músculos flexibles. El Ballet Russe… -dibujó toda una carrera profesional en el aire.

Katya cruzó sus manos con las de su amiga en la posición del corps de polluelos, moviendo la cabeza al ritmo de El lago de los cisnes, entonando unos compases. Las masas de sus senos se balanceaban de lado a lado como cojines a los que se golpea para dar forma.

Pierre había salido de la oscuridad de la pequeña escalera y de la casa, un niño calvo y solitario en busca de compañeros de juego. Observó a su esposa que reía y jadeaba y dio a entender a Rosa, acercando una silla en la que se acomodó con gran cuidado, que ella y él eran los únicos seres razonables en ese lugar.

Gaby terminó en seguida.

– ¿Te gusta? ¿No está hermosa? Francamente me siento orgullosa de mí misma.

El marido miró personalmente, sin dejarse influir.

– Espera. Siéntate, Rose. No se puede juzgar un vestido hasta ver a la mujer que lo usa yendo y viniendo, levantándose y sentándose. ¿No tengo razón?

– ¡Si está muy bien! El color va con su piel. Los dibujos pequeños, auténticos satín fermiere, el estilo es gracioso…

– Espera. Sí. Está bien.

Rosa se paseó de un lado a otro como en un desfile de modelos, sonriendo por encima de su hombro al mover el cuerpo que Chabalier definía para ella con sus manos, el rostro que él observaba con una atención sólo a ella dedicada.

La vigorosa conciencia de sí misma que tenía la chica devolvió a Katya la presencia física que había conocido y que había quedado tapada por tantas otras: la carne y el rostro jóvenes de Lionel Burger siempre sometidos a una atención que iba más allá del deseo, a una pasión que superaba la propia en la cama, la pasión-más-allá-de-la-pasión, similar a la pasión de Dios, aunque para él no existía ese concepto: estaba solo, un ser del espanto, un joven que arrojaba su calor dentro de ella en las ciudades más frías del mundo.

Pierre acercó el vaso de pastis que era su intimidad de tío mayor con la chica y la cogió del cuello en un apretón momentáneo, murmurando con generosidad y un sentido de la celebración que no necesitaba apelar al tacto:

– La pequeña Rose en pleine forme, todo es maravilloso en ti, eh?

Existe el deseo de crear una pequeña reserva de experiencias comunes entre amantes, entre extranjeros: mientras ella vivía con la familia Nel en el hotel aldeano de Springbok Flats, un joven de dieciocho años hacía su bachillerato en el liceo Louis le Grand. Los cuadritos de cafeterías con terraza, toldos y caniches en las habitaciones del hotel.