El León y el Unicornio escuchando la música que en el jardín interpreta la Dama con su órgano portátil.
La Dama ensartando claveles de dulce aroma en una guirnalda mientras su mono olisquea inquisitivamente una rosa hurtada de una cesta.
La Dama cogiendo dulces de una bandeja que le tiende a su doncella; es posible que piense alimentar con ellos a su periquito… el mono paladea algo exquisito en secreto.
La Dama toca el cuerno del Unicornio.
El sexto tapiz muestra a la Dama delante de un suntuoso pabellón o tienda, entreteniéndose con un alhajero. En los Bestiarios medievales se le llama «monochirus»; allí está, esta vez en pareja con el león, sujetando con una zarpa uno de los alerones de la tienda y sosteniendo su estandarte, graciosamente rampante (en la ridícula posición de un perro pordiosero). Alrededor del toldo de la tienda aparece la siguiente leyenda, tejida en oro: A mon seul désir.
Aquí están: para amarte dejándote venir a descubrir lo que amas.
Allí permanece con la vista fija, con la vista fija.
Un viejo mundo encantador, jardines y amables beldades entre amables bestias. Semejante armonía en paz sensual en la época de las empulgueras y la mazmorra que ahí llega con su cuerno de marfil en espiral
ella permanece con la vista fija
engalanada, engatusada,
afianzada por fin mediante una caricia… ¡Oh, la queridísima! ¡La maravilla! Nada sorprendente, nada abandonado al temor, aproximándose…
Ella permanece con la vista fija, con la vista fija. Y si ha llegado la hora del cierre del museo podrá volver mañana y otro día, cualquier día, días.
Permanece con la vista fija, este ser que nunca ha sido.
Los niños a quienes Rosa enseñaba a caminar y que eran lisiados de nacimiento recibían excelentes cuidados de rehabilitación, mejores de los que su hermano médico podía soñar con proporcionar en Tanzania. En el segundo semestre de 1976, se unieron a los que habían nacido deformes aquellos que habían sido tiroteados. Las secuelas de los disturbios escolares llenaban el hospital; la policía, que respondió a las piedras con ametralladoras y que patrullaba Soweto disparando sus revólveres a cualquier grupo reunido en una esquina, que hacía batidas en las escuelas secundarias y escogía como blanco a los jovenzuelos que escapaban a la desbandada, también hería a quien casualmente estuviera al alcance de sus balas perdidas. El hospital propiamente dicho se vio amenazado por un contragolpe de enfurecido pesar que llevó a la gente de Soweto a incendiar y saquear todo lo que los blancos habían «dado» a cambio de todo lo que, a lo largo de tres siglos, habían negado a los negros. El millón o más (nadie conoce la cifra exacta) de residentes en Soweto no tienen municipio propio; un funcionario blanco que había hecho lo que podía dentro del sistema de bienestar para negros dirigido por blancos, para ayudarlos a soportar su vida, fue apedreado y pateado hasta que murió. Otros funcionarios blancos se libraron por los pelos; algunos fueron rescatados y escondidos por los propios negros, en sus propias casas. No había forma de identificar una cara blanca distinta a cualquier otra, alguna que pudiera salvarse. Los médicos y técnicos sanitarios blancos del personal viajaban todos los días ida y vuelta, entre el hospital y la ciudad blanca de Johanesburgo, con el privilegio de atravesar las barricadas policiales que aislaban el área de Soweto, y a riesgo de verse rodeados y arrancados de sus coches al pasar por el camino por donde habían pasado antes los vehículos blindados a los que la gente llamaba «hipos» o «hipopótamos», levantando en vano los puños contra las planchas de acero y las armas.
Después de los funerales de la primera ola de niños y jóvenes muertos por la policía, en cada entierro sucesivo, disparaban a los negros que se reunían para rendir homenaje a sus muertos o mientras se lavaban las manos en casa de los deudos siguiendo la tradición. La policía afirmaba que era imposible diferenciar a los dolientes de la turba; lo que decían era más verídico de lo que creían: allí se fusionaban el dolor y la rabia.
Aunque el personal blanco del hospital conocía los acontecimientos y las consecuencias en los distritos negros -apenas tratados superficialmente por los informes periodísticos reunidos, entre peligros y dificultades, por periodistas negros-, ningún miembro blanco del personal del hospital podía entrar en los lugares de los que salían sus pacientes. Aunque extraían proyectiles de la matriz de la carne, recogían astillas de huesos destrozados, suturaban, socorrían, devolvían gota a gota a las arterias los fluidos derramados en las calles junto con las bebidas alcohólicas de botellas hechas añicos por niños que despreciaban los consuelos de sus padres, estos blancos no podían imaginar lo que era estar viviendo como vivían sus pacientes. Un domingo por la noche, un conocido de Rosa, Fats Mxenge, la visitó en su piso. Se disculpó por aparecer sin previo aviso, pero no era sensato utilizar el teléfono aunque (naturalmente) él era uno de los pocos habitantes de Soweto que lo tenía. Debía transmitirle un mensaje; después de cumplida su misión se quedó en el piso (un estudio de una sola habitación al que ella se había mudado al regresar de Europa) y aceptó el coñac y el té caliente que le ofreció. Fats paseó la mirada a su alrededor; alguien desembarcado de una tempestad mirando cortinas, lámparas, el plato giratorio del tocadiscos dando vueltas justo después de retirar el disco. Bebió de un trago el coñac y luego removió el té con las rodillas juntas, lo removió y lo removió. Para recapitular meneó la cabeza… y se dio por vencido. Hablaron de lo obvio.
– Terrible, terrible. Sólo quiero sacar a mi chico, eso es todo.
Ella empezó a hablar de alguna de las cosas que había visto en el hospital, aunque no en su departamento: una cría que había perdido un ojo; estaba acostumbrada a trabajar con horrores (empleó el término «deformidades») sobre los que podía hacerse algo… devolver sensaciones a los nervios, reforzar músculos para que vuelvan a flexionarse.
– El ojo izquierdo. Siete u ocho años. Perdido para siempre -no fue capaz de describir el agujero negro, el vacío donde debía estar el ojo.
– La semana pasada el hombre que vive al lado… ¿conoces nuestro lugar? Sí, estuviste con Marisa… allí mismo, en la casa de al lado, salió a comprar algo a la tienda, velas, algo que necesitaba su madre. Nunca volvió. Esta vino a averiguar qué debía hacer. Acude a la policía, le dijo mi mujer, pregúntales dónde está… creía que lo habían arrestado. Entonces la mujer va a ver a la policía y pregunta dónde está el hijo, dónde puede buscarlo. ¿Sabes qué le contestaron? No nos lo pregunte a nosotros, vaya al depósito de cadáveres.
– Yo paso por allí cuando vuelvo a casa. Todos los días hay cola afuera: una fila de hombres y mujeres negros que esperan ordenadamente para levantar sábana tras sábana hasta encontrar el rostro familiar entre los muertos. Hay bebés, por supuesto, dormidos, abrigados y húmedos contra las espaldas, bajo la manta, siempre hay bebés. Y las usuales bolsas de la compra con el sustento envuelto en papel de periódico, destinadas a los tribunales y los hospitales y las cárceles; una mujer tenía una bolsa de la que asomaba un termo a cuadros… la cola era larga y algunos tendrían que volver al día siguiente.