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A Crespito le partió un toro la femoral en Torrelaguna al año siguiente, o sea, en 1931. Y murió un mes después de la cornada. El toro dejó el cuerno clavado en la madera de la plaza de carros, después de atravesarle. Crespito tenía cincuenta y tres años y ya estaba torpe; por eso ahora se veía obligado a torear esas corridas de mala muerte. Antes, en su buen momento, había sido un subalterno muy solicitado y había ido con maestros. Aquel día en Torrelaguna el burladero estaba lleno de gente, gente que no debía de haber estado allí, y por eso Crespito no se pudo guarecer cuando lo necesitó. Un médico que estaba entre el público le ligó las arterias. Pero yo vi que se moría. Me vine a Madrid desesperado para buscar una ambulancia. Pero en aquella época sólo había tres ambulancias para atender a toda la ciudad, y no consintieron en desplazarse. Entonces cogí todo el dinero que tenía y empeñé mi traje y el capote; y gracias a Paquita, que me dio lo demás, alquilé un taxi con conductor, uno de esos grandes Citroen Pato; y metí un colchón dentro del taxi y ahí me traje a Crespito. Ya se le había gangrenado la pierna y en Madrid se la tuvieron que amputar. «¡Y que ese toro se haya quedado vivo!», repetía él con lamento obsesivo, porque el animal que lo había clavado contra el carro había sido devuelto a los corrales. Aguantó el hombre lo que pudo, pero a los veinte días se murió. «Es que a esas edades…», decía el médico, como si se tratara de un anciano ¡Y sólo tenía cincuenta y tres años! Y en cambio aquí me tenéis a mí ahora, con ochenta, pudriéndome por dentro como a Crespito se le pudrió la pierna.

Luego me puse de novillero, y trampeé por los pueblos intentando hacer una carrera de figura. Solía llevar, como subalterno profesional, a un buen hombre llamado Primitivo Ruiz; ese Primitivo tuvo durante mucho tiempo una fístula en el ano de una cornada y se tenía que poner paños en los pantalones, pero como necesitaba el dinero seguía trabajando. Un día que fui a buscarle para marcharnos a torear a algún pueblo me lo encontré lívido, temblando, con una fiebre enorme. «No puedo ir, mira cómo estoy.» Me quedé horrorizado. «Primitivo, voy solo. No llevo nada más que dos tocinos.» Y Primitivo, que era un profesional y sabía todo lo que podía pasarle a un torero solo y a dos tocinos en una maldita plaza de carros de un maldito pueblo, se puso sus paños, se vistió y se vino. Era un mundo de honor.

Pero no todo era tan atroz, naturalmente. No todo era dolor y necesidad y cuerpos rotos. También estaba la emoción del arte de torear, la embriaguez del peligro, el brillo siempre evasivo de la gloria. Uno era torero las veinticuatro horas, ya lo he dicho. Ser torero era tener donaire, era ser arrogante, era disfrutar de la vida porque se estaba vivo. Ser torero joven, y más si eras rubio como yo, era conquistar el favor de las hembras. Recuerdo que en el año 1934 le brindé un toro a un apoderado que conocía de vista, y que estaba acompañado de unas mujeronas muy aparentes. Cuando fui a recoger la montera, la señora situada a la derecha del tipo me la devolvió con una nota: «Vale por una dormida a elegir mujer.» La señora aquella era Adela la Botones, una madama célebre. Fueron años felices. Incluso llegué a tener cierto éxito; y toreé en Madrid junto a Pascual Montero El Señorito, un novillero que estaba de moda.

Siendo joven como yo lo era, la vida torera era una buena vida. Sobre todo entre corridas, cuando no había que dejarse matar en una plaza de carros. Por la mañana entrenabas durante algunas horas, como hacen los atletas. Y a la hora del aperitivo te ibas al Rompeolas, que era la parte alta de la calle Sevilla. Ahí nos reuníamos a la vez los cómicos y los toreros. Los cómicos a un lado, junto al Café Inglés, y los toreros al otro lado, esquina con Alcalá. Nos estudiábamos los unos a los otros, separados tan sólo por unos cuantos metros de acera, sin que se mezclaran nunca los corrillos. Éramos dos razas de vanidosos, y rivalizábamos en garbo, en rumbo y en majeza. Estábamos tiesos, no teníamos entre todos una peseta, pero alardeábamos muchísimo. Recuerdo un chascarrillo que circuló durante algunos días por el Rompeolas: en un punto intermedio de los corros coinciden un par de taurinos y un par de actores. Los actores preguntan: «¿Y esos nuevos de allá?» «Son también toreros», les contestan los otros. Los cómicos se burlan: «¡Toreros! ¡Aquí todos fanfarronean de ser toreros, pero si apareciera de repente un toro por aquí ya verían ustedes la que se armaba!» «Pues no pasaría nada, porque antes de que la pobre bestia hubiera podido llegar hasta los toreros, ustedes los cómicos se la habrían comido», contestan los otros. Allí, en el Rompeolas, conocí a tu padre, que era algo menor que yo; él no se acuerda de mí, pero yo me quedé con su cara, porque luego le seguí viendo en los teatros.

Después, por la tarde, te ibas a la tertulia. Y al caer la noche comenzaba la fiesta. Y qué fiestas aquellas. Era una mezcolanza de flamencos, y artistas, y toreros; de ladrones y señoritos finos; de escritores y de picadores analfabetos; de putas regeneradas y convertidas en estupendas señoras o de jovencitas inquietas y demasiado hermosas que iban para putas. La gente de bronce, como decía Valle Inclán. Eran noches que nunca se acababan, las noches eternas de la juventud, que vistas desde mi edad, os lo aseguro, llegan a fundirse en una sola.

Era una vida fronteriza, en muchos sentidos mísera y marginal, pero que al mismo tiempo te permitía codearte con la aristocracia de la sangre y del dinero. Era una vida transgresora y nada convencional que se adecuaba muy bien a mi ideología. Sin embargo, cosa extraordinaria, la mayoría de los taurinos eran políticamente de derechas. Yo me fingía republicano y discutía con ellos, pero me cuidaba mucho de mostrar mis verdaderas inclinaciones: seguía manteniendo mi vertiente libertaria en el secreto. Era una cautela necesaria: los anarquistas continuaron siendo la bestia a perseguir durante la República, hasta el punto de que en 1932 Durruti y Ascaso fueron deportados durante varios meses al África Oriental. Cuando no estaban deportados, cuando no estaban en la cárcel, yo me veía clandestinamente con ellos y con mi hermano Víctor, que se había convertido en un dirigente del sindicato. Me usaban para las ocasiones extremas: para pasar unas órdenes escritas que nadie más podía pasar porque la policía los vigilaba, o para sacar de Madrid, camuflado de tocino, a un compañero en fuga: y qué miedo pasó el aguerrido activista cuando tuvo que salir al ruedo a hacer el paripé de su trabajo.

Un día, recuerdo, mi hermano me aconsejó que acudiera a una subasta: «Va a ser divertido. Tú ve allí y mira.» El Gobierno de la República había confiscado de modo abusivo las rotativas de Solidaridad Obrera, el periódico libertario, y las sacaba a la venta aquella tarde. Acudí por mi cuenta, intrigado, y al llegar a la sala de la puja empecé a reconocer entre la gente a una veintena de compañeros del sindicato. Comenzó la licitación, se remataron unos cuantos objetos, y llegó al fin el turno de la imprenta. En cuanto que se abrió la puja, Durruti levantó la mano y dijo: «Veinte pesetas.» Era una cantidad ridicula, una burla. Un comerciante calvo, situado algunas filas más atrás, ofreció entonces mil; al instante siguiente el cañón de una Browning le aplastaba una oreja, así es que el comerciante comprendió la indirecta y retiró lo dicho. Nadie se atrevió a añadir palabra. Y entonces Ascaso, con sorna achulapada, hizo una nueva puja: «¡Cuatro duros!» Así estaban las cosas por entonces. Todo era un deambular de pistoleros, un latir soterrado de los preparativos para la guerra.

Pero hubo también otros momentos más conmovedores. Recuerdo de manera especial una visita a Buenaventura Durruti ya casi al final de todo, en la primavera de 1936. Yo había ido a torear al sur de Francia, y al regresar a Madrid pasé por Barcelona con la intención expresa de visitar a mi antiguo héroe. Durruti estaba atravesando momentos muy difíciles; llevaba muchos años incluido en la lista negra y nadie le ofrecía trabajo, y el sindicato era demasiado pobre como para poder ayudar económicamente a sus líderes. Vivía en una covacha inmunda junto a Emilienne, su compañera, que le había seguido desde Francia, y Colette, la hijita de ambos, que debía de tener entonces cuatro o cinco años. Emilienne trabajaba de cuando en cuando como acomodadora en un cine, y de esos magros ingresos malvivían. Fui a verle acompañado por Germinal, un medio primo mío de Barcelona, también anarquista. Nos encontramos a Durruti con un delantal atado a la cintura, fregando platos y preparando la cena para la cría y para su mujer, que aún no había vuelto del trabajo. Germinal se echó a reír: «Pero, hombre, esto es cosa de señoras…» Era cierto que Buenaventura resultaba chistoso con ese delantal de mujer que parecía diminuto en su pecho de toro, y con su cabeza de gorila emergiendo por encima de los volantes. Pero entonces Durruti se irguió, y su entrecejo se encapotó, y sus ojos relampaguearon; y ya no pareció chistoso en absoluto, sino feroz y peligroso. Germinal dio un par de pasos para atrás y yo mismo, aun queriendo a Durruti como se quiere a un padre, no pude por menos que encogerme en mi asiento. «Toma este ejemplo», tronó Buenaventura, señalando con el dedo al amedrentado Germinal. «Cuando mi mujer va a trabajar, yo limpio la casa, hago las camas y preparo la comida. Además, baño a la nena y la visto. Si crees que un anarquista tiene que estar metido en una taberna o un café mientras su mujer trabaja, es que no has entendido nada.»