Quizás un día alguna calle lleve esa fecha por nombre. Mucha gente fue detenida, arrestada o proscrita el 19 de octubre de 1977; muchas organizaciones y el único periódico negro de ámbito nacional fueron prohibidos. La mayoría de las personas eran negras: africanos, indios, mestizos. La mayoría pertenecía a organizaciones de la Conciencia Negra: Convención del Pueblo Negro, Organización de Estudiantes Sudafricanos, Consejo Representativo de Estudiantes de Soweto, Movimiento Estudiantil Sudafricano, Asociación de Padres Negros y otras, menos conocidas, de las que los blancos nunca habían oído hablar. Algunos pertenecían a las organizaciones clandestinas de los anteriores movimientos de liberación, prohibidos tiempo atrás. Y otros pertenecían a ambas. Todos -organizaciones, individuos, el periódico- parecieron recientemente motivados, después de más de un año, por la rebelión de escolares y estudiantes sobre la cuestión de la educación inferior para los negros. Cientos de maestros habían aceptado la autoridad del boicot escolar y renunciado a su cargo a modo de apoyo. La persuasión, el soborno y la fuerza de la amenaza por parte del gobierno no tuvieron éxito con los jóvenes y mayores de quienes era mentor; el gobierno, por su parte, se negó a abolir el sistema de educación segregada para los negros. De cualquier manera que se evaluara la situación, la explicación seguía simplista. La mayoría de niños de Soweto no había vuelto a la escuela después de junio de 1976.
El 19 de octubre de 1977 y las semanas siguientes fueron detenidos, proscritos o sometidos a arresto domiciliario unos pocos blancos. Entre ellos se encontraba la hija de Burger. Se la llevaron tres policías que la estaban esperando en su piso a la vuelta del trabajo, una tarde de noviembre. El de más alto rango era el capitán Van Jaarseveld, quien para hacerla sentir cómoda con él durante el interrogatorio en una de las salas con dos sillas y una mesa, le recordó que había conocido bien a su padre.
No presentaron cargos contra ella. Como tantos miles de personas detenidas bajo custodia a todo lo largo del país, podían retenerla semanas, meses o años antes de soltarla. Pero su abogado, Theo Santorini, tenía motivos para creer -por cierto, un fiscal se lo había dicho en un momento de indiscreción profesional durante uno de sus frecuentes encuentros en los descansos para tomar el té o almorzar- que el Estado esperaba reunir evidencias para presentarla ante el tribunal en un importante logro de Segundad: un sonado juicio, por fin, a la mujer de Kgosana. Esa, había dicho; Santorini esbozó su regordeta sonrisa de querubín. Esa era la importante. Durante muchos años se había visto empeñado con el mismo fiscal en una batalla de legalidades mediante la cual había logrado que Marisa Kgosana saliera absuelta una y otra vez. El gobierno -probablemente más aún la policía, porque, se quejaban a su abogado, «les ponía las cosas difíciles», no cooperando ni siquiera con el largo de una de sus uñas rojas cuando ellos sólo estaban cumpliendo con su obligación-, el ministro de Justicia, quería quitarla de en medio, confinarla, condenarla durante un largo período. El fiscal, en lo que a la señora Kgosana se refería, hizo una sugerencia por su propio bien, objetivamente, bajo la forma de una advertencia a Santorini. A su defendida no le convenía correr el riesgo de ventilar, en respuesta a alegatos que se hacían ante la Comisión Investigadora de los disturbios de Soweto y que entonces estaba en sesión, ninguna línea de defensa que pudiera resultar útil a la acusación en el caso de que en el futuro se plantearan acusaciones contra ella. Más le valía no hacer presiones para «presentarla»… porque también Marisa estaba detenida.
Las cárceles para mujeres que aguardan juicio y para las que están detenidas, no se encuentran entre las comodidades segregadas que el país se enorgullece en proporcionar. En la que se encontraron Rosa y Clare Terblanche también había mestizas, indias y africanas; las de diferente color y grado de pigmentación no ocupaban celdas contiguas ni correspondientes a los mismos retretes y cuartos de baño, ni se les permitía estar en el patio al mismo tiempo, pero la cárcel era tan vieja que las barreras físicas contra la comunicación interna estaban desvencijadas y la vigilancia de las carceleras -nocivas minifalderas devotas de la Jefa como si de la abadesa de una orden religiosa se tratara- no podía impedir que entre las distintas razas se intercambiaran mensajes o los pequeños y preciosos regalos de la economía carcelaria (cigarrillos, un melocotón, un tubo de crema para manos, una minúscula linterna eléctrica), o canciones. Muy temprano, la penetrante voz de contralto de Marisa anunciaba su presencia, no muy lejos, desde su confinamiento en solitario, a Rosa y Clare. Cantaba himnos religiosos, fluctuando entre el tono de «Sométeme» y canciones del CNA en xosa, estallando en ocasiones con estrofas de Miriam Makeba, sobre todo para apaciguar a las carceleras, para quienes era una reconocida cantante popular. Las voces de otras negras se unían en armonía en cualquier tema que cantara, siguiendo rápidamente los cambios de repertorio. Las negras que eran presas comunes y eternamente lustraban la roca granosa del claustro de la Jefa, alrededor del patio, recogían diminutos mensajes arrollados, caídos cuando permitían salir a Rosa y a Clare para vaciar sus cuencos o a hacer su colada, y por el mismo sistema las mujeres de la limpieza les entregaban mensajes. De inmediato Marisa se convirtió en la más habilidosa de la presas políticas y en la encarnación, la personificación, de una especie de autoridad de la que ni siquiera estaba protegida la Jefa: obtuvo permiso para que la acompañaran dos veces por semana a la celda de Rosa para realizar ejercicios terapéuticos a causa de una dolencia en la columna vertebral agravada por la vida sedentaria en prisión. Durante las sesiones escapaban risas a través de la gruesa malla romboidal y los barrotes de la celda de Rosa. Aunque las detenidas no estaban autorizadas a tener artículos para escribir con ningún propósito ajeno a las cartas que eran censuradas por el jefe de Carceleros Magnus Cloete antes de ser despachadas, Rosa solicitó materiales de dibujo. Su abogado le envió un cuaderno de dibujo de los que se usan en los parvularios y una caja de pasteles; ambos artículos pasaron el escrutinio. Las carceleras encontraban bate, baie mooi [en afrikaans: «muy, muy bonitos». (N. de la T.)] (hablaban con ella en su lengua madre) los desmañados bodegones con que intentaba enseñarse a sí misma el que según había afirmado era su «hobby», y el ingenuo paisaje imaginario, no susceptible de despertar ninguna sospecha de que estuviera incorporando planos del trazado de la cárceclass="underline" representaba, en una serie de versiones, una aldea con un castillo en la cumbre de la montaña, una arboleda en primer plano, el mar detrás. La piedra de las casas parecía crearle dificultades: la intentó en rosas, grises, incluso naranjas amarronados. Había tenido más éxito con las alegres banderas de las almenas del castillo y las brillantes velas de pequeñas embarcaciones, aunque debido a algún fallo de perspectiva navegaban directamente hacia la torre. Aparentemente la luz emanaba por los cuatro costados: todos los objetos se veían soleados. Para navidad se permitió a las detenidas enviar tarjetas hechas a mano a un número razonable de parientes o amigos. Para el jefe de Carceleros Cloete la de Rosa era una escena trivial, pues podía encontrarse en cualquier estantería con tarjetas de felicitaciones: un grupo de cantores de villancicos en el que sólo los encantados destinatarios reconocerían, inconfundiblemente, pese a la ausencia de arte y técnica con que estaban dibujadas las figuras, a Marisa, Rosa, Clare y una india conocida de todos. A través de la postal también sabrían que esas mujeres estaban en contacto, aunque separadas del mundo exterior.