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La pérdida, cualquier pérdida, es un aperitivo de la muerte. No nos cabe la pérdida en la cabeza, de la misma manera que no nos cabe la idea de nuestro fin. Uno nunca está preparado para perder.

– Yo no estaba preparada para esto -me dijo una mujer, hace algunos años, en la antesala del dentista.

Porque después del accidente, y una vez dada de alta en el hospital, tuve que ir durante muchos meses al dentista para intentar arreglar lo inarreglable: extraer las raíces partidas, recoser las encías, remendar la mandíbula. Y en una de mis múltiples visitas coincidí en la sala de espera con aquella mujer. Tenía unos treinta años y no era fea; pero estaba calva, calva por completo.

– Yo no estaba preparada para esto -me explicó con voz débil señalando su cráneo reluciente-. Nunca pensé, ni en mi niñez ni en mi adolescencia ni después, que me podría quedar sin un solo pelo en la cabeza. Pero me ha sucedido, y es una situación insoportable. Hay un antes y un después en mi memoria: antes era yo y después me convertí en una desconocida.

Me han mandado al dentista para ver si él puede encontrar alguna relación entre el estado de mi boca y el de mis cabellos. Pero yo sé que todo es inútil, sé que esta situación es irreversible. Más que perder el pelo es como si me hubiera perdido a mí misma. Me he perdido en mitad de mi vida, como otras personas se pierden en un bosque.

Eso dijo aquella mujer, y me sentí reflejada en sus palabras de tal modo que tuve una reacción inopinada y absurda: me saqué de la boca mis dientes de resina provisionales y los lancé al aire, hacia el techo del cuarto, como haciendo con ellos juegos malabares. Y durante un buen rato nos reímos las dos hasta llorar, la calva y la desdentada, reconciliadas con la precariedad por un momento.

Todo se pierde, antes o después, hasta llegar a la pérdida final. Incluso la Perra-Foca perdió vista y oído y ya no corre nada: ahora sólo caza gatos cuando está soñando. Ramón perdió su dedo. Y yo perdí a Ramón.

– Pero eso no es verdad. Vivir no es sólo perder. Vivir es viajar. Dejas unas cosas y encuentras otras. «La vida es maravillosa si no se le tiene miedo»; esta es una frase de Charles Chaplin -dijo Adrián.

Eso fue por la noche, pocas horas después de que hubiéramos recibido el dedo amputado de mi marido. Yo estaba metida en mi pijama chino y en la cama, me había tomado un válium, Félix se encontraba en la cocina preparándome una manzanilla, y Adrián, sentado en la butaquita junto a mí, había estado contándome tonterías para animarme. Eran los dos tan buenos conmigo…

– Eso lo dices porque tienes veintiún años -respondí-. Ya verás a mi edad.

– Tú no tienes edad. Pareces una niña ahí en la cama. Bueno, eres una niña.

Cogió mi mano entre las suyas y la palmeó un poco torpemente. Una sacudida eléctrica subió por mi brazo, como si hubiera metido los dedos en un enchufe. Tal vez él sintiera lo mismo, porque me soltó. Estaba muy guapo con su cara de gato y sus hoyuelos. Pero yo no era una niña.

– Adrián, ¿cómo se te ocurrió esta mañana eso de ponerte a hacer el nudo de una horca con tus cordones? -pregunté. Adrián enrojeció.

– Sí, fue una tontería. Una estupidez de crío. No sé, quería demostrarte que yo también sabía cosas curiosas. Quería llamarte la atención. Sólo le haces caso a Félix. En cuanto que abre la boca, te quedas pasmada. Todas esas cosas de su vida que cuenta. Son muy interesantes, sí, pero… A mí nunca me preguntas nada. Sólo le consultas a él.

Me lo quedé mirando. En realidad, tenía razón.

– Vale, bien, te pediré consejo más a menudo. Pero no te lo tomes tan a pecho. Es lógico que Félix tenga muchas más cosas que contar. Es una de las pocas ventajas que te aporta la vejez, precisamente. Félix está lleno de recuerdos y de palabras interesantes; y tú…

– ¿Y yo?

– Tú tienes la vida, Adrián, y eso me llena de irritación y de envidia. No te quejes tanto y aprovecha.

Creo que ya va siendo hora de que hable un poco de mí. Es decir, ya va siendo hora de que hable de Lucía Romero. Porque me resulta más cómodo referirme a ella: el uso de la tercera persona convierte el caos de los recuerdos en un simulacro narrativo y disfraza de orden la existencia. Como si estuviéramos aquí para algo, cuando de todos es sabido que este desvivirse que es la vida en realidad no conduce a nada.

En el comienzo de este libro, Lucía Romero estaba atravesando una época muy mala. De hecho, el secuestro de Ramón fue la guinda que colmó su congoja: porque por entonces se sentía perdida. La vida es como un viaje, y en mitad del trayecto, Lucía lo acababa de descubrir, comienza el desierto. ¿Adonde se había ido la belleza del mundo? ¿En qué momento había perdido su fe en la pasión y en el futuro? De repente, Lucía se encontraba mayor. No importaba que su apariencia física se mantuviera más o menos bien: esto no era más que el último bastión, la postrera línea de resistencia ante el derrumbe. Y además, ella conocía a la perfección, mejor que nadie, los fallos ocultos de la heroica defensa: las carnes fatigadas, las primeras arrugas. Y, sobre todo, los dientes de mentira. Cuando estampó sus verdaderos dientes en la carrocería de aquel camión, algo se le rompió por dentro. Algo se acabó para siempre jamás.

Pero la edad no se le manifestaba sólo en el cuerpo. El desierto peor era el mental. Ya no soñaba por las noches con ser otra persona que la que ya era. Y la que era le aburría bastante. Ya no pensaba en escribir mejor, en amar mejor, en conocer gente, en viajar por el mundo y tener aventuras. Su relación con Ramón era tediosa, sus amigos eran convencionales, su trabajo insulso y su gallinita Belinda una petarda insoportable. En cuanto a sus padres, estaban viejos, solos, en la cuesta de la decrepitud y la decadencia: dentro de poco tendría que empezar a hacerse cargo de ellos. El mundo entero le parecía un lugar inquietante, demasiado brutal, demasiado cínico y corrupto. Y además, tenía miedo. Cada vez más miedo. Un terror ontológico y elementaclass="underline" tenía miedo de envejecer y de morir. No era esto, en fin, lo que ella había esperado de la vida en su niñez, en su adolescencia, en su juventud. No es que ella hubiera tenido unas ideas muy claras, una percepción del porvenir precisa y diáfana, pero de cualquier manera, de eso estaba segura, no previo este mundo alicaído y miserable, este mundo de mala calidad que parecía haber encogido tanto súbitamente que las sisas le empezaban a apretar de un modo insoportable. «Tú lo que tienes es la crisis de los cuarenta», le decía Emilio, su editor. «A lo mejor te estás poniendo menopáusica», comentaba Ramón cuando tenía el detalle de advertir que le pasaba algo. ¡Menopáusica! Sólo faltaba eso. No, no era el cambio hormonaclass="underline" todavía era joven. Pero lo peor era pensar que se dirigía hacia allí de modo inexorable; y, si ahora ya se sentía tan mal, ¿cómo iba a estar después, en la árida meseta menopáusica, cuando tuviera que sumar a la depresión el consabido azote de las sofoquinas?

La crisis de los cuarenta, desde luego. El otro día Lucía estaba tomándose un café en un bar próximo a su casa y en un momento determinado bajó al baño. Y digo bajó porque los servicios se encontraban en la planta inferior, al otro extremo de una escalera pina y estrecha. Cuando salió de los lavabos, Lucía se dio de bruces con un hombre como de cincuenta y pico años que esperaba su turno para el teléfono. El bar en cuestión es un local de barrio barato y popular, frecuentado por obreros y castizos; y el hombre era un prototipo celtibérico de la subespecie Agreste Camionero, uno de esos individuos que llevan la testosterona en la solapa y que devoran indefectiblemente con la mirada a cualquier mujer que se les ponga al lado, así sea la más horrorosa del planeta mundo. Y hete aquí que ese día Lucía llevaba un jersecito elástico muy prieto por encima de su pecho sin sujetador; y una faldita negra más bien corta y estrecha. Pasó Lucía por delante del tipo sin prestarle atención y comenzó a subir el tramo de escalera; y cuando ya iba a coronar el descansillo se le atravesó una inquietante idea en la cabeza: «Voy a verificar que el Agreste Camionero me está mirando», se dijo, segura de atrapar, como quien apresa un pescado en una red, la mirada lujuriosa y bovina del individuo. De modo que en cuanto que acabó la ascensión giró con disimulo la cabeza. Y sí, en efecto, el hombre se encontraba todavía ahí abajo: pero con la vista vuelta hacia otra parte y completamente ajeno a Lucía, a las piernas de Lucía y a sus pechos sin sujetador resaltados por el tricot elástico. «Se acabó, te volviste invisible», se dijo ella. «Ahora sí que la has jodido para siempre.»

Ya lo dicen las encuestas: a partir de determinada edad desapareces. Todos los sondeos y estudios estadísticos que en el mundo son vienen ordenados por la cronología de los sujetos entrevistados: de los 18 a los 25 años, de los 26 a los 35, de los 36 a los 44… Y en todos se llega a una frontera en donde da comienzo la oscuridad: «De los 45 en adelante», dicen las groseras tablas estadísticas, como si a partir de ese mojón se extendiera el espacio exterior, la Tierra del Nunca Jamás, el despreciable universo de los Invisibles. Pues bien, justamente ahí se encontraba Lucía: pisando el confín del acabóse.

Tal vez convenga hablar un poco del pasado de Lucía Romero. Lucía es hija única y siempre se creyó poco querida. El Padre-Caníbal era un seductor y un egoísta, un buen actor de repertorio que aspiró a ser estrella sin conseguirlo y que ahora vivía con discreción de unas pocas colaboraciones televisivas. Sonreía maravillosamente y derrochaba encanto. Era su único derroche, porque por lo demás resultaba imposible obtener nada de éclass="underline" ni dinero, ni tiempo, ni auténtica atención. Nunca discutía, nunca daba un grito: carecía de pasiones y tal vez de ideas, y por otra parte estaba convencido de que el malhumor le envejecía y le afeaba, y él se cuidaba mucho. Era inconsistente, superficial, ausente; a no ser que hablara de sí mismo, ningún tema podía absorber su atención durante mucho tiempo.

Toda esta graciosa vaguedad se convertía en peligroso hierro, sin embargo, a la hora de defender sus intereses. Él siempre contaba que, siendo aún un muchachito cuando empezó la guerra, intentó pasarse al bando nacional desde Madrid: por entonces era un chico de derechas y con veleidades falangistas, aunque con el tiempo se fue haciendo antifranquista, al menos de apariencia. El caso es que escapó en pleno invierno con dos amigos suyos e intentaron cruzar a campo traviesa los picachos nevados de Navacerrada. Era de noche, nevaba, estaban agotados y la ventisca les cegaba; el hielo cedió bajo sus pies y cayeron los tres en una grieta. Uno murió inmediatamente; el otro y el Caníbal quedaron heridos y atrapados. En las siguientes horas enronquecieron de pedir auxilio; pero estaban perdidos en el monte, en la zona más inaccesible y más desierta, en mitad de una guerra; además, el frío extremo, que por una parte impidió que se desangraran a causa de sus heridas, por otra amenazaba con acabar con ellos. Todas estas consideraciones hicieron que el padre de Lucía sacara la navaja cabritera al caer la tarde del primer día y que le rebanara un filete de brazo al amigo muerto. Se alimentaron del cadáver y bebieron nieve durante cuatro jornadas, hasta que les encontró, medio congelados, una patrulla republicana. El sargento que comandaba la patrulla se quedó admirado de su resistencia; les curaron y luego les metieron en la cárcel. Y el sargento les dijo que, después de todo, habían tenido suerte; que si les hubieran encontrado los nacionales, con todo ese cacao mental de la religión y el alma y lo demás que tenían los fascistas, les habrían fusilado allí mismo por antropófagos. Y cuando el padre de Lucía contaba esto siempre añadía: «Seguro que aquel sargento tenía razón. ¡Pues menudos eran los nacionales!» Porque para entonces los tiempos habían cambiado y el mundo del teatro era mayoritariamente antífranquista, y él compartía de modo habitual todas las opiniones mayoritarias.