Soy un viejo idiota. Por eso se me humedecen los ojos ahora. Nos sucede mucho a los octogenarios: lloriqueamos por cualquier nimiedad como perros falderos con moquillo. Bien, lo admito, me ha emocionado. Creía que ya no dolía, pero aún duele. Recordar aquella entrega, todo aquel entusiasmo. La entereza anónima de tantas y de tantos. Y la justicia histórica: porque era cierto que se nos debía la felicidad. Pero enseguida comenzó el horror y nos ahogó la sangre; y ese horror se prolongaría durante varias décadas. Toda guerra es abominable; las guerras civiles son, además, perversas. Ya lo habéis visto ahora en Yugoslavia. En España fue también así. Violencia y crueldad hasta la náusea. En la zona republicana, la fragmentación del poder y el caos de las luchas intestinas dificultaron el control de los excesos. En la zona nacional, las atrocidades las cometía un ejército regular y disciplinado con el beneplácito de las autoridades. Para mí esto implica un grado y una diferencia, pero no creo que estas sutilezas morales le importen mucho al hombre al que le cortan lentamente las orejas antes de darle un tiro en la cabeza. Con el tiempo he aprendido que un muerto es un muerto en todas partes.
El sueño se acabó muy pronto para mí. Yo estaba en Bilbao, adonde había conseguido llegar con mis fusiles, cuando en enero de 1937 los bombarderos alemanes arrasaron la ciudad. La gente, que ya estaba muerta de hambre por el asedio, enloqueció de rabia y de miedo. Turbas desaforadas se echaron a la calle, dispuestas a asaltar las prisiones de los presos políticos. El Gobierno mandó entonces un batallón de la UGT para defender las cárceles, pero los soldados se contagiaron de la locura de la sangre y se unieron a la chusma. En la prisión de Laronga, el batallón de la UGT asesinó a 94 presos; en el convento del Ángel Custodio, a 96. Rematados a golpes, como alimañas. Yo asistí a la fase final del asalto al convento, horrorizado, e intenté detener, inútilmente, a un par de cenetistas a los que reconocí entre el populacho. Oí decir que iban a dirigirse después al convento de las Carmelitas, también convertido en cárcel provisional para presos políticos, y corrí hacia allí para avisarles. Dentro del edificio, ya muy asustados por los rumores de la carnicería, había seis guardias vascos dispuestos a resistir. Decidimos sacar a los presos de sus celdas, y entre todos construimos una gran barricada en la escalera con los muebles. Lo hicimos justo a tiempo, porque ya empezaban a llegar los linchadores. Sólo disponíamos de siete armas de fuego, las de los seis guardias y la mía, y enfrente teníamos un batallón perfectamente equipado y una horda de salvajes provista de los artefactos de matar más variopintos. Pensé que había llegado mi hora y me maldije: ¿cómo se me había ocurrido meterme en ese lío? Los guardias vascos, a fin de cuentas, no tenían más remedio que actuar así, había sido cosa de su destino, estaban moralmente obligados a defender a los presos. Pero yo, ¿qué pintaba yo en esa masacre? ¿Quién me mandaba a mí ponerme quijotesco y dejarme el pellejo por un puñado de fascistas? Aunque en realidad yo no lo hacía por ellos. Lo hacía por nosotros. Entonces sucedió algo increíble. Uno de los presos, un tipo con buena cabeza y con conocimientos técnicos, tuvo el ingenio de manipular el anticuado y precario tendido eléctrico del convento, de manera que, en un momento dado, consiguió hacer estallar al unísono todas las bombillas del edificio. La muchedumbre, histérica como estaba, creyó que volvían a bombardear los alemanes, y salió corriendo; y de esa manera tan chusca salvamos la vida. He de decir que el Gobierno republicano quedó consternado ante la atrocidad de los hechos; arrestaron a numerosos milicianos, y seis integrantes del batallón de la UGT fueron condenados a muerte y ejecutados. Además, se levantó la censura de guerra de los periódicos, para que pudiesen sacar la noticia de la masacre y la vergüenza pública sirviera de escarmiento. Pero a mí el horrible espectáculo me había dejado sobrecogido, desfondado. Creo que fue entonces cuando empezó a flaquear mi fe en la felicidad histórica. Recuerdo que pensé: hemos perdido la revolución, vamos a perder la guerra. Y si ganamos, será como si la hubiéramos perdido.
Apenas un mes antes había muerto Durruti. Le habían mandado con su columna a defender el frente de Madrid, que estaba en situación crítica bajo el acoso de los nacionales. Yo creo que lo enviaron allí para librarse de éclass="underline" no era un líder cómodo, era demasiado puro, demasiado honesto, estaba demasiado empeñado en la revolución. Así es que le destinaron a un lugar imposible, sin que sus hombres pudieran descansar, sin equipamiento suficiente. Un superviviente de la columna Durruti me dio, muchos meses después, una carta que Buenaventura me había escrito y que no había podido llegar a enviar. Era una carta sencilla, tal y como él era. Hablaba de los políticos cabezas duras, de las dificultades de abastecimiento que encontraba, de que había llorado de rabia en el frente de Bujaraloz porque se habían quedado sin municiones y tuvieron que defenderse con granadas de mano. «La guerra es una porquería -escribía-; no sólo derriba casas, sino también los principios más elevados.» Y al final decía: «Cuídate, Fortunita. Te necesito.»
El compañero que me trajo la carta me repitió las palabras que Durruti había dicho a sus milicianos cuando les informó de que se iban a combatir por la capitaclass="underline" «La situación en Madrid es angustiosa, casi desesperada. Vayamos, dejémonos matar, no nos queda más remedio que morir en Madrid.» Bien, son palabras demasiado adecuadas a la realidad histórica para parecer ciertas. Tal vez no fueran exactamente así, tal vez se acuñaran después, dentro del mito postumo. Pero suenan a él. Suenan a ese maldito bruto cabezota. En cualquier caso, se dejaron matar. En la semana del 13 al 19 de noviembre de 1936 murió el 60 por 100 de esa columna Durruti que había salido apenas cuatro meses antes de Barcelona tan confiada y arrogante. Y el 21 de noviembre murió Buenaventura. Su muerte estuvo envuelta en raras circunstancias; se dijo que lo habían asesinado los comunistas, o que lo habían matado los propios anarquistas, cuando Durruti les recriminó que huyeran del frente. Todo es posible, desde luego, pero con los años, tras haber hablado con los testigos del suceso y con los testigos de los testigos, me inclino a creer una versión más patética y estúpida de la historia. Durruti iba hacia el frente con tres compañeros, y al salir del coche se le disparó accidentalmente el fusil y se mató. Fue un accidente absurdo, antiheroico, ridículo. Y si es malo perder al líder carismático en un frente de combate que se derrumba, peor aún es perderlo por su propia torpeza, como un idiota. Por eso mintieron y dijeron que lo había acabado una bala enemiga. Para estimular a los desmayados milicianos a la venganza.
Lenta e inexorablemente fuimos perdiendo todo. Los combates. Las ciudades. Las personas. Murió Paquita la Sansona. De un tifus, me dijeron. En realidad, de hambre, de la feroz hambruna en la que agonizó durante tres años el Madrid sitiado. Se había estado quitando la comida de la boca para alimentar a sus hijos, y me contaron que, en los últimos meses, Paquita no era más que una percha de huesos descarnados, un esqueleto andante, con las manos aún enormes pero traslúcidas.
A pesar de mi sobrenombre, no estoy muy convencido de que la buena suerte exista. Pero sí sé que existe la desgracia. La desgracia es como un mundo sin sol y sin estrellas, un mundo paralelo al que vivimos. Un día, tal vez por descuido, por azar, por torpeza, te deslizas sin querer al mundo de las sombras. Al principio apenas si adviertes la diferencia, al principio ignoras que te has equivocado de realidad. Algo se tuerce, algo sale mal, sobreviene el dolor. Pero todos podemos aguantar una dosis alta de dolor en nuestras vidas. Al principio creemos que lo superaremos, que saldremos de esta. Que ya hemos dejado lo peor atrás porque no puede haber nada peor que lo ya vivido.
Pero sí, por supuesto que sí, claro que puede haberlo. No tientes a la desgracia: es un verdugo sádico. Y así, lo que al principio parece una caída momentánea en el sufrimiento se convierte enseguida en un descenso imparable cuesta abajo. Cada vez más lejos de quien fuiste. Cada vez más hundido entre las sombras. La desgracia es un lugar del que regresan pocos.
Yo entré en la desgracia aquel 18 de julio de 1936, y a partir de entonces las cosas no hicieron sino empeorar. Fue como si el mundo se fuera apagando poco a poco: primero la guerra, luego el hundimiento republicano, la confusa desbandada, los campos de concentración franceses, el exilio, el estallido de la Segunda Guerra. Nosotros no nos habíamos rendido. No habíamos aceptado la derrota. Pensábamos que, una vez vencido Hitler, también Franco desaparecería del planeta. Nuestro pasado estaba lleno de caciques y tiranos, y el impulso revolucionario había sobrevivido a todos ellos, cada vez más fuerte, más nutrido, en un desarrollo creciente hasta la guerra. Era cuestión de volver a adaptarse a la penuria. De nuevo la clandestinidad y la guerrilla. De nuevo el sacrificio.
Así es que nos sacrificábamos. Anarquistas, socialistas, incluso los comunistas. En Francia combatíamos a los nazis y asaltábamos las estafetas de Correos controladas por los alemanes para conseguir fondos; en España infiltrábamos comandos guerrilleros e intentábamos reconstruir clandestinamente las organizaciones políticas y sindicales. Era una vida alucinada, en el límite de la desesperación y de las fuerzas. Un heroísmo suicida, embrutecido, una carnicería inútil. Los guerrilleros, desabastecidos y muertos de hambre por los montes, eran cazados como conejos. Y aún era mucho peor la represión social. En el Pozo Funeres, por ejemplo, 22 obreros de la UGT fueron acusados de connivencia con la guerrilla y arrojados por un acantilado; algunos murieron en el acto, pero otros se quedaron descoyuntados ahí abajo, con el cuerpo roto sobre las peñas; a esos los liquidaron después con dinamita. Nadie pidió cuentas de esos asesinatos, naturalmente, aunque ocurrieron en 1948, en un país estabilizado que había terminado la contienda nueve años atrás. Yo me enteré de la atrocidad porque por entonces andaba por España, en uno de mis viajes de clandestino, y conocí a las mujeres de dos de los despeñados. No fue la única brutalidad de aquellos tiempos. Silenciosos horrores de la posguerra negra.