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– ¡Qué Dios nos proteja! Entonces levantan la alambrada de púas y quién sabe en qué momento descubres cuál es el lado erróneo…

– No estoy postulando una teoría. Me refiero a gente que necesita tener derechos (allá) en un código para poder moverse en su propio país, decidir qué trabajo harán y qué aprenderán sus hijos en la escuela. Para poder montar en un autobús o entrar en un sitio y pedir una taza de café.

– Ah, sí, los derechos civiles ordinarios. No puedo decirte que sea una utopía. Pero para ello no es necesario una revolución.

– En algunos países sí. La gente muere por cosas como ésas -dijo Bernard en voz alta, para sí mismo.

Rosa no dio muestras de haberle oído.

– Pero la lucha por el cambio se basa en la idea de que la libertad existe, ¿verdad? La libertad, esa idea estrafalaria. La gente tiene que estar en condiciones de crear instituciones… y es necesario desarrollar instituciones que la vuelvan posible en la práctica. Esa utopía es interna… sin ella, ¿cómo puedes… actuar? -la última palabra sonó como si hubiera dicho «vivir», aquella por la que la había sustituido incoscientemente; hubo modificaciones comprensivas, incómodas, apreciativas en esos rostros que aceptaban, amablemente o como un reproche, una verdad ingenua por todos modos admitida.

El inglés colocó su perfil como si lo situara para un retrato, en actitud resuelta.

– Los embustes. La crueldad. Demasiado dolor emana de todo ello.

– Pero no hay indemnidad. No puedes tener miedo de hacer el bien por si acaso el resultado es el mal.

Mientras Rosa hablaba, Katya se detuvo al pasar y la rodeó con un brazo; miró a todos un momento, disfrutando del reflejo de un desafío pretérito, como un viejo veterano que todavía se muestra capaz de recuperar la atención. Prosiguió su camino para limpiar una mancha de vino derramado en la pechera de su vestido:

– Mi enorme balcón recoge hasta la última gota de lo que se cae.

La autoridad del inglés se inclinó y rodó. Cogió otro pastis de la bandeja de Didier sin enterarse del cambio de su vaso vacío por uno lleno.

– No es una cuestión de justificación moral, tenemos que apartarnos de eso. La maligna utopía… el estado monolítico, que es todo lo que es susceptible de producir el sueño utópico, ha asumido la justificación moral y la ha convertido en el mayor embuste.

– Sí, sí, exactamente lo que están diciendo… ya se trate del Partido Comunista como de una gigantesca empresa multinacional, la gente se vuelve contra las estructuras descomunales y limitadoras…

– Nuestra única esperanza reposa en un desapasionado precepto tecnológico, nuestro credo tiene que ser, hablando en un sentido general, ecológico… admitiendo siempre la premisa de que el lugar del hombre es fundamental.

Bernard encontró a Rosa en el matorral del ensimismamiento de los derechos:

– Para ellos ésta es la forma de animar una fiesta.

Ella se encogió de hombros e imitó su gesto de levantar el labio inferior: para todos nosotros. Le sonrió fugazmente.

Se apartaron como si no tuvieran un destino común, como si estuvieran a punto de separarse para ir a la barra de Didier o unirse a la facción Grosbois, donde incitaban a Darby a refunfuñar alguna historia que hizo caer sobre ella tal bombardeo de carcajadas que Donna los observó, fastidiada. Se movieron mesuradamente, como dos que se encuentran para intercambiar un mensaje bajo la cobertura de la multitud. De improviso él empezó a hablar.

– Es mucho lo que puedes hacer, Rosa. En París, en Londres… Lo suficiente para abarcar toda una vida. Si creemos que debes hacerlo. Aunque empiezo a pensar… -se interrumpió; siguieron andando lentamente-. Oye, mis motivos no son los de ellos -no podría haber dicho lo que dijo en ningún otro sitio, ni a solas con ella; lo facilitó la presencia de la muchedumbre, salvadora de cualquier muestra de emociones liberadas-. Debo decirte que no puedes inscribirte en la causa ni en la salvación de los demás. Fíjate en los idiotas que hace unos años cantaban en las calles con las cabezas afeitadas. Nunca alcanzarán el nirvana hindú -ella tenía la cabeza baja, inclinada hacia él para oírlo mejor. Daban la impresión de estar cotilleando acerca del grupo que acababan de dejar-. Lo sé, no puedo comparar… -se detuvo en espera de una rápida mirada que no llegó- el mismo caso que tu padre y los negros… su libertad. Disculpa que te lo diga… lo mismo ocurre contigo y los negros. No es accesible a ti.

– Sigue -lo fijó al tema sabiendo que él no encontraría el momento ni el lugar para atreverse a retomarlo: una reunión ajena a los amantes Bernard y Rosa.

– Ni siquiera a ti.

Pero tenía miedo. Se perdió en pensamientos en su idioma y la marea de seres humanos estalló a su alrededor. En la visión del mar desde la terraza de Donna desfilaban velas rojas, azules y amarillas de las pequeñas embarcaciones de paseo de los lugareños en una tarde de sábado, que viraban antes las boyas demarcadoras del límite de las aguas protegidas. Vio tambalearse Córcega a través de la distorsión de la distancia.

– Tengo ganas de que vayamos a Ajaccio. Tendríamos que experimentar personalmente la sensación de lo que allí ocurre. El sótano que ocuparon los autonomistas cuando mataron a los dos gendarmes, pertenece a uno de mis pieds noirs. Los francoargelinos están amasando una fortuna en Córcega. Me gustaría hablar con ellos.

– ¿La rebelión fue realmente contra ellos o también contra el dominio francés? Dicho de otra manera, ¿fue deliberada la elección del sótano de ese hombre?

Bernard gozó explicándole lo que le interesaba, disfrutó de su experta comprensión acerca de la forma en que ocurren las cosas en acontecimientos de esa categoría.

– Las dos cuestiones están íntimamente relacionadas, el traslado de los colonos desde Argelia es visto, por el movimiento independentista, como parte de la explotación colonialista de Francia; cuando los echaron de Argelia, se trasladaron a otra de las «colonias» francesas pobres, aunque se supone que Córcega forma parte de la Francia metropolitana… De modo que es lo mismo. Para los corsos, los francoargelinos representan a París. Hasta rechazan a Napoleón como a una especie de traidor: el gran héroe de los franceses, el asimilador. Los hermanos Simeone, que lideran el movimiento independentista, han adoptado como héroe a Paoli. ¿Has oído hablar de Pascal Paoli? En el siglo dieciocho luchó contra los franceses por una Córcega independiente… sería fascinante para nosotros, ahora… y para mi libro. Una revuelta popular que realmente está dentro de su alcance… los disturbios constituyen los problemas más serios de Córcega. El tema daría para un buen capítulo.

– Sería suficiente con que apartaras tu mente del estómago -cuando los amantes no pueden tocarse, se toman el pelo.

– Iremos en avión. Al cuerno con el transbordador.

– Yo querría viajar en ese hermoso barco blanco…

– Santo cielo, no quiero que me veas vomitar. Y no es un hermoso barco blanco. Rosa, sólo es una panza flotante llena de coches.

– ¿Cuándo? Espero no tener ningún problema con la visa. ¿Me dejarán entrar?

– Ya estás dentro. Como te he dicho está colonizada, es Francia…

Le apretó la muñeca, lleno de alegría.

Georges y Manolis se reunieron con ellos. Didier había puesto un viejo disco de Marlene Dietrich e hizo levantar a Tatsu de los cojines apilados en el suelo como en un harén escenificado. Ella no sonreía ni emitía risillas entre dientes mientras bailaba: la expresión de su rostro era otra. Manolis seguía con la mirada los pasos de Didier:

– Le estaba diciendo a Georges… beati, mais tres ordinaire.

Bailando, la expresión de la japonesita era distinta a como había sido siempre; ahora era grave, ensoñadora, plenamente expectante, y sentí lo que ella deseaba: vivir su época. Algo se nos debe. A las mujeres jóvenes, todavía chicas. La capacidad que experimento al bajar corriendo los callejones regados bajo jardineros para ir al encuentro del hombre que me dice que su carne se eleva cuando sus oídos reconocen el deslizar de mis sandalias, los fogonazos de brillantes sensaciones que me zarandearon en el punto desde el que veía el mar, la abundancia que persigo para mí en olorcillos que llegan desde atrás de las cintas de plástico de puertas abiertas de cocinas y los saludos de los barrenderos que se detienen a tomar un vaso de vino en el bar tabac. Los escolares salen a almorzar y un remolino de chiquillos atolondrados se enreda en mis piernas, sujetándose de cualquier sitio que ofrezca un asidero, regateo de un lado a otro como un guardameta, los brazos extendidos…