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Entonces se me ocurrió una idea salvadora: irme a los retretes. El conserje me indicó un pasillo al final del vestíbulo y hacia allá me dirigí, con las piernas temblando. El pasillo desembocaba en una habitación apestosa, grande y destartalada, con unas cuantas letrinas adosadas al muro y unas puertas medio rotas y sin cerrojo que apenas si tapaban al ocupante. Los hombres entraban y salían del lugar: visitantes civiles, pero también policías de uniforme. Me metí en uno de los cubículos y cerré la puerta, sujetándola con la mano por el borde inferior de la hoja. A mi izquierda había un muro, pero a mi derecha había otro retrete; por debajo del sucio panel separador, que no llegaba al suelo, yo podía ver el agujero de la letrina y los pies y los pantalones bajados del usuario. Estuve un rato en el cuartito, atufado por la peste reinante y viendo pasar alpargatas y zapatos agrietados, hasta que al fin entraron un par de botas de reglamento. Era un policía, de eso no cabía la menor duda: al momento vi caer el pantalón del uniforme. Todas las letrinas tenían, al fondo del cubículo, medio bidón roñoso para los papeles sucios; yo había pensado colocar mi bomba ahí detrás, de manera que pasara inadvertida. Así es que aguanté la respiración, intenté no temblar y encendí la mecha con el chisquero, mientras el vecino gruñía y refunfuñaba dedicado a lo suyo. Y la mecha prendió y se puso a arder silenciosa y constante, como las mechas de las bombas de los chistes, o mejor aún, como las de las bombas de verdad. Alargué la mano con mucho cuidado y coloqué el explosivo detrás del bidón, en el rincón más cercano a la pared, a dos palmos del culo del sujeto. No le había visto ni siquiera la cara, pero yo era tan bestia por entonces que me regocijaba la idea de reventarle.

Pero todo salió mal, peor que mal. Todo se estropeó en medio segundo. Yo me había apresurado a dejar mi letrina en cuanto que coloqué el regalo en su lugar: me movía con ligereza pero sin correr, para no quedar grabado en la memoria de ningún testigo. Pero apenas si estaba enfilando hacia el pasillo cuando escuché unos ruidos a mi espalda: me volví y vi salir del excusado a mi policía, todavía subiéndose los pantalones el muy guarro. Pero lo peor es que inmediatamente entró otro hombre en su lugar: un tipo con aspecto campesino, de camisa barata, un ojo bizco y las mejillas picadas de viruela. No me paré a pensarlo, fue un gesto automático: corrí de nuevo hacia mi letrina, que aún estaba vacía; cerré la puerta de una patada tras de mí, me arrojé de rodillas sobre el pringoso suelo y estiré la mano intentando recuperar la bomba y apagar la mecha.

Lo demás, en fin, podéis imaginarlo. El artefacto estalló y me destrozó la mano: desde entonces tengo este muñón tal y como lo veis. La mampara intermedia me protegió, pese a su endeblez, del resto del impacto. A decir verdad, no sentí nada. Sólo un ruido seco, un golpe en la espalda. De primeras pensé que simplemente me había caído, que había resbalado. Me recuerdo sentado sobre el agujero de la letrina, con los hombros apoyados en el muro. Me miraba la mano mutilada y no me dolía. Al lado, el bizco clavaba sus fijos ojos en mí mientras permanecía tumbado sobre un montón de astillas ensangrentadas. Había voces, gritos, revuelo de personas a mi alrededor. Me tomaron en brazos y corrimos por habitaciones y pasillos. Quizá me desmayé: sólo recuerdo con claridad el hospital, y eso fue después.

Tuve mucha suerte. Aquel pobre hombre al que mató mi bomba guardaba un machete dentro del pantalón, cosa que, por otra parte, solían llevar muchos campesinos. Pero la presencia del arma hizo creer a los policías que era él quien había traído la bomba; que se había metido en las letrinas para cebarla, y que le había estallado encima por simple falta de pericia. Detuvieron entonces a los dos indios que venían con él, un cuñado y un hermano joven; y les torturaron hasta que el muchacho confesó que sí, que el bizco había estado construyendo la bomba por las noches en la cocina del cuchitril en que vivían. En cuanto a mí, pensaron que yo, el verdadero asesino, era su víctima; y me llevaron al hospital y me cuidaron bien, temiendo repercusiones diplomáticas. Un par de semanas después apareció mi hermano por el hospitaclass="underline" los compañeros le habían preparado una nueva documentación y se hacía pasar por recién llegado de Venezuela.

«¿Cómo se te pudo ocurrir esa estupidez?», me susurró, in-dignado. «Para ti se te ha acabado la aventura. Una prima de Jover, que trabaja en una frutería de Madrid, ha consentido en ha-cerse cargo de ti. En cuanto que te pongas bueno te vuelves para España.»

Me sentí humillado, pero no protesté. Estaba atormentado por la muerte del bizco: no dormía por las noches, y cuando lo hacía me despertaba chillando. Y no se trataba tan sólo de la zozobra por el asesinato, de la mirada fija de mi víctima y de su pobre vida desperdiciada, sino también del martirio de los otros dos, de su estancia en la cárcel y de la desesperanza de las esporas y de la viuda, de todas esas mujeres enlutadas y hambrientas que los pobres siempre dejan atrás. Me volvía loco mi responsabilidad en todo ese dolor, hasta el punto de que no quería pararme a pensar en ello. Por eso cuando mi hermano me dijo que regresaba a casa, la medida me pareció en el fondo un castigo justo y una toma de distancia favorable.

De manera que ahí me tenéis poco después, en el barco de vuelta, manco, con doce años recién cumplidos y teniendo ya una muerte en la conciencia. Abandonar México alivió mi angustia: fue como cumplir condena por el mal cometido. Me recuerdo acodado en la borda del transatlántico pensando animadamente en mi futuro. ¿No era yo Fortuna, el chico de la suerte? La suerte había hecho que el pobre tipo bizco volara en mi lugar; y la suerte me enviaba ahora de nuevo para España, en donde me quedaba por delante, eso pensaba yo, una vida enorme y llena de aventuras. Con ese egoísmo feroz de los adolescentes decidí olvidar lo sucedido en México. Pero no todo lo sucedido, por supuesto, sino sólo la parte dolorosa. Era tan ignorante por entonces que creí que podría dejar a mi muerto atrás pero mantener el orgullo por mi proeza. Porque me enorgullecía haber sido capaz de construir una bomba, y de meterla en la central de la policía, y de hacerla estallar. Y sobre todo me vanagloriaba de estar mutilado: mi mano reventada era una especie de condecoración de anarquista duro y veterano. Es curiosa la relación que los humanos tenemos con la pérdida: entonces, en la primerísima juventud, la pérdida de mis tres dedos fue vivida en realidad como una ganancia: porque adquiría una cicatriz, una herida gloriosa y, sobre todo, un pasado que atesorar y que contar.

Luego, con el tiempo, me sucedieron dos cosas inevitables. Una, que aquel muerto inocente no se resignó a ser olvidado y se fue convirtiendo más y más en mi propio muerto, hasta el punto de que su rostro picado de viruelas me persigue ahora, cuando cierro los ojos, con mayor claridad que en mis primeros años juveniles. Y dos, que fui aprendiendo de verdad lo que es la pérdida. Cómo no aprenderlo, si vivir es perder, precisamente. Desde entonces, desde mis doce años, lo he ido perdiendo todo. La vista, el oído, la agilidad, la memoria. También perdí la guerra; y a Margarita, mi querida compañera de la madurez. A Manitas de Plata, que fue mi ruina y mi locura; y a mi hermano. No quiero seguir hablando. Las pérdidas, después, llegan a ser imposibles de nombrar. Insoportables. De niño uno cree que la vida es una acumulación de cosas, que con los años vas conquistando y ganando y coleccionando y atesorando, cuando en realidad vivir es irte despojando inexorablemente. Y así, creí que mi mano manca no era sino el comienzo del acopio, cuando en realidad era el comienzo, sí, pero de la infinita decadencia. Era tan ignorante que pensé que, al volarme tres dedos, estaba haciendo una suma y no una resta.

A veces me pregunto si la Perra-Foca tendrá conciencia de su finitud. Si le dará miedo morirse, como a mí. Tiene doce años, que equivalen a ochenta y cuatro en un humano. De manera que viene a ser de una edad parecida a la de Félix Roble, aunque me parece que su estado general es bastante peor. Está gorda y torpe, y a veces le fallan las patas traseras; además, se ha quedado sorda como una piedra, y como no hay sonotones para perros hay que hablar con ella por medio de gestos. Vente para acá, siéntate, vete, mira en tu cacharro de comida: todo se lo tengo que decir con vaivenes de manos. Con vaivenes muy amplios, porque además padece cataratas. Yo no sé si en su obstinado cerebro de mosquito la Perra-Foca sabe que se está muriendo, o si esa percepción de la fatalidad nos pertenece sólo a los humanos, egocéntricos como somos, atosigados por el yo, empeñados en tener recuerdos y futuro.

Sí, ya sé que los animales no poseen, o eso se supone, la prerrogativa y el tormento de la autoconciencia. Pero a veces miro a la Perra-Foca y se me ocurre que sí, que ella conoce que el fin está cercano, que la negrura acecha. En el mundo salvaje, los animales viejos saben bien de su indefensión; saben que serán desbancados por el próximo competidor, o devorados por el próximo tigre. La Perra-Foca carece de tigres enemigos, pero no carece de miedo. De hecho, no hay criatura viviente que no tenga miedo: se diría que la sustancia misma de la vida es el temor.

Y así, la Perra-Foca teme evidentemente su propio desamparo. Teme no escuchar a quien llega y no oler a quien ama. Teme no enterarse y no controlar. Desde que está así, achacosa y atontada, se pega mucho más a mí, para no perderse; y se tumba en mitad de las puertas, para que quien entre tenga que chocar inevitablemente con su cuerpo; y suspira melancólica, porque el perro es el único animal, además del ser humano, capaz de suspirar; y pone la cabezota entre sus patas y me mira con cara de vieja y de tristeza. Claro que sí: ella también lo sabe. Ella también barrunta la pérdida, como Félix diría; y el desconsuelo.

Claro que, para pérdidas apoteósicas, las mías en aquellos días del secuestro. Porque no sólo había perdido a mi marido, sino que además había estropeado la oportunidad de pagar el rescate y de acabar con la pesadilla. A la mañana siguiente de la fallida operación en los grandes almacenes yo me encontraba histérica.

– ¿Y ahora qué va a pasar? ¿Le harán daño a Ramón? ¿Tú qué crees que deberíamos hacer? -le pregunté a Félix a la hora del desayuno.

– Pues ahora no tenemos más remedio que esperar -respondió él-. Se volverán a poner en contacto con nosotros, estoy seguro.

– Pero los secuestradores no deben de entender nada -sostuve, cada vez más agitada-. ¡Ellos no conocen al inspector! Y si le reconocieron, todavía peor: creerán que fuimos nosotros quienes avisamos a la policía.