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– Perdón -voceé, pidiendo excusas al mundo por mi atrevimiento-. ¿Ramón? ¡Ramón! ¿Dónde estás? ¡Vamos a perder el avión!

En el silencio sólo se escuchaba un tintineo de agua. Avancé hacia la pared de los lavabos, abriendo las puertas de los reservados y temiendo encontrarme a Ramón tumbado en el suelo de alguno de ellos: un infarto, una embolia, un desmayo. Pero no. No había nadie. ¿Cómo era posible? Estaba convencida de no haber dejado de vigilar la entrada de los servicios durante todo el tiempo. Bueno, estaba casi convencida: era evidente que Ramón había salido, así es que tenía que haberme distraído en algún momento; seguro que Ramón estaría ahora esperándome fuera, tal vez hasta se sentiría irritado por no encontrarme, a fin de cuentas era yo quien tenía los billetes. Salí corriendo de los urinarios y me dirigí a la puerta de embarque, frente a la que se apelotonaba aún un buen número de gente, y busqué a Ramón con la mirada entre la masa abigarrada de viajeros. Nada. Entonces le odié, cómo le odié, uno de esos odios de repetición, secos y fulminantes, que tanto abundan en el devenir de la conyugalidad.

– Pero qué cabrón, dónde demonios estará, seguro que se ha ido al free shop a comprar más tabaco, siempre me hace lo mismo, como si no supiera lo nerviosa que me pongo con los viajes -mascullé en tono casi audible.

Y me retiré a un lado de la cola, en un sitio bien visible, depositando las pesadas bolsas en el suelo y esperando desesperadamente su regreso.

Las horas siguientes fueron de las más amargas de mi vida. Primero el aluvión de pasajeros que se agolpaba ante la puerta fue disminuyendo y disminuyendo de la misma manera, fluida e implacable, con que un reloj de arena vacía su copa, y al rato ya no quedaba nadie frente al mostrador. La empleada de Iberia me dijo que pasara, yo le expliqué que estaba esperando a mi marido, ella me pidió que lo buscara porque el vuelo estaba ya muy retrasado.

– Sí, claro, buscarlo, pero ¿dónde?-gemí desconsolada.

Y sin embargo lo busqué, dejé las bolsas a la empleada y corrí alocadamente por el aeropuerto, me asomé al free shop, al bar, a las tiendas, al quiosco de prensa, mientras oía cómo empezaban a llamarle por los altavoces:

«Don Ramón Iruña Díaz, pasajero del vuelo de Iberia 349 con destino Viena, acuda urgentemente a la puerta de embarque B26.»

Regresé sin aliento y empapada de sudor dentro de mis ropas invernales, con la esperanza de encontrármelo, contrito y con alguna explicación plausible, junto a la puerta. Pero desde lejos pude ver que no estaba. Eso sí, había aumentado el número de empleados de la compañía. Ahora había dos hombres y dos mujeres uniformados.

– Señora, el vuelo tiene que salir, no podemos esperar más a su marido.

Siempre me ha deprimido que me llamen señora, pero en aquel momento deseé morirme.

– No se preocupe, pasa muchas veces. Luego resulta que aparecen bebidos, por ejemplo -decía una de las mujeres, supongo que con la pretensión de consolarme.

Y yo tenía que balbucir que Ramón era abstemio.

– O se han marchado porque sí, tan tranquilamente. ¿Te acuerdas de aquel tipo que se cogió otro vuelo para escaparse de fin de semana con su secretaria? -comentó con su compañero uno de los hombres.

Y yo intentaba reunir algún fragmento de dignidad para decir que no, que Ramón desde luego jamás haría eso.

Me pareció advertir, aun dentro de mi tribulación, que en los comentarios de los empleados de Iberia se agazapaba una irritación considerable, cosa en cierto modo natural si tenemos en cuenta que tuvieron que sacar nuestras maletas de la bodega del avión y que, entre unas cosas y otras, el vuelo salió con cerca de hora y media de retraso. Una supervisora de Iberia y un señor de civil que luego resultó ser policía se quedaron hablando conmigo durante unos minutos. Conté por enésima vez lo de los urinarios y el policía entró a inspeccionarlos.

– No parece haber nada raro. Mire, señora, yo que usted me marchaba a casa, seguro que luego acaba apareciendo, estas cosas ocurren en los matrimonios más a menudo de lo que usted piensa.

¿Pero qué cosas ocurrían en los matrimonios? La frase del policía sonaba críptica, ominosa. De repente me sentí como una adolescente ingenua y boba que ignora las más básicas realidades de la vida adulta: cómo, ¿pero no sabes que los maridos siempre muestran una curiosa tendencia a volatilizarse cuando entran en los retretes públicos? El rubor me subió a las mejillas y me sentí culpable, como si la responsabilidad de la desaparición de Ramón fuera de algún modo mía.

La supervisora me vio arder la cara y aprovechó mi turbación para quitarse el muerto de encima y despedirse. Otro tanto hizo el policía, y de pronto me encontré sola en medio de la sala de embarque vacía, sola con un carrito cargado de maletas que ya no iban a ninguna parte, sola en esa desolación de aeropuerto desierto, viajera estancada y sin destino, tan desorientada como quien se ha perdido dentro de un mal sueño.

En ese estupor pasé unas pocas horas, no sé cuántas, esperando el milagro del advenimiento de Ramón. Me recorrí varias veces el aeropuerto empujando el incómodo carrito y vi embarcar un número indeterminado de vuelos desde la fatídica puerta B26. Al fin la certidumbre de que no iba a volver se fue abriendo paso en mi cabeza. Tal vez me ha abandonado, me dije, tal y como sostenía el policía. Quizá se haya ido con su secretaria a las Bahamas (aunque Marina tenía sesenta años). O puede que, en efecto, esté borracho como una cuba, tendido y oculto en cualquier esquina. Pero ¿cómo habría podido hacer todo eso sin abandonar los urinarios? Yo le había visto entrar, pero no había salido.

De manera que cogí un taxi y me fui a casa, y cuando comprobé lo que ya sabía, esto es, que Ramón tampoco estaba allí, me acerqué a la comisaría a presentar denuncia. Me hicieron multitud de preguntas, todas desagradables: que cómo nos llevábamos él y yo, que si Ramón tenía amantes, que si tenía enemigos, que si habíamos discutido, que si estaba nervioso, que si tomaba drogas, que si había cambiado últimamente de manera de ser. Y, aunque fingí una seguridad ultrajada al contestarles, el cuestionario me hizo advertir lo poco que me fijaba en mi marido, lo mal que conocía las respuestas, la inmensa ignorancia con que la rutina cubre al otro.

Pero esa noche, en la cama, aturdida por lo incomprensible de las cosas, me sorprendió sentir un dolor que hacía tiempo que no experimentaba: el dolor de la ausencia de Ramón. A fin de cuentas llevábamos diez años viviendo juntos, durmiendo juntos, soportando nuestros ronquidos y nuestras toses, los calores de agosto, los pies tan congelados en invierno. No le amaba, incluso me irritaba, llevaba mucho tiempo planteándome la posibilidad de separarme, pero él era el único que me esperaba cuando yo volvía de viaje y yo era la única que sabía que él se frotaba minoxidil todas las mañanas en la calva. La cotidianeidad tiene estos lazos, el entrañamiento del aire que se respira a dos, del sudor que se mezcla, la ternura animal de lo irremediable. Así es que aquella noche, insomne y desasosegada en la cama vacía, comprendí que tenía que buscarlo y encontrarlo, que no podría descansar hasta saber qué le había ocurrido. Ramón era mi responsabilidad, no por ser mi hombre, sino mi costumbre.

Bien, no he hecho nada más que empezar y ya he mentido. El día que desapareció Ramón no fue el 28 de diciembre, sino el 30; pero me pareció que esta historia absurda quedaría más redonda si fechaba su comienzo en el Día de los Inocentes. El cambio se me ocurrió sobre la marcha, a modo de adorno estilístico; aunque supongo que en realidad eso es lo que hacemos todos, reordenar y reinventar constantemente nuestro pasado, la narración de nuestra biografía. Hay quien cree que la música es el arte más básico, y que desde el principio de los tiempos y la primera cueva que habitó el ser humano hubo una criatura que batió las palmas o golpeó dos piedras para crear ritmo. Pero yo estoy convencida de que el arte primordial es el narrativo, porque, para poder ser, los humanos nos tenemos previamente que contar. La identidad no es más que el relato que nos hacemos de nosotros mismos.

Yo siempre he disfrutado inventando. Es algo natural en mí, no puedo evitarlo; de repente se me dispara la cabeza, y todo lo que pienso me lo creo. Recuerdo que una vez, yo debía de tener unos nueve años, mi Padre-Caníbal me dejó esperando dentro del coche de la compañía en la que trabajaba como actor, mientras él recogía los bártulos en el local de ensayo antes de salir de gira por los pueblos. El coche era un Citroen Pato destartalado y negro; era junio, el sol se aplastaba sobre la chapa y yo me estaba muriendo de calor. No sé si fue cosa del agobio o del aburrimiento, pero el caso es que me puse de rodillas en el asiento, asomé medio cuerpo por la ventanilla abierta y empecé a pedir socorro.

– ¡Socorro! ¡Ayúdenme, por favor!

No había mucha gente por la calle, pero enseguida se pararon dos muchachos, y luego un matrimonio joven, y una señora gorda, y un anciano. Eran tiempos inocentes todavía.

– ¿Qué te pasa, bonita?

Compungidísima, fui respondiendo a sus preguntas y les conté mi vida: mis padres habían muerto atropellados por un tren, sí, los dos a la vez, una mala suerte, una cosa horrible: y ahí empezaron a saltárseme las lágrimas, aunque luché con bravura por contenerme. Yo vivía con mis tíos, que me trataban muy mal. Me pegaban y me mataban de hambre: ahora mismo llevaba sin comer desde el día anterior. Para que no les molestara, me encerraban durante horas en el coche; a veces, incluso me habían hecho pasar la noche ahí. Para entonces yo ya sollozaba amargamente y los transeúntes estaban por completo horrorizados; intentaron abrir la puerta del Citroen, pero mi Padre-Caníbal había echado la llave para evitar que yo anduviera zascandileando, de manera que el hombre que estaba allí con su mujer me agarró por los sobacos y me sacó a través de la ventanilla. Era un tipo joven, fuerte y guapo, y yo me abracé a su cuello dejándome mecer por su dulce consuelo, tan necesario para mí en aquel momento de orfandad triste y negra. Pero justo entonces llegaron mis progenitores, y antes de que las cosas pudieran aclararse el Caníbal ya había recibido un par de guantazos. Terminamos todos en comisaría. Creo que el Caníbal no me ha perdonado aquello todavía, aunque después se pasó muchos años repitiendo: «Esta chica ha salido como yo, va a ser actriz.» Pero también en eso se equivocó.