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El caso es que estábamos otra vez como al principio, digo, pendientes del timbre telefónico como enamorados en síndrome de espera, cuando por fin se produjo la llamada al atardecer del segundo día. Fui yo quien levantó el auricular:

– Lucía…

¡Era Ramón! Sentí el sobresalto en el estómago, como una punzada, como un golpe. Era ridículo, pero no había pensado que pudiera llamarme Ramón en persona. Supongo que lo imaginaba enfermo, postrado, gimiente, febril. Pero era él, no cabía duda. Era él aunque hablara con esa voz tan rara, con voz de enfermo, de postrado, de gimiente y de febril.

– ¡Oh, Ramón, cariño, qué te han hecho, cómo estás! -casi lloré.

– Mal, estoy mal… -balbució-. Escucha, Lucía, sólo me permiten hablar un minuto contigo, son feroces, son brutales, están dispuestos a todo, dales el dinero, por favor, haz lo que te dicen…

– ¡Lo hago, lo hago, lo del otro día no fue por mi culpa, llevamos el dinero y lo hicimos todo, pero cuando llegamos allí descubrimos que estaba la policía, yo no les dije nada, te lo juro, debieron de seguirnos por su cuenta! -farfullé muy deprisa, sin pararme a pensar si nos estarían escuchando.

– Haz lo que te dicen o me matarán -gimió Ramón.

– ¡Esta vez saldrá bien! -prometí.

Pero ya no me pudo oír: habían colgado.

Dos horas más tarde llegó a casa un chico de Interflora con un maravilloso ramo de tulipanes azules. Precisamente de tulipanes, que era mi flor preferida: resultaba irónico, siniestro. Abrí el sobre de la tarjeta con dedos temblorosos; el mensaje, escrito en letra minúscula con una impresora láser, decía así:

«La entrega se efectuará esta tarde, a las 19.46, en la estación de Atocha. En el vestíbulo de la primera planta, a la altura de las vías del AVE y del Talgo, hay un quiosco de golosinas, y junto al quiosco, un banco. Siéntese en el extremo derecho y deje la maleta en el suelo, a su lado, perpendicular al banco. Mire hacia delante, disimule y espere hasta que la entrega se produzca. Esta es su última oportunidad. Si falla otra vez no volverá a ver con vida a su marido. Orgullo Obrero.»

¡Si fallaba otra vez! Pero entonces, ¿era de verdad todo culpa mía, como siempre temí? ¿Era culpable de ser una mediocre, de haber defraudado las expectativas de mis padres, de no querer adecuadamente a los demás, de quedarme tan bajita como soy, de haber estampado los dientes en la carrocería de un camión, de mi infelicidad, de la infelicidad de los demás y del hambre del mundo? ¿Y ahora además también era culpable del secuestro de Ramón y del fracaso de la primera entrega y de la amputación del dedo meñique de mi marido? Me entró una tiritera de puro terror.

– ¡Tranquila! Todo va a salir bien esta vez -dijo Félix con voz serena.

Pero yo seguía temblando.

– Tranquila, bonita. Yo estoy aquí -dijo Adrián.

Y me abrazó por detrás, pegando su pecho a mi espalda (o más bien su estómago a mi espalda: soy tan diminuta) e inclinando su cabeza sobre mi hombro. Como un oso amoroso, como el rico abrigo de una capa en mitad del invierno, como un refugio protector, todo él tan fuerte y grande y cálido envolviéndome en sus brazos y en su aroma. Fíjate qué estupidez: se me acabó el temblor. En realidad, confiaba más bien poco en el muchacho, y no pensaba que su presencia pudiera proporcionarme una seguridad adicional ante los secuestradores ni tranquilizarme frente a mis propios miedos. Pero bastó la presión suave de sus brazos y su cara de gato tan hermosa y el calor de su cuerpo sobre mi espalda, e incluso bastó su inocente jactancia, ese «yo estoy aquí» que me hubiera parecido risible en otros labios, para que me derritiera por completo y se me aflojaran las piernas y dejara de temer y temblar, toda yo instantáneamente femenina, o más bien feminoide, lo cual es un estado regresivo, un retorno a las añejas esencias culturales, a la bicha de la mujer antigua, como si de repente apagaras la cabeza y fueras toda sustancia, toda viscera, algo semejante a una medusa marina, a un grumo de gelatina pulsátil, sal y agua, que flota ciegamente hacia donde las corrientes quieran llevarla.

De modo que me dejé mecer por los brazos de Adrián y gimoteé, ya algo más calmada:

– Volverá a salir mal. ¡Pero si ni siquiera entiendo bien las instrucciones!

Y era verdad: leí varias veces la tarjeta sin comprender palabra, como si estuviera repasando el enunciado de un problema de matemáticas en mitad de un examen.

– No te preocupes, es bastante sencillo -dijo Félix-. Sólo tenemos que preocuparnos de dos cosas: de llegar pronto, para evitar que el banco esté ocupado, y de que la policía no nos siga. Y de eso me encargo yo.

Eran las cuatro y media de la tarde y no disponíamos de mucho tiempo por delante. Volvimos a rebuscar en el saco de pienso, volvimos a llenar la maleta, volvimos a salir a la calle arrastrando el peso del maldito dinero. Félix tenía un plan, efectivamente, para evitar que fuéramos seguidos.

– En primer lugar, no vamos a llevar mi coche. Es demasiado identificable y fácil de seguir. Será mejor que cojamos un taxi.

– Está bien. Llamaré por teléfono para que venga uno -dije.

– No, no. Lo más probable es que tengamos el teléfono intervenido, y son capaces hasta de mandarnos un coche conducido por un policía camuflado. No, cogeremos el taxi en la calle, es más seguro.

Era más seguro, sí, pero también más lento y más incómodo, sobre todo teniendo en cuenta que llevábamos con nosotros doscientos millones de pesetas. Estuvimos casi diez minutos en el portal a la espera de que Adrián atrapara algún vehículo, y todo el tiempo me atormentó el recuerdo del intento de atraco que habíamos sufrido unos días atrás.

– Acabarán robándonos el dinero -gemí al fin, incapaz de aguantar la tensión en un digno silencio de heroína.

Félix sonrió y se abrió un poco la chaqueta de tweed. Horror, llevaba consigo el pistolón, negro como un mal pensamiento y recio como un cañón napoleónico. Al contrario que el abrazo de Adrián, que por lo menos despertó en mí ancestrales espejismos de cobijo, el arma de Félix no aumentó mi seguridad, sino mi desconsuelo. ¿Adonde iba yo con un octogenario majareta que llevaba un mortero de museo en el sobaco?

– Nos robarán el dinero y la pistola -aventuré lúgubremente.

Pero en ese momento llegaba Adrián subido al taxi.

– Vamos a la plaza de Callao -le dijo Félix al conductor.

El desvío formaba parte del plan de mi vecino para despistar a los posibles perseguidores. Cuando alcanzamos nuestro destino, Félix pagó al taxista y añadió una propina majestuosa.

– Mire usted, tenemos que recoger a mi esposa, que está muy enferma y tiene graves dificultades para moverse -explicó Félix al taxista poniendo un gesto compungido de anciano indefenso-. Nos haría usted un favor enorme si ahora se dirigiera al paso subterráneo de la plaza de Jacinto Benavente y nos recogiera allí abajo, junto a la entrada del parking. Estaremos allí en cinco minutos. Le quedaría muy agradecido y además le daría mil pesetas más sobre el precio de la carrera.

– Eso está hecho -dijo el taxista.

– Estupendo. Ya sabe, en el túnel. Debajo del túnel. Junto al parking. En cinco minutos.

– Voy para allá.

El plan era bueno, desde luego. La cosa consistía en bajarnos en Callao frente a la zona peatonal y recorrer andando la calle de Preciados: los músculos jóvenes de Adrián podían hacerse cargo de la engorrosa y pesada maleta. Nuestros supuestos perseguidores no tendrían más remedio que seguirnos a pie, y para cuando llegáramos al otro lado de la zona peatonal, el coche de la policía estaría lejos y tardaría en llegar hasta nosotros. Entonces nos meteríamos en el paso subterráneo, y allí abajo nos estaría esperando un taxi. Abandonado en mitad del túnel, con su propio coche de policía aún lejos y sin posibilidad alguna de coger inmediatamente otro taxi para perseguirnos, el policía que hubiera venido a pie detrás de nosotros no tendría más remedio que perder unos segundos preciosos hasta salir del paso subterráneo, y para entonces nosotros ya habríamos desaparecido en el espeso tráfico. Por último, unas cuantas calles más allá abandonaríamos ese vehículo de alquiler y nos subiríamos a otro, por si el perseguidor hubiera tomado la matrícula.

– Cumpliendo esa precaución última y elemental, es imposible que nos puedan seguir la pista -dijo Félix con tono satisfecho cuando nos explicó el programa de escape y disimulo.

Y sí, en efecto, parecía un buen plan, sensato y no demasiado complicado. Lástima que cuando llegamos a lo más hondo del paso subterráneo no apareciera el taxi por ningún lado. Nos pusimos a esperar.

– Qué raro -exclamó Félix con absoluto desconcierto.

– Pues vaya una idea tan estupenda. Ya me parecía a mí. Menudo profesional que estás hecho -gruñó Adrián, aún sudoroso y jadeante tras atravesarse medio Madrid a la carrera arrastrando veinte kilos de maleta.

Esperamos más. Los coches pasaban a nuestro lado haciendo vibrar el aire y atufándonos de anhídrido carbónico. Ni rastro del canalla del taxista. Me indigné con el tipo: la pobre mujer de Félix, muy grave e impedida, podía estar ahora mismo muriéndose de asco en el túnel infecto. Y luego pensé: en cualquier momento va a parar un coche a recogernos y serán los de la policía, que ya han llegado.

– No lo entiendo… -balbució Félix. Se le veía derrotado, confuso, de nuevo súbitamente envejecido.

– Pues no hay mucho que entender: que el tipo ese no viene -se impacientó Adrián.

Así es que tuvimos que volver a salir a la superficie, compuestos y sin taxi y tironeando de la Samsonite. Fuera, en la plaza, tardamos por lo menos otros cinco minutos en encontrar un vehículo libre. Me desojé mirando a todas partes y no pude descubrir ningún coche de aspecto o comportamiento sospechoso, de la misma manera que antes tampoco había identificado a ningún perseguidor entre los peatones. Pero, claro, la esencia del buen perseguidor estriba precisamente en la invisibilidad, de manera que no cabía seguridad alguna. Estábamos tan desfondados y tan deprimidos que nos dejamos de pamemas disuasorias y ni tan siquiera volvimos a cambiar de taxi. Nos dirigimos directamente a la estación de Atocha. Eran las seis y veinte cuando llegamos.