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– No, mujer, tranquila -dijo Félix-. Estoy seguro de que no vieron a García, de otro modo no se hubieran atrevido a coger la maleta.

– ¡Pues entonces, peor! Porque pensarán que les hemos traicionado, que estamos locos. ¡Imagínate! -gemí-. Justo cuando el tipo agarra el dinero, ¡hala!, aparece Adrián como un poseso y se lo arranca de las manos.

– Yo no aparecí como un poseso -se picó Adrián-. Yo te oí decir que había que abortar la entrega y la aborté.

– Sí, sí, sí. Perdona, hombre -me disculpé-. No he querido criticarte. Es que estoy… ¡estoy angustiada! Pero sí, tienes razón, a lo mejor si no te llevas la maleta el inspector hubiera detenido al tipo aquel, y entonces sí que se nos hubiera caído el pelo.

– En efecto -intervino Félix-. Lo mejor es aceptar la vida como viene. Porque las cosas son como son, y siempre hubieran podido ser mucho peores. De hecho tuvimos la increíble suerte de que García no detuviera a Adrián. Eso es algo que todavía no acabo de entender…

– A lo mejor quiere atraparnos justo cuando le demos el dinero al secuestrador. Para pillarnos a todos, quiero decir ¾aventuré.

– Supongo que sí, debe de ser eso. Pero de todas formas tuvirnos mucha suerte. Quizá Adrián actuó un poco atolondradamente, pero su reacción…

– Puede que yo actuara atolondradamente, pero actué -le cortó Adrián-. Mientras que tú, tan listo como eres y tan veterano y tan acostumbrado a los atracos y todo eso, ahí estabas tirado en el suelo como una momia.

– Bueno, el caso es que estamos otra vez como al principio -intervine para abortar la naciente discusión-. O peor. Porque ahora sabemos que la policía nos vigila. ¿Tú crees que debo llamar al inspector García, Félix?

El vecino calló, muy digno, mientras se servía otra taza de café con la cafetera colocada a una altura innecesaria y excesiva. Me había dado cuenta de que a veces hacía cosas así; en ocasiones, cuando creía puesta en cuestión su capacidad física y mental, cuando se sentía tachado de viejo, Félix ejecutaba ciertos alardes juveniles, pequeñas pruebas de potencia y pericia. Por ejemplo, intentaba saltar de una sola zancada los tres escalones del portal; o se empeñaba en abrir inabribles tarros de mermelada. O, como ahora mismo, lanzaba el chorro de café desde la estratosfera, para demostrar que conservaba aún un pulso magnífico. Pero no lo conservaba. La mitad del líquido inundó el platillo y le salpicó generosamente la pechera.

– Pues sí, creo que deberíamos llamar al inspector -dijo, ignorando con elegancia el café vertido y utilizando su fastidiosa primera persona del plural-. Hazte la inocente. A ver qué nos dice. No sabemos nada de él desde ayer, y conviene tenerlo controlado. Además, tal vez hayan descubierto algo de utilidad. Aunque lo dudo.

– ¿A que no sabes cómo se hace el nudo de una horca? -me preguntó de repente Adrián lleno de animación.

– Ni lo sé ni me importa -contesté sin prestar mucha atención a su pregunta. Luego proseguí, dirigiéndome de nuevo a Félix-. Tienes razón. Ahora que lo pienso, es extraño que el inspector no haya llamado hoy.

Desde la desaparición de Ramón, García telefoneaba todas las mañanas.

– Pues sí. Y es doblemente raro si pensamos que el inspector sospechaba algo sobre la entrega. Quiero decir que, si yo estuviera en el lugar de García, y me hubiera enterado de lo del pago del rescate, bien porque nos haya intervenido el teléfono, o por medio de un chivatazo, o como haya sido, pues hubiera llamado inmediatamente para intentar sonsacarte alguna información -reflexionó Félix.

Mientras tanto, Adrián se había quitado una de sus zapatillas deportivas, la había puesto el muy cerdo sobre la mesa del desayuno y estaba muy entretenido sacando afanosamente el cordón de sus ojales. Una súbita sospecha iluminó mi mente con claridad diáfana:

– Adrián – dije con severidad-. No estarás quitando ese cordón para hacer el nudo corredizo de una horca, ¿verdad? Adrián detuvo sus manejos.

– Ah. ¿No quieres verlo?

– ¡Claro que no! Es el colmo. Es… morboso. Es idiota.

– Bueno, vale.

Arrugó el ceño, algo abochornado, y volvió a meter el cordón en su sitio.

– El ombligo -dijo Félix con delectación.

– ¿Cómo?

– La adivinanza del otro día. Esa que dices que soñaste. La solución es el ombligo. El hombre y la mujer encerrados en el bloque de hielo no tienen ombligo, y por eso se conoce que son Adán y Eva.

– Ya lo sabía -gruñó Adrián, desdeñoso-. ¡A buenas horas vienes con la solución! Resolví el enigma enseguida, el primer día. Era una estupidez de adivinanza.

– Sería estúpida, pero fuiste tú quien la planteaste.

– Hay algo peor que ser viejo, y es ser un viejo gruñón e impertinente -masculló Adrián medio para sí.

– ¿Cómo dices? -se irritó el vecino, abarquillando la mano sobre su oreja: le indignaba no poder escuchar lo que le decían-. ¡A ver si hablas más claro, que no se te entiende una palabra!

Así estábamos, en mitad de la bronca, cuando sonó el timbre de la puerta. En casa de un secuestrado todos los timbres son un sobresalto; de modo que nos pusimos los tres de pie y fuimos hacia la puerta amedrentados. Atisbé por la mirilla y vi un casco brillante de pelo blanco-rubio. Un color y un corte inconfundibles. Abrí. Era mi madre.

– ¡Pero mamá! ¿Qué haces aquí? -exclamé consternada. Me había ofrecido venirse a Madrid al principio del secuestro, y yo había conseguido quitarle la idea de la cabeza con relativa facilidad. Pero se ve que no había logrado convencerla del todo.

– ¿Pues qué voy a hacer, hija mía? Cuidarte, ayudarte y apoyarte.

– Por Dios, mamá: me cuidabas, me apoyabas y me ayudabas muy bien desde Mallorca.

– ¿Pero qué dices? ¡Si todos los días me colgabas el teléfono enseguida! Y no contestabas a ninguna de mis preguntas. Eres igual de seca y de desagradable que tu padre, hija.

Fue como un conjuro. No había hecho más que nombrar al Caníbal cuando, en una de esas coincidencias imposibles que a veces se dan en la vida real, el hombre apareció por la escalera como una alucinación, medio calvo, adiposo y resoplando. Los dos se miraron el uno al otro, sorprendidos, y tras un instante de silencio se saludaron con recelo:

– Hola, mamá.

– Hola, papá.

Resultaba chocante que siguieran tratándose de mamá y papá, teniendo en cuenta que llevaban lo menos diez años separados y bastantes sin verse.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó mamá, asumiendo el mando en plaza inmediatamente.

– Eso digo yo, ¿qué haces aquí? -me apresuré a intervenir.

– ¿Como que qué hago? Acabo de regresar de viaje. Y eres mi hija, He venido corriendo para ayudarte en lo que pueda -dijo el Padre-Caníbal con aire ofendido. No había que preocuparse: la dignidad herida era una de las emociones que mejor interpretaba en los escenarios.

Tuve que hacerles pasar, naturalmente, y preparar otra cafetera, y convencerles, desplegando mis mayores encantos, de la conveniencia de que se fueran.

– Os agradezco de corazón a los dos que hayáis venido, pero si os quedáis por aquí yo sé que estaré tensa y preocupada por vosotros, y eso es lo último que necesito ahora.

– No queremos que te preocupes por nosotros, lo que pretendemos es cuidarte.

Cuidarme. A estas alturas. Después de no haberme hecho el menor caso durante toda mi infancia. No sabes lo que es tener dos padres artistas. Aunque tal vez el problema no radicara en que fueran artistas, sino en que fueran ellos. Estaba convencida de que, si no habían venido antes, era porque uno y otro habían esperado a terminar sus planes de Navidad. Mi Padre-Caníbal, sus vacaciones en Roma. Mi madre, sus fiestas de Reyes con sus amigos. Por eso habían coincidido ahora los dos, ansiosos de cuidarme en su tiempo sobrante.

Al cabo, y con la elocuente ayuda de Félix y de Adrián, que juraron acompañarme todo el tiempo, conseguí convencerles para que se marcharan: mamá, al piso de una amiga y después a Mallorca; el Caníbal, a su casa de las afueras de Madrid.

– Pero nos llamarás inmediatamente si necesitas algo.

– Desde luego.

Quedé para cenar con ellos, un día con cada uno, por supuesto, porque, para mayor agobio, siempre me reclaman por separado: la gente no suele tener en cuenta que los hijos de padres divorciados tienen que duplicar sus desvelos filiales. Y al fin, al cabo de tres horas, les pude empujar con suavidad escaleras abajo. Se marcharon discutiendo y yo quedé agotada.

Hubiera querido meterme en la cama, taparme la cabeza con la almohada y fallecer en paz, o al menos dormir durante un buen rato, pero Félix y Adrián no me dejaron. Empecé a preguntarme cómo se las habrían arreglado para vivir antes de conocerme a mí, antes de verse inmersos en un secuestro. Ahora se habían puesto a preparar unos espaguetis para la comida. No sé cómo lo hacíamos, pero nos pasábamos la mitad de nuestro tiempo sentados alrededor de la mesa de la cocina.

íbamos a empezar el almuerzo cuando sonó de nuevo el timbre de la puerta. Otra visita insospechada: el inspector García.

– ¡Inspector! ¡Qué sorpresa! Precisamente le iba a haber llamado esta mañana. Pero luego vinieron mis padres y…

El hombre entró sin esperar a ser invitado y dejándome con la palabra en la boca. Cerré la hoja y le seguí. García echó un vistazo rápido a la sala y levantó un par de cojines del sofá, como si pudiéramos tener a Ramón escondido en los entresijos de la tapicería. ¿O tal vez andaba detrás del dinero? Recordé con alivio que los millones estaban de nuevo bien ocultos en el saco de pienso de la Perra-Foca. Comencé a impacientarme:

– ¿Busca algo?

El inspector me lanzó una sonrisa torcida desde el abismo de sus labios. ¿Estaría casado ese tipo horroroso? ¿Tendría alguna esposa amante o resignada que le esperara en casa, una esposa que algún día fue novia y que pudo desear, aunque la idea misma resultara intolerable, atravesar el hondo desfiladero que formaban la nariz y el mentón del policía, para llegar, con afán inconcebiblemente lujurioso, a estampar un beso en su boca remota?

– ¿Por qué? -contestó García.

– Hombre, porque parece que está usted husmeando por ahí entre los cojines…

– Digo que por qué quería llamarme esta mañana.

– ¡Ah! Pues para ver si había novedades, naturalmente. Llevábamos algún tiempo sin hablarnos.

Habíamos llegado, cómo no, a la cocina, y nos sentamos los cuatro en las cuatro sillas en torno a la mesa recién puesta.

– Iban ustedes a comer -comentó García inexpresivamente.

– Pues sí.

– Espaguetis. Me gustan los espaguetis -añadió con la misma atonía.

Hubo un instante de silencio. En general me resulta muy difícil ser grosera, pero no podía soportar la idea de comer con ese hurón delante. Así es que respondí, algo forzada y ronca: