Veo que todo, todo, tiene que detenerse para acariciar a cada gato que adopta la pose de un león de Grimaldi en un umbral. O voy con los ojos vendados en la oscuridad de sensaciones que acabo de experimentar, sorda a todo salvo a una larga dialéctica de cuerpo y mente que prosigue en mi interior y en el de Bernard Chabalier cuando no estamos juntos. De pronto una mujer apareció ante mí; el otro día, una mujer en camisón me detuvo en una de esas calles cerradas que son la madriguera de mis amores. Una de las chicas, las lesbianas o bellezas de los años treinta. Por un instante creí que era Bobby.
Me cogió del brazo; los nervios de sus dedos se crisparon como pulgas. Las lágrimas formaban arroyos en las arrugas de su cuello. Ayúdame, ayúdame. Me asomé a su necesidad con el encogimiento y la cobardía ante la luz de una hora del día o de la noche que no se reconoce. Y eso era precisamente lo que en ella moraba: ¿Qué hora es? Quería saber si acababa de levantarse o si estaba lista para acostarse; se le habían escurrido las amarras de los días y las noches. Cuando le pregunté qué era lo que andaba mal, investigó mi rostro, la boca abierta y tensa, el lápiz labial manchando los pliegues verticales que interrumpían el contorno de sus labios: eso era lo que andaba mal… que no lo sabía, que no podía recordar qué era lo que andaba mal.
La alejé de la calle, a través de unos dobleces de nilón azul dejaba al descubierto el balanceo de sus oscuros pezones en el extremo de dos alerones de piel. La puerta de una casa pequeña -Lou Souliou escrito en hierro forjado- estaba abierta a sus espaldas. Le ofrecí ayuda para vestirse o volver a la cama (suponiendo que hubiera estado en la cama: ella misma no lo sabía). Pero en cuanto estuvimos dentro empezó a charlar con una animación normal y cotidiana. No mencionamos lo que había ocurrido en la calle. Se puso algo más parecido a un traje de terciopelo que a una bata. Me ofreció café… o vodka. Tenía que haber una botella de vodka en la nevera. ¿Un poco de zumo de tomate? Cuando oyó mi francés macarrónico respondió en inglés con el formal fraseo norteamericano de un personaje de Henry James. Fotografías y recuerdos en una acogedora habitación con tenue luz… como todas las casas de las mujeres que viven por aquí. Una vida de amplio alcance; algunos objetos parecían peruanos, mejicanos… de los indios norteamericanos. El panetiere provenzal con libros y pequeños tesoros detrás de sus barras de madera, el ahusado escritorio con fiorituras cargado de periódicos arrollados, sin abrir.
– Tú eres la amiguita de Arnys, ¿no? En su bar nos hemos visto. Arnys adora a la gente.
El amiguito de Arnys es Bernard, pero supongo que ésta debía de ser una de las mujeres que me han visto tan a menudo en el bar este verano. Cuando vuelva otro año tal vez recuerden a tu chica, la chica de Madame Bagnelli, el gran amor del profesor parisino que estaba escribiendo un libro.
Yo quería irme y ella quería retenerme por si la mujer que había conocido en la calle volvía a tomar posesión de su cuerpo. Volé cuesta arriba a buscarte, a oírte cantar mientras tapizabas una vieja silla o pintabas las uñas de tus pies con una valiente capa de esmalte rojo. Quería preguntarte quién era y contarte lo que había ocurrido. Pero al verte, Katya, no dije nada. A ti podría ocurrirte lo mismo. Cuando yo no esté. Algún día. Cuando esté en mi país, o en Camerún reuniendo cosas con las que me encapriche, los recuerdos que me llevaré.
Las perspectivas: ¿cuáles son las perspectivas? Para la primera mujer de Burger, la amante de Ugo Bagnelli, para Rosa Burger.
Tú tienes los ruiseñores cada mes de mayo, y los pechos que dieron tan dulces placeres son palpados clínicamente cada tres meses en la rutina de prolongar la vida. La cama donde se acostaba Ugo Bagnelli cuando podía alejarse de su familia en Toulon -en la que yo duermo ahora con Bernard- no será ocupada por otro hombre tuyo. Como dice Gaby Grosbois, sólo puede haber un acuerdo, una paga la habitación de hotel, como la mujer del dentista de Pierre y el policía. El querido y viejo Pierre con su Levis azul… a su esposa no le preocupa que todavía pudiera encontrarse deseable; lo único que queda es hacer una broma entre vosotras a costa de su impotencia. Te ríes de ella cuando dice: «Todavía conservas tu belleza, Katya»; hoy te vi bajo la buena luz que sólo se encuentra en el cuarto de baño entre las habitaciones en penumbra de esta casa en la que ojalá pudiera quedarme el resto de mi vida… te he visto arrancándote cerdas de la barbilla.
Es posible vivir dentro del ámbito de una persona, no de un país. París, Camerún, Brazzaville; el terruño. Existe la posibilidad con Chabalier, mi Chabalier. Me dice que una vez instalados en París, tendría a mi Chabalier, que es el único que cuenta. No es desleal. No dice que no ama a su mujer y a sus hijos: «Vivo entre ellos, no con ellos». Entre nosotros no pronunciamos palabras rituales; no quiero usar las que tuve que emplear para entrar bonafide en una cárcel. ¿Cómo lo sabía él? Pero de alguna manera lo estaba reconociendo en su disgusto por coquetear como es debido aquella primera noche en el bar.
– A veces tengo que satisfacerla.
Se lo pregunté francamente: tendrás que hacerle el amor cuando vuelvas a casa. Sabíamos que no sólo me refería al día en que se fuera de aquí, sino cuando esté viviendo «cerca» del lycée y él haya estado conmigo. Nunca miente y la mía era una pregunta que, sin duda, sólo puede hacer una extranjera. Lo comprendo. No estoy celosa aunque he visto su foto… ella aparecía en la que me mostró cuando le dije que quería ver a sus hijos. Es una mujer bonita, con una cabeza insolente y decidida, a la que imagino diciendo, como me contaste que dijo la mujer de Ugo: Puedes tener todas las mujeres que quieras mientras yo no me entere.
– Una burguesa indestructible -dijiste de la mujer de Ugo y reiste generosamente, Katya-. Eso estaba muy bien. Yo no quería destruir a nadie, no quería nada de ella -y tuviste a tu Bagnelli más de quince años. Bobby tuvo a su coronel. Es posible.
Incluso podríamos tener un hijo.
– Eres el tipo de mujer que puede hacerlo -me ha dicho-. No tendría miedo de que tuviéramos un hijo. En general no estoy de acuerdo con la idea de que una chica deba seguir adelante y tener un hijo sólo porque quiere demostrar que no necesita un marido… lo mismo que demostrar que es capaz de obtener un título. Ahora no es más fácil que antes. Un chico sin familia, sin hermanos mi hermanas… pero nuestro. Un niño para tu padre.
En la edad mediana tendré un hijo joven que ira al Liceo Louis le Grand y llevará el nombre de Lionel Burger; no necesitará reivindicar el apellido de los hijos de Chabalier. Tenemos familia en París, mi niño y yo: a veces pienso que algún día, cuando viva allá, la buscaré, buscaré a la prima Marie, que promociona naranjas. En París no habrá ninguna razón para evitar a nadie en cuanto tenga documentos nuevos. Seré libre de hablar. Libre. ¿Y si encuentro a Madame Chabalier en compañía de su marido en una de las reuniones de izquierdistas?
– No importa. Probablemente os caeréis bien. Tú hablarás con ella como con cualquiera con quien tienes ideas políticas más o menos semejantes… eso es todo. Ella intenta aguantar -saca la correosa rodaja de limón del vaso después que se ha comido la suya, y la chupa-. No le has hecho ningún daño.