– Bassie -la respuesta a una pregunta.
Un trozo de piel o de cartílago que se negaba a bajar por la garganta. Tragó notoriamente. Los tendones que unían la boca con la mandíbula tironearon hacia el lado izquierdo mientras intentaba, con los músculos de la mejilla, desalojar algo encajado entre dos dientes. El movimiento se transformó en dispersión; en una sonrisa resucitada, desenterrada, una vieja prenda de vestir todavía adecuada.
– Sí. Rosa.
Ella avanzó torpemente (él dejó de lado su plato).
Ella recurrió al saludo de los extranjeros aprendido en todo encuentro en cafeterías, bares y esquinas, se estiró para rozarle ambas mejillas. El se secó la boca como si la de ella se hubiese posado allí.
– Sí, Rosa. Te vi cuando entraste.
La conversación parecía seguir alguna fórmula, como una carta tipo copiada de un manual que trata de saludos de cumpleaños, nacimientos y defunciones.
– Entonces vives aquí; ¿llevas fuera mucho tiempo?
– Un par de años, por aquí y por allí.
– ¿Y antes?
El arrugó la frente para restar importancia a toda cronología, o para establecer una constante en su vaguedad.
– Alemania, Suecia. Estuve dando vueltas.
– ¿Estudiando algo? ¿Cómo es Suecia? Me han invitado a ir pero nunca hice nada por llevarlo a la práctica. Parece gente muy servicial.
El soltó una risotada triste y amarga.
– Están muy bien.
– ¿Estuviste trabajando o…?
– Se supone que estudiaba económicas. Pero el idioma… tienes que pasarte dos años aprendiendo el idioma antes de seguir un curso en la universidad. De lo contrario no entiendes lo que dicen en clase.
– ¡No me lo imaginaba! Tiene que ser espantosamente difícil.
– Oh, simplemente renuncias, abandonas.
– ¿Y Alemania?
– Está muy bien. Quiero decir que sabiendo afrikaans no es tan difícil captar un poco de alemán.
– ¿Aquí sigues algún curso o ya te has graduado?
El parecía dudar entre responder o no; dio la impresión de no saber la respuesta.
– Bien, aquí, una vez que vives en este lugar -una carcajada, por primera vez toda su cara tembló-. En realidad aún no he vuelto, como debería, a los estudios. Antes tengo que aprobar algunos exámenes…
– Sí… me pregunto si a mí me permitirían trabajar aquí. Si reconocerían mi título.
– Pero tú has asistido a una universidad, ¿no? -como muchos negros de su país natal (de él y de ella) para quienes el inglés y el afrikaans son tingue francbe, no lenguas madres, utilizó la frase traducida literalmente del afrikaans, en lugar del equivalente inglés.
– Sí, pero no todos los títulos son internacionales. De hecho, muy pocos lo son. Hice uno que tenía que ver con la medicina. No era lo que realmente quería… pero… -las razones, para él, estaban implícitas.
– Pensé que serías médico, como tu padre.
El hombre de la televisión había vuelto con una joven pareja que esperaba serle presentada a Rosa, escuchando con amables movimientos de los ojos de una cara a la otra, con el propósito de no perderse nada.
– Es increíble la forma en que prosiguió con su trabajo en el interior de la cárcel. ¿Es verdad que los carceleros solían consultarle sus dolencias y lo preferían a los médicos de la prisión? ¿No tenían miedo de que los envenenara o algo semejante? -rió con Rosa, se volvió hacia la pareja-. Un hombre fantástico. Estoy inspirado para hacer la serie. Esta es su hija, Rosa Burger… Polly Kelly, Vernon Stern. Dirigen la AAA de las universidades, que no tiene nada que ver con el RAC; es la Acción Antiapartheid.
No había necesidad de presentarles a nadie más; la pareja saludó con un gesto a su alrededor, era conocida de todos los presentes.
En medio de la conversación, Rosa se puso apremiante.
– ¿Cuándo nos vemos? -sin que mediara respuesta agregó-: Ven a verme. O yo iré a verte a ti. Podemos encontrarnos en algún sitio… donde tú digas. No conozco Londres. ¿Estás muy ocupado?
– No estoy ocupado.
Rosa pidió prestado un bolígrafo a alguien, que lo sacó del bolsillo de la chaqueta, sin interrumpir la conversación con Kelly y Stern sobre la mano de obra migratoria. Escribió su domicilio y el número de teléfono, le metió el trozo de papel en la mano. El lo estaba observando cuando alguien le habló a Rosa y reclamó su atención. Estuvo por allí toda la velada, no lejos de ella, que una a dos veces le sonrió, aunque Bassie debió de sentir sus ojos en él, pero no volvieron a estar juntos entre el gentío. El siempre había sido esbelto, del tipo que se volverá alto y delgado. Un chiquillo de ojos estrechos, casi orientales, y las diminutas orejas de su raza… las del hermano de Rosa eran el doble de grandes cuando hicieron las comparaciones anatómicas que suelen hacer en secreto todos los niños por curiosidad sexual y asombro científico. Ahora había una irregularidad en su mirada cuando la paseaba por la sala; cuando estuvieron juntos ella había notado que su ojo derecho sobresalía un poco y vacilaba, desenfocándose. Una cicatriz le atravesaba la frente; una vieja cicatriz con pequeños puntitos donde habían estado las suturas… pero en aquellos tiempos nada tenía. La pareja de universitarios la siguió de grupo en grupo; se convirtió en el centro de unas mujeres que querían saber de qué manera el movimiento feminista podía tener una función explícita en la situación sudafricana (tendría que habérselas remitido a Flora), y volvió -por intermedio de diversas personas que la reclamaban- con sus amigos indios, que explicaban al periodista del «Guardian» la asociación de su padre con los líderes Dadoo, Naiker, Kathrada. Muy tarde, habló a solas con uno de los hombres del Frelimo cuya pasión por su país era un revelación, vista desde la distancia de los europeos que la habían aceptado como a una de ellos y que sólo entendían el nacionalismo en términos de chauvinismo o asqueada apatía. La acometió agradablemente un anhelo sensual, la oleada de relajación después de un bostezo; ansia de Bernard, de exhibir a ese hombre ante Bernard Chabalier.
– Cuando tu delegación vaya a Francia, me gustaría que conocieras a alguien.
El hombre se mostró entusiasmado.
– Estoy interesado en todo el que esté interesado en Mozambique… ¿Comprendes? Cualquiera que pueda ayudarnos. Necesitamos apoyo de la izquierda francesa. Y lo tenemos, sí. Pero lo que más necesitamos es dinero del gobierno francés.
La blanca bonita dijo que no podía prometerle eso… pero comerían juntos los tres, beberían algo de vino. Sus fechas de llegada a París, en la medida en que podían predecirlas a partir de sus intenciones presentes, coincidían. Rosa prometió confirmárselo tras la habitual llamada desde París al día siguiente.
El teléfono sonaba enterrado en la carne.
Bernard.
Tambaleante -el vértigo del sueño- chocando alegremente contra objetos en la oscuridad, hacia la sala.
La voz de la tierra dijo: Rosa.
– Sí.
– Sí, Rosa.
– ¿Eres tú, Baasie?
– No -una larga pausa vacilante.
– Lo eres.
– No soy «Baasie», soy Zwelinzima Vulindlela.
– Lo siento, así surgió esta noche… es ridículo.
– ¿Sabes lo que significa mi nombre, Rosa?
– iVuíindlelaf El apellido de tu padre… tampoco sé si el mío tiene algún significado… «ciudadano», ciudadano fuerte… -tratando de complacer al otro, aunque a semejante hora… tal vez había bebido demasiado.
– Zwel-in-zima. Ese es mi nombre. «Tierra doliente». El nombre que me dio mi padre. Tú conoces a mi padre. Sí.
– Sí.
– ¿Sí? ¿Sí? Lo conociste antes de que lo mataran.
– Sí. Cuando éramos niños. Tú sabes que lo conocí.