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Se fue un día distinto al que especificaba el billete aéreo. Las muchedumbres de vacaciones ya se habían marchado, pero los antiguos huesos de piedra de la aldea contenían la médula estival. El azul del mar, triunfante a pesar de su contaminación, era sólido. Por contraste, las montañas se esfumaban en delicados halos de bruma solar, sin memoria de la nieve, que nunca retornaría. En el coche de Madame Bagnelli aroma a geranios a través de las ventanillas en lugar de vapores de gasolina, y los viejos jugando bajo los olivos en el aparcamiento vacío de coches, tal como Rosa lo vería jugar a él cuando envejeciera. Conducía ella y tal vez su concentración (todavía incapaz de confiar en sus reflejos para mantenerse del lado derecho del camino en vez del izquierdo… como era norma en su lugar de origen) mantuvo a raya la desesperación que acometió a Bernard, de modo que a su lado las manos le temblaban y respiraba con la boca abierta.

Pero dentro de unas semanas se encontraría con ella en Londres. Entretanto le buscaría el apartamento en París, en el quartier del lycée; ella se instalaría en Londres a esperarlo, en el piso que siempre estaba a su disposición. El pediría una semana de permiso -no había faltado por enfermedad ni por estudios un solo día en diez años, le importaba un rábano que el trimestre acabara de empezar- y volverían juntos a París el mismo día, si no en el mismo avión, o sea juntos. No era una separación sino el inicio del compromiso de estar precisamente así: juntos. Ya no eran una de las aventuras de la aldea. El le telefonearía todos los días; una vez más volvieron a hablar de la mejor hora para hacerlo… también ella era muy hábil en los tejes y manejes de la intimidad. Rosa no lloró, pero él estaba impresionado por todo lo que había tenido que pasar con el fin de aprender a no llorar, algo que no podía desaprender. Todo eso cayó de nuevo sobre ella, pero de pronto volvió su pequeño perfil a la manera que se modifica el ángulo de un espejo para mostrar el rostro pleno, los grandes labios serenos, los ojos del color de las conchas de mejillones negros (Bernard tardó semanas enteras, muy influido por el entorno en el que se movía con ella e incluso -¡por fin!- reconociéndose a sí mismo como un ejemplo de la preocupación francesa: las cosas que comían, decidir el color).

– Tú eres el único hombre que he amado entre aquellos con los que he hecho el amor. Por eso siento que tú puedes hacer que todo sea posible para mí.

– ¿Qué cosas?

Rosa cogió la lengüeta del billete que sobresalía del contador en la barrera del aparcamiento del aeropuerto y no reaccionó en seguida cuando aquélla se levantó. El le observó la boca con la apasionada atención de los placeres que allí encontraba. La mandíbula era casi fea; ella se empeñaba tan poco en ocultar algo nada bello como en fomentar las hermosuras de su semblante. Sus labios se movieron en busca de formas para la plenitud: el placer de sí misma, la inocente y jactanciosa confianza de ser, la certeza de dar lo que seria recibido, aceptado sin cuestionamientos. Antes de arrancar lo intentó.

– No sé. Cosas que no conocía. Que he descubierto. A través de ti.

– ¡A través de mí! Querida mía, debo decirte… que a veces contigo me siento como un niño al que echan de la sala mientras los adultos hablan, y que ahora he crecido… que he vivido toda mi vida… allí…

¡Cuánto le encantaban los giros de su fraseo! Rieron juntos de él, en el viejo coche de Madame Bagnelli que los llevaba a una parada, al destino de aquel día. Las risas se tornaron abrazos y en el estado de descarada borrachera recíproca, totalmente confiada, se separaron por un rato. Menos de dos horas más tarde, desde el aeropuerto Charles de Gaulle donde acababa de aterrizar, Bernard Chabalier -encontrando una excusa para alejarse unos minutos de quienquiera fuese (Christine con o sin los niños, la madre anciana) que había ido a su encuentro- telefoneó a Rosa Burger. Esta vez le dijo con tono de contundente maravilla: Eres para mí la criatura más querida de este mundo. Ella lloró con una emoción desconocida, un nuevo aspecto de la alegría, una extraña experiencia.

Partió a Londres diez días después, en tren, porque era el medio más barato. Había ganado algo de dinero ejerciendo su profesión con gente a la que había sido recomendada, en los puertos para yates, pero la libreta de traveller's checks que había llevado a Europa estaba casi vacía. No se sentía especialmente inquieta. Había telefoneado a Flora Donaldson a Johanesburgo y le explicó que después de pasar el verano en Francia quería visitar Londres. Un tipo de itinerario normal para unas vacaciones en el extranjero; Flora -como Rosa sabía muy bien que podía esperar de cualquiera de los amigos y/o conocidos de su padre- no le hizo preguntas susceptibles de sugerir otra cosa ni expresó ninguna sorpresa o reproche por el hecho de que la hija de Burger hubiera viajado sin hablarle de su intención a nadie, sin explicar cómo había sido posible, sin despedirse de quien se consideraba, justificadamente, la amiga más íntima de la familia, que había permanecido a las puertas de la cárcel con la chica cuando ésta tenía catorce años y padecía los retortijones de la primera regla. No informó a Flora con quién ni dónde estaba en Francia. Flora le dijo a quién debía pedir la llave del piso de Holland Park y encontró la forma de hacerle saber que si necesitaba dinero también era una cuestión que podía arreglarse. La voz del pasado sonaba muy cercana y con timbre de soprano a causa de la excitación que siempre la embargaba ante la perspectiva de mezclarse en problemas de evasión e intriga. Rosa también encontró el modo de agradecérselo, aunque supo explicarle que no necesitaba dinero. De repente Flora Donaldson dio la impresión de hablar como si no se la oyera claramente:

– ¿Pero cómo estás tú? ¿Cómo estás? ¿Realmente bien? ¿Cómo estás?

La pequeña Rose dejó atrás los vestidos de verano que le había hecho Gaby Grosbois porque se sabía, en el sur de Francia, que los otoños ingleses eran como el invierno de cualquier otro sitio, y el verano siguiente volvería a hospedarse con Madame Bagnelli.

– Oh, mucho antes. Volverás para navidad o para Paques, en esas fechas Bernard… las cosas pueden ser difíciles para ti en París. En cualquier momento, ésta será siempre tu casa. Aquí las mimosas brotan la semana de navidad -los besos cálidos en las mejillas, el fuerte olor a deliciosa sopa de verduras y a barniz para madera. ¿Y los ruiseñores?-. ¡Por supuesto! En mayo, ven en mayo y te estarán esperando.

La calle londinense no era un túnel atravesado por una lluvia sucia y por la niebla, tal como decían. Los árboles eran de un fuerte verde sereno. Alfombras soleadas junto a las ventanas alargadas, frente a la estera española de Flora Donaldson. Una planta baja con una franja de jardín compartido que descendía desde los plátanos. Pájaros negros (¿urracas? Pájaros de tarjetas de navidad del hemisferio norte) soltaban dulces exclamaciones desde una silvestre domesticidad de hierbas sin cortar y margaritas.

¡Parece una casa! Sonaba emocionada, por teléfono. Una especie de esfera de reloj de madera con un rabo de vaca móvil para indicar cuántas botellas debía dejar el lechero en la puerta. Una pared llena de libros y un congelador lleno de alimentos, suficiente para aguantar un sitio. Pero los franceses no sabían cómo era Inglaterra… Inglaterra era el sol, los pájaros, los amantes ocultos en el césped. Apenas paraba en casa. Paseaba por los parques y tomó el barco a Greenwich. No conocía a nadie y hablaba con todo el mundo. Bernard Chabalier se vio obligado a postergar su llegada otras dos semanas porque uno de sus colegas había contraído oreillons y el lycée estaba escaso de personal. (¿Qué demonios…? No conocía el nombre de esa enfermedad en inglés pero describió los síntomas: paperas, de eso se trataba, paperas.) No sólo la llamaba todos los días excepto los domingos, sino que le escribía largas cartas; la demora sirvió meramente para darle más tiempo en el goce de la anticipación del momento en que estarían juntos, solos, entre tantos placeres. Seguía un curso audiovisual de francés en el centro estudiantil… costaba muy poco y era excelente. Se había presentado en el Consulado Francés y estaba a la espera de información acerca de la validez de su título de fisioterapeuta en Francia. El había hablado confidencialmente con el presidente del Comité Antiapartheid en París con el fin de conseguirle residencia permanente y un permiso de trabajo, con toda probabilidad usando expresiones como «un miembro anónimo de una familia blanca cuyos miembros son víctimas destacadas del apartheid». Incluso entre París y Londres, por teléfono o en las cartas, él no fue más allá de hacerle saber que había «hablado con unos amigos», como si -otro amante adoptaba los tics de su amada en el deseo de identificarse con la forma de vida que la había conformado antes de conocerla- asumiera las costumbres de un país que desconocía.