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– ¿Qué ocurre? -preguntó Adrián, apareciendo de pronto a nuestro lado: el desmayo de Félix le había asustado.

– ¡Hay que abortar la entrega! -sólo atiné a balbucir.

Y me volví para coger la maleta. Medio agachada aún, entre el gentío, contemplando rodillas por todas partes, agarré el asa. Pero el asa se removió bajo mis dedos, blanda, caliente y húmeda. Estupefacta, comprobé que mi mano estaba encima de otra mano; y durante un vertiginoso instante mis ojos se miraron en otros ojos, también a mi misma altura, también sorprendidos, unos ojos negros, masculinos y jóvenes, sólo eso vi, no podría añadir ni un dato más de su propietario. Entonces el secuestrador pegó un tirón y se quedó con la Samsonite, pero su triunfo resultó muy efímero: justo en ese momento una especie de tromba pasó entre nosotros y le arrancó la maleta de las zarpas. Era Adrián. El hombre de los ojos negros desapareció de inmediato en el bosque de piernas, tan silenciosa y rápidamente como una piedra desaparece en un pantano. Yo me puse de pie, aturdida; en la mano aferraba aún el recibo de compra de la maleta: debí de arrancarlo durante el forcejeo. Miré a mi alrededor: no había ni rastro del inspector García, ni rastro del secuestrador, ni rastro de Adrián.

– Te espero en el aparcamiento, donde el coche -le dije a Félix.

Y, movida por una corazonada, corrí todo lo que pude entre la muchedumbre hacia las escaleras mecánicas de bajada, y luego hacia la salida. Casi había alcanzado la puerta principal cuando vi a Adrián: estaba un par de metros delante de mí, cerca del umbral, y acababa de ser detenido por un tipo corpulento vestido de civil que evidentemente era un vigilante de Mad amp; Spender.

– ¿Le importaría enseñarme el recibo de compra de la maleta, por favor? -estaba diciendo el gorila, muy fino él.

Adrián tartamudeó no sé qué, dejó la Samsonite en el suelo, procurando que no se notara lo que pesaba, e hizo ademán de rebuscarse en los bolsillos. De una zancada llegué junto a ellos:

– No mires más, que lo tengo yo.

Tendí al hombre el papel engurruñado. El tipo lo analizó atentamente y luego me lo devolvió con una leve sacudida de cabeza.

– Muy bien, muchas gracias.

Adrián volvió a coger la maleta con fingida desenvoltura y nos encaminamos hacia la salida. Corrimos hasta el aparcamiento arrastrando el bulto sin decirnos palabra y sin que nadie más nos detuviera. Casi nos derrumbamos al llegar al ruinoso coche de Félix. Estábamos empapados en sudor y jadeando.

– ¿Adonde ibas tan deprisa cuando te alcancé en la puerta? -dije al fin, al cabo de un rato, cuando el resuello me lo permitió. Y creo que mi voz no sonó muy amistosa.

– ¿Cómo que adonde iba? Pues intentaba poner a salvo el dinero, como es obvio.

– ¿A qué le llamas tú poner a salvo? -insistí.

– ¿Qué quieres decir? -contestó Adrián encapotando el ceño.

Bien, ya estábamos los dos en el mismo punto, cuestionándonos el uno al otro con evidente suspicacia. Reflexioné durante unos instantes sobre el camino verbal a seguir y aventuré una nueva pregunta.

– ¿Por qué te llevaste la maleta?

– ¿Cómo que por qué? Tú me acababas de decir que había que abortar la operación.

– Eso es verdad.

– Si crees que me quiero llevar tus doscientos millones, te los puedes meter por donde te quepan.

– No te enfades. Perdona. Estoy hecha un lío. Como te vi salir a esa velocidad…

– Se me ocurrió que lo mejor sería salvar el dinero y esperaros aquí, en el coche.

En efecto, era lógico que pensara en encontrarnos aquí; de hecho, ahora también estábamos los dos aquí esperando a Félix. Miré a Adrián: se le veía rabioso. Estaba muy guapo con su aire atormentado y ese gesto altivo de dignidad doliente. Yo no sé si lo he dejado claro antes, pero Adrián es guapo. Muy atractivo. Miré sus ojos verde oscuro, más oscurecidos ahora por la furia, y sentí un vacío en el estómago, un pellizco de náusea, un ligero mareo. Sentí ese desfallecimiento singular que uno a veces percibe cuando se asoma a depende qué precipicios, a depende qué ojos. Suspiré y el aire me salió tembloroso de la garganta.

– Perdona -repetí-. Estoy muy confusa.

Adrián desarrugó el ceño, me miró, sonrió. Creo que pude oler sus feromonas en el frío viento de la noche de enero. El espacio que mediaba entre él y yo, apenas dos palmos de distancia, se convirtió en aire incandescente.

– Bueno. En realidad, no importa. Mira, ahí está Félix -dijo al fin Adrián, rompiendo el sortilegio.

Y era cierto. El anciano avanzaba sorteando los coches, agitando una mano, sonriendo en la negrura. Ya éramos tres de nuevo.

Adrián era joven, raro e impertinente. Solía citar frases célebres, probablemente porque aún no confiaba lo suficiente en las suyas propias. Y poseía un conocimiento extraordinario de hechos por completo irrelevantes. Quiero decir que coleccionaba curiosidades y coincidencias de la misma manera que otros muchachos coleccionaban cómics o discos de rock duro.

– ¿Sabías que Carlos II de Inglaterra llevaba una peluca que se había mandado hacer con el vello del pubis de sus amantes? -decía, por ejemplo.

Pues no, no lo sabía, y sospecho que dicha información no alumbró mi vida de manera especial. Adrián era obstinado y áspero. Tenía cara de gato y un cuerpo un poco incongruente con la ligereza de su cabeza; porque era robusto, musculoso de muslos y de brazos, ancho de estructura, pesado de osamenta. A mí, que siempre me han encantado los hombres correosos y de culo fino, más delgados que fuertes, me atraía sin embargo extrañamente ese niño con corpachón de hombre. Porque era un niño. De hecho, yo hubiera podido ser su madre. Ya lo dijo él mismo con pérfida inocencia:

– ¿Así que tienes cuarenta y un años? Vaya, qué gracia. Mi madre acaba de cumplir cuarenta y dos.

Yo no le veía la gracia por ninguna parte. Como mucho, veía el despropósito, la inquietud de que me resultara atractivo ese mocoso. Yo no soy una estrecha. Tuve, siendo joven, mis más y mis menos amatorios. Pero Adrián era veinte años más pequeño; y yo me teñía las canas de la cabeza, y me daba cremas reafirmantes en el pecho, y tenía celulitis en las nalgas, y por las noches, encerrada a cal y canto en el cuarto de baño, me quitaba los malditos dientes para lavarlos. ¿Alguna miseria más? Pues sí: manchitas en el dorso de las manos, el interior de los brazos pendulante, arrugas insufribles en el morro, las mejillas alicaídas y apagadas. Quiero decir que creo que no estaba preparada psicológicamente para coquetear con un muchacho como Adrián.

Era una situación exasperante. Una vez le puse la mano en el pecho en un gesto casual, o quizá no tan casual, mientras hablaba, y descubrí debajo de la punta de mis dedos, al otro lado del levísimo lienzo de la camisa, una carne de caucho contundente y tibia que me erizó el cabello. Y cuando él me tocaba casualmente, o quizá no tan casualmente; por ejemplo, cuando me rozaba la espalda con un brazo al cruzar una puerta, en el punto de contacto entre ambos se hubiera podido encender una astilla. Sin embargo, tanto él como yo nos comportábamos con total compostura y representábamos con pulcritud nuestros papeles; y así, él me hablaba con fruición de su madre y de las chicas que le gustaban, de modo alternativo, y yo le aconsejaba y reprendía cordialmente, como si fuera mi hijo. Pero no lo era, porque yo no tengo hijos. Y donde las madres ven carne infantil, culitos empolvados retroactivos, reminiscencias del candido pataleo en el baño o del dodotis (ellas, que hicieron el milagro de crear cuerpos de varón en sus entrañas, son capaces de imaginarles siendo niños), yo sólo veía carne masculina, turbadora e intensa carne de hombre, el enigma del otro que te completa.

Por lo demás, Adrián era imprevisible y un poco loco. Tenía visiones, barruntos, fantasías. Una mañana, al principio de conocernos, bajó a desayunar a casa; y estábamos los tres, Félix, él y yo, sentados a la mesa de la cocina masticando tostadas, cuando Adrián comenzó a hablar:

– Os voy a contar algo. Veréis, están dos montañeros subiendo a una cima remota de los Alpes cuando…

– ¿Es un chiste?

– No, no es un chiste. Decía que están subiendo a una cima remota de los Alpes cuando de repente cede la nieve y queda al descubierto un bloque de hielo. Y resulta que dentro del hielo están atrapados los cadáveres desnudos de un hombre y una mujer. Los montañeros, asombrados, rompen el hielo y sacan los cuerpos a la superficie. Los miran y remiran bien y entonces uno de los escaladores se excita muchísimo y dice: «¡Son Adán y Eva! ¡Hemos descubierto la primera pareja de la Humanidad!» ¿Por qué?

– ¿Por qué, qué?

– Por qué está tan seguro el tipo ese de que los cadáveres son de Adán y Eva.

Me encogí de hombros.

– Ni idea. ¿Por qué?

– No, si yo tampoco lo sé. De vez en cuando sueño acertijos de este tipo, adivinanzas. Y luego a veces me obsesiono durante horas o durante días hasta que descubro la respuesta. Lo de Adán y Eva lo acabo de soñar esta misma noche.

Adrián no era un genio, pero tenía un encanto especial. Claro que los hombres y mujeres guapos suelen parecer criaturas especiales con una frecuencia sorprendente, mientras que los feos tienen que sudar tinta para demostrar sus cualidades. Tendemos a atribuir a la belleza virtudes ajenas a lo meramente físico, como si los seres hermosos en la carne tuvieran que serlo también en el espíritu. Y así, del guapo no solemos decir que es guapo, sino justamente todo lo demás: qué inteligente, qué elegante, qué estilo, qué serenidad, qué simpatía, qué bondad. Luego puede ser un asesino en serie, como ese psicópata de Milwaukee que descuartizó a una veintena de adolescentes; pero qué perfil de ángel poseía, qué ojos azules tan inocentes, qué labios tan perfectos para besar bebés. Cuántas mujeres debieron de suspirar por él, cuántas vecinas le considerarían sensible y tiernísimo, ignorantes de que en ese mismo momento el celestial muchacho andaba despellejando niños en el sótano.

Yo temía que a mí me estuviera sucediendo lo mismo con Adrián. Que a lo peor me hubiera cegado su guapeza, haciéndome confiar en él de modo prematuro. No podía apartar de mi memoria la imagen del chico arrebatando la maleta y corriendo como una exhalación hacia la salida. En realidad, no tenía ni idea de quién era ese Adrián. Había salido de la nada apenas una semana antes. Por lo que yo sabía, el chico podía ser un yonqui, o un ladrón. O incluso, ahora que lo pensaba, incluso podía estar compinchado con los de Orgullo Obrero. ¿No había irrumpido en mi vida justamente después del secuestro de Ramón? Félix, por lo menos, había sido mi vecino desde siempre; no le trataba, pero le conocía de vista. Pero Adrián se había instalado en el ático, qué casualidad, apenas un mes antes de la desaparición de mi marido. Y los grupos terroristas eran así: contaban siempre con apoyos sociales, con militantes legales camuflados.