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El invitado era un joven que se llamaba Conrad. Una espalda pálida y marcada por el acné bajo el sol, estorbando el camino pero en ningún momento estirando una mano bromista para coger las piernas blancas y negras de los niños que corrían alrededor del borde de la piscina. Tenía el mentón apoyado en los antebrazos, en los que de vez en cuando apretaba la frente. No pertenecía al tipo de los que buscan comprometerse. Había habido, había algunos, y eran rápidamente reconocidos. A veces se aprovechaba su potencial. Ni siquiera era un espía pagado que se las daba de buscar un compromiso, arquetipo que también había llegado a ser reconocible. Lionel Burger no restringiría la normal sociabilidad estudiantil de su hija en función de sus temores a que uno de ellos pudiera usarla. Pero aquel chico no interesaba a nadie; que mirara todo lo que quisiera si el espectáculo le atraía: revolucionarios jugando, una visión semejante a la del apareamiento secreto de las ballenas. Recibió sus boerewors, calientes y aromáticos, de manos del propio Lionel Burger, como todos los demás. Rosa era bastante mona mientras crecía; muchos chicos la seguían, ignorantes de que no era para ellos.

Una o dos veces durante el juicio había notado la presencia de ese Conrad en la galería de visitantes del tribunal. Ella se movía, inevitablemente, en la falange de los familiares, algunos de cuyos amigos habían desaparecido, arrestados y compareciendo en otros juicios, en el transcurso del de su padre. Un día que salió a telefonear desde la cafetería griega cercana, lo encontró en la calle mientras regresaba al tribunal. La invitó a tomar un café exprés y ella rió, conocedora de los bares de los alrededores del tribunal, siempre apartada de su generación en experiencias de ese tipo: ¿dónde creería que podría encontrar un café exprés en las inmediaciones?

– Se puede, eso es todo.

La llevó una manzana más allá, giró en una esquina y entró en una galería comercial. Ella pensó que debía de haberla seguido al salir del tribunal. Un camarero negro provisto de pantalón a rayas, chaleco negro y elegante sombrero de paja, les llevó un auténtico exprés a una pequeña mesa de hierro. Ella hizo una mueca graciosa a espaldas del camarero, sonrió, amistosa y encantadora, una chica cualquiera elegida por un hombre.

– ¿Qué te parece eso? ¡En Pretoria! -empujó hacia ella un cenicero en el que estaban estampadas las palabras EL BARBERO CANTOR.

– ¿Qué crees que siente por tu padre?

– ¿Mi padre?

Su galán rompió una cerilla entre sus dientes y agitó la V en dirección al tribunal.

Ah, comprendió: los negros, ¿saben, están agradecidos a los blancos que ponen en peligro su propia vida por ellos? Entonces ésa era la trayectoria que seguía la mente del muchacho; habían otros que se acercaban a ella, sudorosos y arremetiendo con gran intensidad, Miss Burger usted no me conoce pero quiero decirle, el gobierno lo llama comunista pero su padre es un hombre de Dios, el sacrosanto espíritu de nuestro Señor reside en él, por eso lo persiguen. También estaban las cartas que de vez en cuando habían llegado a la casa durante toda su vida; en cuanto tuvo edad suficiente -su madre supo cuándo llegó el momento: ¿cómo lo supo?- su madre le mostró una. Decía que su padre era un demonio y una bestia que quería robar y matar, destruyendo la civilización cristiana. Entonces sintió una extraña turbación, miró a su madre a la cara para saber si debía reír, pero la expresión de su madre era otra; percibió en ella cierta confianza, algo que estaba más allá de la risa. Era un sábado por la mañana y cuando su padre volvió a casa después de las visitas tempranas a sus pacientes del hospital, les dio a ella y a Baasie la lección semanal de natación. En ese momento, con la carta ante sus ojos, «su padre» llegó a ella como una mano ahuecada debajo de su barbilla, una mano que mantenía su cabeza por encima del agua mientras agitaba los brazos y las piernas. Baasie todavía tenía miedo. Su delgado cuerpo oscuro, con los dedos de los pies más pálidos rígidamente vueltos hacia arriba, se volvía más negro con el frío y se aferraba contra el pecho carnoso de su padre, cuya respiración cálida, incluso en el agua, ella sentía viendo cómo se aferraba Baasie.

En la cafetería seguía sonriendo. Daba la impresión de saborear el terrón de azúcar que sostenía, empapándolo en café caliente antes de dejarlo caer en la taza.

– Deja en paz al pobre camarero.

– No, pero… siento curiosidad.

Ella asintió en espasmódico, amable e improvisado rechazo, como si fuera la respuesta a la pregunta inútil que no le hizo: ¿Qué te trae a este proceso? Una chica en su situación no tenía mucho que decir a un desconocido y para cualquier persona ajena a las que debían ser sus preocupaciones más intensas tenía que ser difícil -respetar, torpemente- empezar a hablar con ella. Un importante testigo público sería llamado a declarar en las preguntas antes de que se levantara la audiencia de ese día; ella sabía que debía terminar el café y marcharse, él sabía que ella debía hacerlo, pero permanecieron sentados un minuto en una conciencia mutua puramente física. La mano rubia cobriza de él entre sus muslos cruzados, con la ridícula manilla de plata gruesa siguiendo el contorno de la protuberancia en la muñeca, la depresión de la axila de ella bajo el vestido sin mangas, brillante de humedad al empujar la minúscula taza… la convinación entre dos jóvenes cuando éstos no parecen tener razones ni deseos de rezagarse.

La mayoría de sus encuentros fueron igualmente intrascendentes. El iba al juicio pero no siempre la buscaba… suponiendo que ella tuviera razón al imaginar que una vez lo había hecho. En ocasiones se integraba al inconexo grupo de los abogados y de ella, que comían sandwiches o pasteles grises en la cafetería griega, durante el aplazamiento del mediodía; se suponía que era ella quien lo llevaba, ella pensaba que otro lo hacía. El no le telefoneó al trabajo pero se encontraron una vez en la biblioteca pública y comieron juntos en una pizzería. Ella creía que era un profesor de la universidad o algo parecido, pero él le dijo, ahora que (sin curiosidad) se lo preguntaba, que estaba haciendo la tesis en literatura italiana, y que los miércoles y los fines de semana trabajaba como empleado de un corredor de apuestas en el hipódromo. Había comenzado la tesis mientras estudiaba en Perugia, pero la había abandonado cuando pasó alrededor de un año en Francia, Dinamarca e Inglaterra. Fue muy poco preciso en cuanto a qué había hecho y cómo había vivido. En el sur de Francia, en un yate; algo así como un sirviente y un animalito doméstico, aparentemente…

No se sintió ofendido por el gracioso disgusto que ella evidenció.

– La gran vida durante unos meses. Hasta que te hartas de la gente para la que trabajas. No había un solo sitio donde leer en paz.

Para la tarea que hacía no necesitaba permiso de trabajo de extranjero, y conocía todas las formas de vida que encajaban en esta misma categoría. En Londres ocupó ilegalmente un palacete de Knightsbridge. Con el dinero que había obtenido por introducir un coche británico libre de impuestos, después de haberlo usado durante un año en el extranjero, por acuerdo con un hombre que lo había comprado a su nombre, había acondicionado una puñetera casita de campo en Johanesburgo.

– Si alguna vez necesitas un sitio donde estar… yo suelo pasar fuera semanas enteras. Tengo amigos con una granja en Swazilandia. Un lugar maravilloso, bosque desde la casa hasta el río, vives en una especie de ocaso de verdores… pacanas, ya sabes -una inspiración indiferente-. ¿Por qué no vienes este fin de semana?

A él no se le había pasado por la imaginación:

– No tengo pasaporte.

El no produjo ruidos compasivos ni indignados. Meditó en ello como en cualquier cuestión práctica.

– ¿Ni siquiera para dar una vuelta por allí?

– No.

La observó en silencio, confrontado con ella, considerándola como un tercero, un problema planteado para los dos.

– Ven a mi casa.

– Sí, iré, me gustaría verla. Tu enorme Jacaranda.

– Bauhinia.

– Bauhinia, entonces.

– Quiero decir ahora mismo.

– Esta tarde tengo que ir a Pretoria después del trabajo -pero al menos era una respuesta seria, una cuestión práctica que podía solucionarse.

– Hay un aplazamiento hasta el lunes, ¿verdad?

– Sí, pero he conseguido permiso para visitarlo hoy.