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– No te molestes -respondió Lucía con voz gélida-. Ya me las arreglo sola.

Estaba furiosa. Agarró la media esfera de cristal y tiró de ella hacia fuera, sacándola de las guías metálicas. Un inmenso error, porque el vidrio, descubrió de repente, pesaba muchísimo, mucho más de lo que ella podía soportar de puntillas en el quinto peldaño de una escalera sin desnivelarse.

– ¡Que te vas a caer! -repitió Félix.

Más que una advertencia fue un grito descriptivo, pues Lucía, en efecto, se estaba ya cayendo abrazada a la lámpara.

Pero no, no llegó a golpearse. Porque Adrián, con una agilidad sólo comparable a su fuerza (y ambas parangonables a las de los héroes de las novelas románticas), se subió de un brinco a la escalera y sujetó a Lucía y su lámpara mientras se desplomaban. Acogida en el nido de sus brazos, con el pecho del muchacho de respaldo y su aliento cosquilleándole la oreja, Lucía sintió la deliciosa tentación del desfallecimiento. Puedo desmayarme, se dijo en un instante alucinado, casi sin pensarlo, no más que sintiendo las palabras. Puedo desmayarme en su regazo, y dejarle que me coja, y convertirme en una segunda piel, toda pegada a él. Como adivinando su pensamiento, Adrián la levantó en vilo y la bajó hasta el suelo. Luego, tras quitarle el cristal y depositarlo en el sofá, se la quedó mirando.

– Por qué poco… Pero mira que eres cabezota, Lucía -dijo Adrián.

Y sonrió encantador, tal vez incluso tierno.

El amor es un invento occidental, un invento reciente, quizá no más antiguo que el Romanticismo, se dijo Lucía. En la India, en China, en Etiopía, hombres y mujeres habían vivido sin amor durante cientos de años, y se casaban por medio de matrimonios de conveniencia que probablemente resultaban más felices y estables que los matrimonios apasionados. En sociedades así, los vaivenes del corazón no ocuparían ningún espacio de importancia en la vida.

– Déjame en paz -gruñó Lucía, venenosa de ira. Adrián arrugó la frente con gesto herido:

– Descuida, ya te dejo.

Tal vez fuera la ausencia de creencias, la carencia de marco, la falta de sentido a la que antes se refería Félix. En la sinsustancia de la vida moderna, en el caos de los días, el amor podía ser una luz deslumbrante, como el fanal del pescador al que acuden los peces sin saber que aquello que los embelesa va a matarlos. El amor como droga, compulsivo. El amor como abismo y como peligro. Ese amor espléndido por el que uno se pierde.

En lo que yo creía de verdad cuando regresé a España, a los doce años recién cumplidos, con unos cuantos huesos y pellejos y uñas menos, era en la absoluta, completa veracidad de mi sobrenombre -dijo Félix Roble un día, retomando el hilo de su relato-. Yo era Fortuna porque era auténticamente afortunado, y pensaba comerme el mundo ayudado por mi buena estrella. De aquella época recuerdo sobre todo eso, el hambre de vivir, la confianza. Y el tiempo, el tiempo tan lento, tan enorme, horas que parecían días y minutos que parecían horas. ¡Cuánto dura el tiempo en la niñez! Justo cuando no lo necesitas. Un desperdicio.

Llegué a Madrid en marzo de 1926 y me pareció una ciudad fría y gris, una ciudad del Norte, aunque estuviera más al sur que mi Barcelona natal. La dictadura de Primo de Rivera estaba en su apogeo y la situación de los compañeros era muy penosa. Las cárceles se encontraban atestadas de anarquistas, y hay que recordar cómo eran las cárceles de la época: sucias y ruinosas, infrahumanas. Allí dentro la gente se moría de frío y de hambre. Paquita, la prima de Jover que había ofrecido hacerse cargo de mí, era una mujer de edad indefinida, muy fea y muy robusta. Regentaba un diminuto puesto de frutas y verduras en el mercado de la plaza del Carmen, en el centro de Madrid, y se las apañaba para sacar ella sola adelante su negocio y para cuidar de sus cuatro hijos pequeños, el mayor apenas si tendría siete años, a los que dejaba todo el día encerrados bajo llave en la mísera casa en la que vivían, un único cuarto con estufa a modo de calefacción y de cocina. Del padre nunca supe: tal vez se hubiera muerto, tal vez se hubiera ido, quizá era un anarquista encarcelado o quizá incluso hubiera varios padres que se repartieran la responsabilidad de la prole. Porque los niños, pese a ser tan iguales de edad, eran físicamente muy distintos: uno moreno, otro pelirrojo, otro con la nariz demasiado larga. Nunca me atreví a preguntarle nada a Paquita: sobrecogía porque siempre estaba de muy mal humor, era áspera y cortante y más callada que una piedra. Trabajaba todo el día como una bestia y supongo que en su vida no había tenido muchas razones para sentirse alegre. Paquita poseía unas enormes manos de pelotari con las que era capaz de partir en dos una manzana, proeza que no he vuelto a ver en toda mi vida. Esto, partir manzanas en público, era su única debilidad, el único momento de placer que se permitía. De cuando en cuando venían a solicitarle una exhibición los chicos del barrio, o los clientes, o algún forastero que había escuchado hablar de la extraordinaria gesta. Ella siempre se hacía de rogar, sacudiendo con enfado la cabeza:

«¡Bobadas! ¡Bobadas! ¡Ahora no tengo tiempo! ¡Ahora no tengo tiempo!»

Pero al final cogía una manzana, le daba dos o tres vueltas entre sus gruesos dedos para encontrar el agarre adecuado y luego, zas, de una sola y en apariencia facilísima torsión la rompía limpiamente en dos mitades. Y entonces sonreía, un relámpago de sonrisa diminuta y desdentada en la comisura de sus labios. En el mercado la llamaban la Sansona. Era una buena mujer. Parte del dinero que ganaba con tan enconado esfuerzo se esfumaba en manos de los compañeros anarquistas.

«Los hombres, ja… Todos son iguales. O detrás de una mujer o detrás de una imaginación, pero nunca trabajan», refunfuñaba a veces.

O bien:

«Ya podían dejarse de tanta pamplina anarquista y tanta pamparrucha [por paparrucha] y arrimar el hombro como es debido.»

Pero a pesar de todas sus protestas, luego daba para la causa todo lo que podía: era tan generosa como sólo pueden serlo los pobres. Paquita pertenecía a esa clase de mujeres que se han ido haciendo cargo de la vida cotidiana a lo largo de la historia, mientras los hombres guerreaban y descubrían continentes e inventaban la pólvora y la trigonometría. Si no llega a ser por ellas, que se ocuparon de gestionar cosas tan vulgares y nimias como la alimentación y la procreación y la realidad, la Humanidad se habría acabado hace milenios.

Yo dormía en el puesto de verduras, cosa que tomé como un cumplido, porque demostraba que Paquita me consideraba un hombre, o al menos lo suficiente hombre como para que no durmiera con ella en el mismo cuarto. Por lo demás, me trataba igual que a sus hijos, con el mismo malhumor y torpísimo cariño, e incluso me pagaba un salario de aprendiz siempre que podía.

Sin embargo, después de tanto alardear y de haberme sentido en la gloria con Durruti, yo me adaptaba bastante mal a la vida menestral del mercado del Carmen. Me humillaba verme obligado a llevar el blusón de faena, y me desesperaba tener que callar, por prudencia clandestina, mi reciente y espléndido pasado. En el mercado del Carmen yo era un aprendiz más dentro de una legión de aprendices mugrientos y famélicos. ¡Si ellos supieran que he estado en América, que he puesto bombas, que he atracado bancos con Durruti! ¡Si ellos supieran que tengo un muerto mío!, me decía por las noches, lleno de frustración, mientras daba vueltas en el jergón de la parada. Y durante el día me dedicaba a zurrarme con los compañeros. Me llamaban el Manco, y yo no lo podía consentir. Me pegué con todos, me parece, aunque mi muñón estaba todavía rosa y tierno y apenas si podía utilizar la mano. Pero no debí de hacerlo del todo mal, porque al final conseguí imponer mi sobrenombre y ser de nuevo Fortuna para todos.

Intenté tomarme ese tiempo mediocre como un castigo por mi error, como pago por el dolor causado y por mi muerto, que no dejaba de atosigarme la conciencia. Pero aun así la frustración y el tedio resultaban excesivos. Víctor me había prohibido meterme en líos políticos sin estar él cerca para controlarme, y Durruti me había hecho prometer que estudiaría. Yo cumplía con los dos, pero me desesperaba. Necesitaba hazañas, aventuras y gloria.

Una mañana, era el mes de noviembre, noviembre de 1926, sucedió algo extraordinario. Yo estaba en el puesto y vi cómo una agitación inexplicable empezaba a extenderse entre los vendedores y los parroquianos. Era como el empuje de una ola, como la brisa que va tumbando la mies conforme avanza. Al fin, el rumor alcanzó mi puesto:

«¡Un toro! ¡Un toro!»

Era un toro que llevaban al matadero; se había desviado del pastoreo y había subido por la Gran Vía, perdido en mitad de la ciudad, furioso y asustado. Todo el mundo corría hacia algún lado, los más a encerrarse en sus casas y otros, como casi todos los chicos del mercado, en dirección contraria, hacia el espectáculo y el peligro. Un puñado de hombres se arremolinaban en la esquina de Fuencarral y se decían los unos a los otros con excitación:

«¡Es Fortuna! ¡Ese de ahí es Fortuna!»

Es tal el egocentrismo de la adolescencia que, de primeras y por unos instantes, llegué a pensar que se referían a mí. Pero no. Era otro. Había otro.

Fortuna era el apodo de un matador de unos treinta y cinco años, Diego Mazquiarán, que se había casado con una bella y vivía por ahí al lado, en la calle Valverde. Este Mazquiarán era un torero veterano; hacía mucho que su mejor momento había pasado y ahora estaba instalado en la decadencia, cada vez más bajo de cartel. Esa mañana, en fin, salía en dirección al parque del Retiro para darse una vuelta, cuando se encontró con el toro perdido. Se quitó la gabardina y le dio al animal dos o tres regates, para evitar que siguiera corriendo y sembrando el pánico por la avenida arriba; y en ese momento los taxistas, que eran prácticamente los únicos conductores de vehículos a motor que transitaban entonces por Madrid, tuvieron el improvisado y tácito ingenio de bloquear la calle con sus coches, formando así una especie de plaza en la Gran Vía, frente al antiguo café Pidoux, entre las calles de Fuencarral y Peligros. Tenías que haber visto la escena: aquel torazo oscuro bufando en medio de los elegantes edificios, los taxis relucientes, las bellas asomadas a las ventanas, los mirones abajo con la boca abierta. Era un mundo mucho más ingenuo, más inocente, y casi cualquier cosa nos dejaba pasmados. Un camarero del Pidoux fue a casa de Mazquiarán a buscar el estoque, y Fortuna, ayudado de su gabardina, mató al toro. El asunto se convirtió en un acontecimiento nacional; Fortuna recibió la cruz de Beneficencia, se volvió a poner de moda como matador y firmó contratos sustanciosos durante un par de temporadas, haciendo honor a su sobrenombre. Yo quedé deslumbrado: había descubierto una manera de vivir que era legal y que podía ser tan intensa como atracar bancos, con la ventaja de que la única vida humana que ponías en riesgo era la tuya propia, cosa que resultaba para mí fundamental, perseguido como estaba por la mirada vidriosa de mi muerto. Para colmo, el torero se llamaba como yo. Me pareció un buen augurio, una coincidencia favorable. ¡Sí, una coincidencia! También a mí me pueden impresionar las casualidades, pero no veo la necesidad de inventarse rocambolescas teorías al respecto. Además, apenas si tenía doce años. De algún modo sentí que todo aquello, la fuga del toro, el oportuno paseo de Mazquiarán, el cercado de taxis, el estoque certero, había existido sólo para mí. Que el acontecimiento se había celebrado en mi beneficio.