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– Vaya a los grandes almacenes Mad amp; Spender y compre una maleta del nuevo modelo de Samsonite, la más pequeña de la gama, en carcasa dura y de color negro. El dependiente le atará al asa una bolsa de la tienda: no la quite. Vuelva a casa, meta el dinero dentro de la Samsonite y pegue en el exterior, con cinta adhesiva, el recibo de la compra. Regrese esta tarde a los Mad amp; Spender, vaya a la sección de maletas y póngase en la cola de la caja central, como si quisiera hacer una devolución. Coloque la maleta a su lado, en el suelo, y mire hacia delante; de lo demás nos encargamos nosotros. Tiene que estar en la cola a las siete en punto de la tarde. No avise a la policía o no volverá a ver a su marido.

Eso fue todo. El hombre colgó y yo me quedé temblando. ¿Cómo había dicho que era la maleta? ¿De qué tamaño? ¿A qué hora tenía que estar? Tuve que repetir el mensaje varias veces, extrayéndolo de la memoria mecánica auditiva, para ir entendiendo su significado. Cuando lo tuve claro lo apunté en un papel y corrí a casa de Félix.

– Mmmm. Insiste tanto en el recibo y en que mantengas la bolsa de plástico atada al asa porque esos son los comprobantes de que la Samsonite no ha sido robada -reflexionó el vecino-. O sea, que piensan salir de los Mad amp; Spender con la maleta en la mano, como si fueran clientes y la acabasen de comprar. Qué desfachatez, qué desparpajo. Hace falta temple para atravesarse así los grandes almacenes: hasta alcanzar la calle van a ser muy visibles durante largo rato. Desde luego, no se puede negar que tienen redaños.

Y lo dijo, cosa extraordinaria, como si le encantara que los secuestradores fueran eficientes, como si la dimensión de los enemigos diera la medida de su propia gloria.

Luego resultó que no. Luego resultó que, pese a las admirativas sospechas de Félix, los secuestradores no iban a ser nada visibles en el momento de la entrega del rescate. Era el 7 de enero. O sea, justo el día en que comienzan las famosas rebajas de Mad amp; Spender, de modo que los grandes almacenes parecían Sarajevo en el momento más crudo de la guerra. Masas desaforadas de compradores asaltaban los percheros por doquier, hociqueando entre los colgadores como animales de presa. Los dependientes, pálidos y sudorosos, ellas con los botones de las blusas arrancados y ellos con el nudo de las corbatas debajo de la oreja, se atrincheraban vanamente detrás de los mostradores. Tardamos casi dos horas en comprar la maldita maleta, y eso que íbamos a tiro hecho. Salimos de la tienda medio mareados. Y por la tarde aquello prometía ser aún peor.

No sé si sabré contar atinadamente lo que sucedió aquella tarde. Lo recuerdo a fragmentos, como en la alucinación de una fiebre. O como los retazos de una pesadilla. Pero la adrenalina te hace vivir las cosas así, convulsas, hipnóticas en su claridad, descoyuntadas. Es una droga más poderosa que el hachís. Y aquella tarde íbamos todos altos de adrenalina.

En vista del gentío, decidimos llegar al lugar de la cita una hora antes, de manera que a la seis atravesábamos las puertas de los almacenes arrastrando penosamente la maleta, que para entonces ya estaba atiborrada de dinero y pesaba como un cadáver. Habíamos llegado a la aventurada suposición, producto de mi pánico a acudir sola, de que la prohibición de avisar a la policía no tenía nada que ver con que me acompañara algún amigo; porque en todo secuestro hay intermediarios de la familia, y si eso lo sabía yo gracias a las noticias y a las películas, mejor aún lo debían de saber los secuestradores. Así es que Félix se vino conmigo todo el tiempo: su edad, confiábamos, le haría merecedor de la dispensa de los bandidos. En cuanto a Adrián, después de mucha discusión se decidió que nos seguiría a prudente distancia y disimulando. Y fue en verdad tan disimulado y tan prudente que desde que entramos en los grandes almacenes le perdí de vista.

Llegamos, pues, al departamento de maletas, que estaba en la planta de caballeros; y aunque esta no era una de las zonas más disputadas del edificio, el barullo resultaba de todas formas indescriptible. Rugían las masas, con un rumor sordo y amenazante, como de mar furioso; y a veces los empujones de los vecinos te desplazaban tres o cuatro metros hacia la derecha o hacia la izquierda de tu ruta. Atravesarse la planta arreando con el peso muerto de la maleta fue desde luego heroico. Félix y yo alcanzamos las estribaciones de la caja central sin aliento, empapados en sudor y temblorosos.

Nos quedamos allí, cerca de la caja y precariamente resguardados por una columna, durante media hora, a la espera de que llegara el momento exacto de la cita. Estábamos tan ansiosos que durante todo ese rato no cruzamos palabra. Yo no sé qué hizo Félix: no le miré. Estaba concentrada en escuchar mi propia respiración y el zumbido del tiempo en mis oídos, transcurriendo a una velocidad menuda, exasperante, los segundos dividiéndose en fragmentos de segundo y arrastrándose como gusanos paralíticos unos detrás de otros. Contemplaba los rostros de la gente: la señora mayor de abrigo de piel y frente perlada de sudor, el joven de cara desagradable y chaqueta demasiado grande, el dependiente flaco de aspecto comatoso. ¿Sería alguno de ellos el secuestrador? Incluso el dependiente, ¿por qué no? En este lío, bien podría colocarse una chapa en la solapa y fingir ser empleado. O incluso se podría haber contratado para la ocasión: durante las rebajas, los grandes almacenes echaban mano de muchos trabajadores eventuales. Lo que era evidente es que ellos tenían que estar ya allí. Sentí la certidumbre de que en esos momentos me estaban observando. Una gota de sudor helado resbaló desde mi nuca cuello abajo. «Bien, aunque parezca mentira, todo se acaba. Esto es, no sólo se terminan los momentos felices, los amores, el sexo apasionado, el dinero y la juventud, sino también, es un alivio, las discusiones, los dolores de cabeza, las noches tenebrosas y las sesiones del dentista. Igualmente acabó aquella crispante espera en el departamento de maletas y llegó la hora convenida. A las siete menos dos minutos nos pusimos en movimiento; y a las siete menos treinta segundos estábamos instalados al final de la nutrida cola de la caja central. Dejé la maleta en el suelo junto a mí, y los dos, Félix y yo, nos pusimos a mirar hacia otro lado con expresión olímpica e inocente.

Al cabo de un tiempo larguísimo no pude resistirlo más y bajé los ojos hacia el lugar prohibido: demonios, aún seguía ahí la Samsonite, como por otra parte me temía, porque no había notado ningún movimiento junto a mí. Miré el reloj: ¡las siete y cuatro! ¿Pero cómo era posible que sólo hubieran transcurrido cuatro miserables minutos?

– ¿Y si no vienen? -aventuré con voz ahogada.

– Vendrán. Ahora mismo están dando vueltas a nuestro alrededor, verificando que todo esté en orden. Quédate tranquila y quieta -respondió Félix.

Me quedé quieta pero no muy tranquila, si he de ser sincera. Ocasionalmente teníamos que avanzar un paso, porque la cola progresaba con lentitud. Era una cola apelotonada y con clara tendencia al juego sucio; de vez en cuando se organizaba un pequeño guirigay por delante o por detrás nuestro, y dos o tres individuos se enzarzaban en una chillona discusión sobre quién estaba antes; además, se trataba de una cola tan larga que era constantemente rota por las personas que la cruzaban transversalmente. En mitad de ese caos, Félix y yo le íbamos dando patadas a la maleta hacia delante. Pero el tiempo pasaba y nada sucedía. Yo me esforzaba por seguir manteniendo la mirada al frente, pero cada poco se me escurrían los ojos hacia el costado, con la misma ansiedad y el mismo miedo de sorprender a los secuestradores como cuando, de niña, me despertaba en mitad de la noche de Reyes y miraba a hurtadillas hacia los pies de la cama, para ver si ya habían pasado sus majestades y me habían dejado los regalos (haber pillado a los Reyes Magos en el instante de depositar los paquetes hubiera resultado también una pifia fatal). Y pasaron diez minutos, y luego veinte, y después media hora; y a las siete y cincuenta ya estábamos en el último tramo de la cola, junto a un mostrador alargado que llegaba hasta la caja, y por delante de nosotros sólo quedaban siete u ocho personas. Pues bien, justo en ese momento, después de tanta y tan exasperante inactividad, sucedió de repente un desgraciado cúmulo de acontecimientos. En primer lugar, Félix, que estaba delante de mí, se desplomó súbitamente como un pelele. Me abalancé sobre él, lo mismo que otra media docena de personas: los españoles solemos ser muy cooperativos en los desmayos públicos.

– ¡Félix!

– Es un desvanecimiento -dijo uno.

– A ver. Con el calor que hace -dijo otra.

– Con el lío este que hay.

– No, si yo también estoy mareada, y no hace ni dos minutos que le he dicho a mi hija: «Laurita, si no salimos pronto de aquí me voy a caer redonda.»

– A ver. Con todo este barullo.

– Y la edad, porque es viejo, el pobre.

– No le digo, si hasta yo me estaba mareando, así es que el abuelo, pues calcule.

De rodillas en el suelo junto a Félix, le levanté la cabeza y le abaniqué la cara con una tarjeta de garantía que alguien me dejó. Me sentía consternada e irritada conmigo misma: por supuesto que se había desvanecido, ¿pues qué esperaba yo? La vivacidad y la buena disposición del vecino me hacían olvidar que era un anciano. Pero lo era. Demasiado viejo para meterle en estos trotes. Félix abrió los ojos. Me miró aturdido, intentando recolocar el mundo:

– ¿Qué ha pasado?

– Nada. Te has desmayado.

– El calor -dijo uno.

– El barullo-terció otra.

– A ver.

– ¿Te encuentras bien? -le pregunté.

¾Sí -contestó Félix, algo más despejado.

Entonces torció la cara hacia la derecha y se puso rígido.

– Mira -musitó con voz estrangulada.

Miré hacia donde él miraba. Ya he dicho antes que nos encontrábamos a la altura del mostrador corrido; desde el suelo, en donde estábamos ahora, descubrí que el mostrador era más bien una especie de cajón alargado, con dos baldas vacías y sin fondo, de manera que se podía ver a través de él. Y nosotros vimos: es decir, vimos asomar al otro lado, medio parapetado detrás de unas perchas y a ratos oculto por la muchedumbre, el rostro pilongo e inconfundiblemente estúpido del inspector José García. El corazón se me detuvo durante una décima de segundo, y en ese tiempo pensé todo lo que tenía que pensar para la ocasión. Por supuesto, me dije, soy una idiota: ¿cómo no me iba a controlar la policía? Probablemente incluso tenía el teléfono intervenido. Era obvio que el inspector nos estaba vigilando, si bien todavía no se había dado cuenta de que le habíamos descubierto. La presencia de García ponía en peligro toda la operación; sin duda intentaría detener al secuestrador, con lo cual Ramón lo pasaría muy mal, y además me incautaría los 200 millones, eso desde luego. ¿Cómo iba a poder pagar el rescate, después de eso?