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Era una buena idea, desde luego. Lástima que resultara imposible localizar la dichosa cuenta. Miramos en la mesa de trabajo de mi marido, en el cajón de la cocina en donde guardo los papeles de la casa, encima de las estanterías, junto al cuaderno del teléfono, entre los libros, entre las cartas del recibidor, incluso escudriñamos debajo del armario, por si se había caído. Nada. Nos pasamos una hora buscando ese papel, que yo creía haber dejado encima del escritorio de Ramón; y a medida que la batida se iba revelando infructuosa empecé a abrigar locas sospechas que guardé para mí: porque sólo podía haber sido Adrián quien se lo hubiera llevado. Él estaba en mi casa todo el tiempo, él entraba y salía con libertad, le hubiera sido muy fácil deshacerse del recibo del teléfono. A fin de cuentas, no conocía a ese muchacho en absoluto, me dije de nuevo. A fin de cuentas, había aparecido catapultado en mitad de mi vida como un alienígena llegado en una nave. No tenía amigos, no había referencias, nadie daba fe de su identidad y de su pasado. Y esa forma suya de ser tan contradictoria, en ocasiones aniñado y en ocasiones lúcido y maduro, ¿no sería en realidad una impostura? Como el hecho mismo de su coquetería. Porque a esas alturas ya estaba casi segura de que coqueteaba conmigo. ¿Era normal que un chico de veintiuno años encontrara atractiva a una mujer de cuarenta y uno? ¿O tal vez eso también formaba parte de su papel de emboscado, de su disfraz?

– Está bien -dijo Félix-. Olvidémonos de la dichosa cuenta. Vamos a ver si encontramos alguna otra cosa de interés.

Entonces iniciamos un registro sistemático de la casa y en especial de las zonas de influencia de mi marido, como sus armarios, sus estanterías y sus maletas. Resultó ser un trabajo extenuante, inútil y molesto. Al caer la tarde no habíamos hallado nada de interés y habíamos tragado más polvo que si hubiéramos atravesado una tormenta de arena en mitad del desierto. Iba a rendirme ya cuando Félix cantó victoria:

– ¡Mirad lo que hay aquí!

Era un teléfono móvil. Es decir, debía de ser el móvil de Ramón, ese aparato que yo nunca le había visto usar y con el que llamaba a los números eróticos. Estaba metido dentro de un calcetín y escondido en la puntera de una bota de mi marido. Un sitio un tanto extravagante, desde luego, para guardar un teléfono. En la otra bota, y arropado por otro calcetín, encontramos el cargador de la batería.

– ¡Qué raro que lo tuviera tan oculto! ¿No? -exclamó Adrián.

Félix no dijo nada: sólo gruñó de modo lastimero. Llevaba un buen rato a cuatro patas rebuscando entre los zapatos del armario y ahora estaba intentando ponerse de pie sin conseguirlo.

– Echadme una mano, por favor -tuvo que pedir al fin, mortificado.

– Perdona, sí, perdona -me apresuré a decir.

– Es cosa de la rodilla. Tuve un choque con una furgoneta y la articulación se me quedó algo dura -exclamó Félix, muy digno, cuando le levantamos: prefería creerse y hacernos creer que su decadencia tenía una causa externa y accidental, que no era producto de esa ignominia personal que es la vejez que nos crece dentro.

– Todavía le dura la batería. Está bajo, pero no se ha descargado del todo -dijo Adrián tras encender el móvil.

Y entonces Adrián hizo algo evidente, algo que se me acababa de ocurrir también a mí, algo en lo que hubiera pensado Félix al instante si no fuera porque Félix pertenece a otro mundo, a otra época, a una realidad sin teléfonos móviles ni memorias electrónicas: pulsó la tecla de llamada y la pantalla mostró automáticamente el último número que había sido marcado en ese aparato. Era el 91-3378146. No era una línea erótica, sino un abonado de Madrid.

– ¿Te suena ese teléfono? -dijo Félix.

– No. En absoluto.

– Entonces podríamos probar, a ver si hay suerte.

– ¿Probar a qué? -pregunté, temiéndome la respuesta.

– Podríamos llamar. A ver qué pasa. Llama tú. Y si contestan, di que es de parte de Ramón. Di que eres su mujer. Es la verdad.

Nunca me ha gustado hablar por teléfono, y resulta comprensible que aún me hiciera menos gracia hablar por el móvil que mi marido secuestrado tenía escondido en la puntera de una bota. Pero también a mí me intrigaba ese número. Tomé aire, apreté la tecla con mano temblorosa y me arrimé el aparato al oído. Un timbrazo, dos, tres. Empezaba a relajarme pensando que no contestaría nadie cuando descolgaron al otro lado:

– Qué hay.

Era una voz de hombre joven y desabrida.

– Ho… hola, soy… Llamo de parte de Ramón. Hubo un brevísimo silencio.

– Se ha equivocado.

– De Ramón Iruña. Ya sabe… Iruña.

El silencio fue mayor en esta ocasión. Cuando volvió a hablar, la voz del hombre se había tensado. Ahora era cortante, más chillona.

– No conozco a ningún Ramón.

– Creo que sí que lo conoce. Ramón me dijo que le llamara. Soy Lucía. La mujer de Ramón.

– Le he dicho que se ha equivocado. No moleste más -barbotó el tipo. Y colgó abruptamente.

Bien, la conversación no había servido de mucho. Pero yo estaba convencida de que aquel tipo mentía. Que ocultaba algo. Que por supuesto que conocía a mi marido. Estaba explicándoles esta sensación a mis amigos, y describiendo el tono de mi interlocutor y sus silencios, cuando de repente sonó el timbre del móvil. Dimos un respingo los tres y nos miramos los unos a los otros, sobrecogidos. Era como recibir una llamada telefónica del Más Allá.

– ¡Cógelo! ¡Cógelo! Terminará colgando -me instaron al fin Félix y Adrián.

Agarré el aparato con extremo cuidado, como si se tratara de un alacrán, y me lo acerqué al oído, temerosa:

– ¿Sí?

– ¿Ramón Iruña?

Era la voz. Era el mismo tipo con el que antes había hablado.

– No… No está. Soy Lucía, su mujer. Ya… ya le he dicho que le llamaba de parte de él. De nuevo una breve pausa.

– Aja. Comprenderá que tenía que comprobar la llamada -dijo al fin.

– Sí, sí, claro.

– Además, él me dijo que usted no sabía nada.

– Sí, sí, claro. O sea, no sabía. No, no, no sabía.

– ¿Estamos hablando de lo mismo?

– Sí, sí, claro -dije, más perdida que Robinsón Crusoe.

– Aja. Pues siento el susto, pero comprenderá que no era nada personal.

– Nada. Nada personal.

– Yo soy un profesional, que quede claro.

– Por supuesto.

– Aja. Bien, dígame.

– ¿Qué? -me espanté.

– ¿Qué quiere que haga?

– ¡Ah, eso! -me espanté más: se me había quedado la cabeza en blanco.

– Pero le aviso de que ahora mi precio ha subido al doble. Esta vez no quiero más sorpresas.

– Aja -asentí, mimética perdida por mi nerviosismo. Entonces se me ocurrió una idea salvadora-. Mire, no quiero hablar del tema por el móvil. Ya… ya sabe cómo son los móviles, lo que dices lo escucha todo el mundo. Mejor nos vemos.

– Bien. ¿En el sitio de siempre?

– Aja. ¡Digo no! En el sitio de siempre, no. Mejor en… En… Félix me pasó una notita garabateada a toda prisa.

– ¿En la barra del Paraíso? -aventuré-. Ya sabe, el café que está en…

– Aja. Lo conozco. Muy bien, mañana a la una de la tarde en el Paraíso. Y traiga dinero. Sin dinero no hay trato.

Corté la comunicación presa de una excitación increíble. Sudaba, me ardían las orejas, me temblaban las manos y el corazón me daba brincos en el pecho, y he de decir que todos estos síntomas resultaban enardecedores, estimulantes. Supongo que el placer ancestral del cazador es semejante a eso.

Sin embargo, a medida que se me fue pasando el vértigo del acecho y enfriando el nerviosismo hizo su aparición otra emoción que al cabo de pocos minutos ya se había adueñado por completo de mi cabeza: un ataque de terror puro, acompañado del arrepentimiento más completo por habérseme ocurrido telefonear a nadie.

– ¡Dios mío! ¿Pero cómo he podido ser tan irresponsable, cómo me habéis dejado hacer lo que he hecho? ¡Ahora he quedado con no sé quién, tal vez con un terrorista, o con un asesino, y ahora ese asesino me pide dinero por no sé qué, y sabe quién soy yo, y debe de saber también en dónde vivo, y si no aparezco mañana en el Paraíso me vendrá a buscar, y si aparezco seguro que todavía será mucho peor!

Tanto me angustié, y, a decir verdad, tenía tantas razonables razones para angustiarme, que acabamos decidiendo entre los tres que avisaríamos a la policía. De modo que llamé al inspector García, que en cuanto se enteró de lo que se trataba se vino para casa presuroso. A la media hora lo tenía sentado a la mesa de la cocina, con el móvil en la mano y su cara de hurón anoréxico algo más vivaz que de costumbre.

– Muy interesante. Importante pista. Bien hecho. La cita. La llamada. Mañana iremos todos -telegrafió en su habitual estilo.

– ¿Cómo? ¿Pretende usted que vaya al Paraíso?

– Claro. Estará protegida. No pasará nada. Muchos policías.

– ¡Eso es precisamente lo que más me asusta! Que esté todo lleno de policías. O sea, el tipo ese se dará cuenta de que le he traicionado y me rebanará el cuello.

– No, no. Le detendremos. Seguro.

– ¿Y no podrían poner a una mujer policía en mi lugar? -aventuré, recordando alguna película.

– No. Él la conoce a usted. Me parece. Tiene que ir.

En efecto, eso también lo sabía yo: tenía que ir. Era la única pista que podía llevarnos a Ramón, que seguía sin dar señales de vida. Ramón y su dedo amputado, pobrecito; Ramón desconocido, Ramón ignorado por mí, un Ramón un poco turbio e inquietante pero que seguía siendo mi marido y que tal vez se encontrara ahora mismo en una situación de extremo peligro. Se lo debía.

De manera que fui. En ayunas, porque vomité la tila que intenté beberme. El Paraíso es ese antiguo café de la Gran Vía al que suelen acudir habitualmente los artistas: pintores, escritores. Tiene una barra grande en forma de U y unos veladores de hierro oscuro y mármol que fueron tomados por una horda de policías camuflados. Fue un despliegue de seguridad digno, de una superproducción de Hollywood; pero, a diferencia de las películas, aquí los agentes del orden despedían tal peste a policías que resultaba imposible ignorar su presencia. Por muy de paisano que estuvieran, era evidente, al menos para mí, que aquellos tres sólidos y rústicos muchachos de la esquina, con un sonotone cada uno en la oreja, no eran parroquianos casuales, lo mismo que el hombre de bigote de la puerta que leía eternamente la misma página del periódico, por no hablar del inspector José García, que permanecía acodado en el viejo mostrador de bronce y madera con un aire tan desinteresado e inocente como el de un buitre junto a un moribundo. Para las doce y media, me dijeron, ya estaban todos los hombres en sus puestos; para la una menos diez llegué yo. Me instalé en un extremo de la barra, el más lejano de la entrada, y permanecí allí con la boca seca, basculando el peso de un pie a otro y dejando de respirar cada vez que alguien empujaba desde fuera la alta y estrecha puerta de cristales opacos. Transcurrió muchísimo tiempo; el café que me habían servido se enfrió sin que lo probara, y las mandíbulas me empezaron a doler de tanto apretar los dientes. A las dos y cuarto de la tarde hubo un sobresalto, un súbito revuelo, una carga policial en toda regla. Un muchacho que había intentado escapar fue zarandeado, espachurrado en cruz contra la pared, acoquinado y registrado. Le encontraron una china de hachís y un gramo de coca de calidad mediocre, pero evidentemente no era nuestro hombre. A las tres de la tarde, mientras los del sonotone pedían bocadillos de jamón de Jabugo al camarero, el inspector García decidió que debíamos dar por terminada la operación.