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En Barcelona no había tenido ningún contacto con el mundillo taurino, porque además allí era prácticamente inexistente. Pero en Madrid los toros ocupaban un lugar importante de la vida pública. Empecé a frecuentar los ambientes de aficionados; toreaba de salón con mi mandil, merodeaba por los alrededores de las plazas cuando había corrida y me hacía amigo de los maletillas. Transcurrieron así un par de años con lentitud horrible. Víctor regresó, aunque permaneció en la clandestinidad. Nos veíamos a escondidas, muy de cuando en cuando. Me contó que Ascaso y Durruti estaban en Francia: eran demasiado conocidos como para atreverse a volver. Ambos se habían echado dos novias francesas, mejor dicho, dos esposas, porque convivían con ellas en toda regla y con esa absoluta seriedad que los anarquistas ponían en lo privado. Mi hermano no entendía mi súbita pasión por lo taurino:

«Tú estás chalado, Félix, tú es que estás chalado», decía Víctor, que siempre se negó a llamarme Fortuna.

Le parecía que mi vocación torera era una frivolidad, una tontería. Que me alejaría de la actividad revolucionaria y del sindicato, que era para él lo fundamental. Víctor quería que yo siguiera sus pasos y los de nuestro padre. Con más control y más cabeza que la que había demostrado tener con la bomba de México, pero sin dejar de entregarme por completo a la causa. Durruti, enterado de mi vocación y del desagrado de mi hermano, mandó un mensaje desde Francia: le parecía bien siempre que estudiara. «Déjale en paz, todavía es muy niño», le dijo a mi hermano. «Que se forme en los textos anarquistas y que se distraiga con los toros durante algunos años.» De manera que Víctor me dejó. La palabra de Durruti seguía siendo ley entre nosotros.

Conseguidos todos los beneplácitos, a los quince me convertí yo mismo en maletilla y me dejé crecer la coleta en la nuca a la manera antigua, aunque ya se estaba empezando a generalizar el uso del postizo. Pero no para mí: yo me trenzaba mi auténtico pelo en el cogote y luego lo sujetaba en lo alto de la cabeza con una horquilla, llevándolo debajo de la gorra o del sombrero. Porque me compré un sombrero de fieltro: me parecía que un torero tenía que estar en torero a todas horas, uno era torero todo el día, desde por la mañana hasta la noche. También me compré los trastros de matar, la muleta, el capote; y un traje de tercera o cuarta mano, azul y plata, que me tuvo que arreglar Paquita (eso sí, refunfuñando horriblemente todo el tiempo) porque me estaba enorme. En cuanto que cumplí los dieciséis me fui a Barcelona para hablar con mi hermano y con Durruti, que acababa de regresar del exilio. «Quiero dedicarme en serio a torear», les dije, muy nervioso. «Tengo ya dos corridas apalabradas para dentro de un mes.» Recuerdo la escena con claridad; estábamos en una mesa del bar del Paralelo: Ascaso, Buenaventura, Víctor. Ascaso sonrió chungón y despectivo: «Vaya con el pequeño Félix Roble, nunca acabará de sorprenderme. A los once años ponía bombas y era el anarquista más anarquista, y ahora resulta que todo aquello se ha olvidado y es el torero más torero. Tú lo que de verdad quieres es que te admiren las mujeres. Tú lo que quieres es ser rico y burgués y señorito.» Observé que Víctor empalidecía: supongo que pensaba de mí lo mismo que Ascaso, pero no podía soportar que se pusiera públicamente en entredicho el buen nombre de nuestra familia. Cortocircuitado entre dos sentimientos tan contradictorios, mi hermano apretaba las mandíbulas y sudaba. Me sentí una basura, menos que una basura, un rizo de serrín: porque había algo de verdad en las palabras de Ascaso, siempre tan hábil y tan certero para herir; y, por su manera de decirlo, mis ambiciones parecían sucias, traidoras, miserables. Bajé la cabeza, acongojado. Durruti me dio un cariñoso pescozón en el cogote y me obligó a mirarle: «Deja a estos pelmazos y vente conmigo, Fortuna. Vamos a darnos una vuelta.»

Caminamos el uno junto al otro por las calles, Durruti hablándome de sus problemas económicos y de sus dificultades para encontrar trabajo ahora que había vuelto. «Así es que quieres ser torero», dijo al fin. «Sí», contesté. «Me parece muy bien. Un hombre tiene que hacer lo que de verdad le gusta. A mí me gusta mi trabajo. Soy un buen mecánico, un buen metalúrgico.» Anduvimos un rato sin hablar. «El anarquismo no es una religión», dijo Durruti. «Ni es tampoco una obligación que otro puede imponerte, como quien se mete en el Ejército. No. El anarquismo está dentro de uno, es una necesidad del corazón y de la cabeza. Y hay muchas maneras de trabajar para la causa.» Nuevo silencio. «¿Qué tal la mano?» Su pregunta me sorprendió. Habían pasado cuatro años desde que perdí los dedos. Para mí, entonces, una vida entera. «Bien», contesté. «¿Y lo otro?», dijo. «¿El qué?» «El recuerdo del hombre. De tu muerto.» Nunca habíamos hablado antes de eso. La precisión de sus palabras me estremeció: de mi muerto, sí, así lo sentía yo, exactamente. Meneé la cabeza con desaliento, me encogí de hombros y gruñí un poco, todo al mismo tiempo; y esperé que ese conjunto de sonidos y gestos fuera respuesta suficiente para Durruti, porque no sabía qué decir. Seguimos caminando. Pensé en toda la vida que tenía por delante, hermosa y fascinante pero también inquietante y oscura; y en lo fácil que era matar y tal vez morir. «Tengo miedo», musité, sin saber muy bien qué era lo que temía. Pero Buenaventura sí que debía de saberlo: «Yo tengo tanto miedo como tú», dijo. «El miedo y el valor vienen juntos. A veces no sé dónde termina uno y empieza el otro.» Cuando regresamos al bar del Paralelo dijo a los demás: «Yo creo que le puede venir muy bien al sindicato que Fortuna se dedique a los toros y parezca limpio. Así le podremos utilizar en momentos difíciles.» Y pidió una botella de vino para brindar por mi éxito. No hubo más que hablar sobre el asunto, como siempre. Cuatro semanas después pisaba por vez primera un ruedo. Decidí usar como nombre profesional el apodo de Fortunita, para que no me confundieran con el otro.

No os podéis imaginar cómo era el mundo de los toros entonces. Aunque quizá fuera mejor decir que no os podéis imaginar cómo era el mundo, a secas, porque los toros no hacían sino reflejar la brutalidad general de aquella vida. El ambiente taurino, desde luego, era atroz y era épico. No había penicilina, y las cornadas derivaban en gangrenas inevitablemente. Para luchar contra la infección, las heridas no podían coserse, de manera que las curas se convertían en un martirio interminable. Durante tres o cuatro meses había que quemar la herida todos los días; y todos los días tenían que sacar y meter por el boquete metros y metros de gasa empapada en éter. Cada año moría una decena de toreros, y eso que entonces había muchos menos de los que hay ahora, porque era un oficio demasiado duro, insoportable. Era una realidad de sol y de vértigo, de sangre y de visceras. Los caballos de los picadores eran destripados todas las tardes por los toros; les metían las entrañas a puñados por la herida, les recosían en vivo en el patio de cuadrillas y les volvían a sacar al ruedo. Cuando la dictadura de Primo de Rivera estableció el uso del peto, acabando así con la matanza de caballos, el filósofo Ortega y Gasset escribió un artículo espeluznante diciendo que con esa medida protectora se había acabado el arte de los toros y que él no volvería a pisar una plaza. Y eso que Ortega era un intelectual, un buen intelectual. Ya os he dicho que la vida, entonces, era salvaje. Toda esa ferocidad y esa violencia estallaron después en la guerra civil.

Además, no sabíamos nada. Los toreros aprendices, quiero decir. No había televisión que emitiera corridas, no teníamos dinero para pagar la entrada de los toros. Llegábamos al ruedo sin haber visto torear a nadie, encandilados por vagos sueños de gloria y empujados por el hambre y el analfabetismo. A torear se aprendía toreando por los pueblos, en plazas de carros sin picadores y sin médicos. Cada novillero, cada matador, estaba obligado a llevar una cuadrilla de tres toreros, según las ordenanzas. Pero por los pueblos se cobraba muy poco, así es que el matador fracasado o el novillero primerizo llevaba tan sólo a un verdadero torero, a un subalterno profesional a quien pagaba, y a un par de tocinos, que eran los novatos que querían aprender a torear, y a los que tan sólo costeaba los gastos.

Y eso hice yo, naturalmente: a los dieciséis años me puse de tocino. Me arrimé a un viejo subalterno, Crespito, un hombre cabal, una buena persona y un buen torero, y él me fue metiendo en las corridas a las que le llamaban. En septiembre de aquel primer año, era 1930 y yo apenas si llevaba un par de meses de tocino, nos fuimos a torear a una plaza de carros en el pueblo de Bustarviejo. íbamos de cuadrilla con Teófilo Hidalgo, un novillero de veintisiete años que parecía un anciano. Salió un toro serio. Eran malos toros, los toros de los pueblos, y su peligro aumentaba al estar sin picar. Eran animales sin clase y sin bravura, bichos de seis años y 25 arrobas, o sea, 300 kilos, ágiles y fuertes como demonios. Y aquel de Bustarviejo era un toro serio. Recuerdo a Crespito exhortándole a Teófilo desde el burladero: «¡Ligero! ¡Ligero!» Pero aquel muchacho que parecía un anciano no fue lo suficientemente ligero. El toro lo agarró y le pegó cuatro cornadas monumentales. Le partió el pulmón, le sacó los órganos genitales. Cualquiera de las cornadas hubiera sido mortal, pero fueron cuatro. Se quedó en el suelo como un muñeco roto. Recuerdo el sol cegador, siempre es cegador el sol cuando hay una cogida, aunque esté nublado. Recuerdo el resol, mis ojos entrecerrados y lagrimeantes, el olor de la sangre, el rugido del público. Eran las fiestas del pueblo y estaban borrachos. Borrachos y excitados por el espectáculo de la muerte. Se llevaron a Teófilo a la escuela, que servía de enfermería improvisada. Allí quedó tirado sobre la mesa astillada de la maestra, como un gato reventado por un carro. Crespito, en la plaza, dijo: «Este toro hay que matarlo.» Es el rito, es lo justo, no ha de poder la bestia con el hombre, no ha de salir el animal entero de la plaza hacia la ignominia del matarife. De manera que Crespito cogió el estoque. A mí las mujeres me agarraban, desde sus asientos sobre los carros las mujeres me agarraban por el cuello, por los hombros, de la cabeza: «¡No salgas, chico, no salgas!» Yo apenas si era un niño y les daba lástima; temían verme destripado, como a Teófilo. Pero la banda de música empezó a tocar y, después de que Crespito acabara con el animal aquel, quisieron obligarnos a lidiar el otro toro, y nos amenazaron con meternos en la cárcel. La vida no valía un céntimo por entonces y ni siquiera la tragedia de una muerte pública y violenta como la de Teófilo podía ennoblecer, aunque sólo fuera por un momento, el aturdimiento de una fiesta de pueblo, toda sudor y polvo y alcohol barato. Cuando regresamos a Madrid, Paquita quemó mi traje azul y plata en la estufa del cuarto, y luego me sentó en una silla y cortó mi coleta de un solo tajo. Yo la dejé hacer: no era cuestión de resistirse a sus poderosas manos de Sansona. Pero dos semanas más tarde estaba toreando de nuevo con Crespito, con un traje prestado que tenía que atarme a la cintura con una cuerda.