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Los más perseguidos, con todo, fuimos los anarquistas. Nos imponían el doble de años de cárcel por los mismos delitos, el doble de condenas de muerte. Los compañeros del interior eran detenidos a centenares; sólo de 1940 a 1947 cayeron diecisiete ejecutivas de la CNT, una cada cinco meses. Se torturaba tanto que, cuando me desplazaba a España de modo clandestino, me extrañaba no escuchar ningún gemido. Esa era nuestra mayor pesadilla por entonces, la tortura. Soñabas con ella día y noche, intentando prepararte mentalmente, calculando si serías capaz de resistirla. Porque, tal y como iba el ritmo de caídas, sabías que antes o después te atraparía el verdugo. Yo tuve suerte: nunca me cogieron. Quizá fuera ese el único destello afortunado en mi travesía del país de la desgracia; o tal vez la desgracia me destinó desde el principio a una tortura diferente.

Teníamos la base operativa en la Francia no ocupada. Desde allí yo me desplazaba a España con frecuencia, para llevar armas, o explosivos, o dinero, conseguidos por medio de nuestros asaltos a los objetivos alemanes. Fue un tiempo muy amargo para mí: en cada viaje me encontraba con nuevos compañeros que me contaban el horrible destino de mis contactos anteriores: los muertos, los torturados, los presos; y cuando nos despedíamos lo hacíamos con el tácito y desesperado convencimiento de que no íbamos a volver a vernos nunca más. Sólo hubo un dirigente del interior, Fabio Moreno, a quien conseguí visitar en sucesivos viajes. Era uno de los principales líderes de la federación catalana, un tipo simpático, aunque me aburría un poco su simpleza ideológica, la extrema inflexibilidad de su fe anarquista, el que soltara un enardecido mitin libertario cada dos palabras. Pero resultaba tan consolador verle sobrevivir año tras año, reencontrarlo una vez más entero y libre, que incluso me conmovía su tedioso entusiasmo. Le tenía cariño a Fabio Moreno. Hasta que su supervivencia, precisamente, le delató. Había logrado mantenerse a flote desde 1943, mientras a su alrededor caían fulminados los compañeros. Pero para 1947 ya nadie confiaba en su astucia clandestina: era literalmente imposible ser tan afortunado. Le tendimos una trampa; le pasamos una información falsa que sólo él sabía. Monsieur Roger Laurent va a cruzar la frontera tal día a tal hora con documentos fundamentales para la guerrilla y un cargamento de armas en el doble fondo de su maleta. Monsieur Roger Laurent pasó en efecto la frontera ese día y a esa hora, pero completamente limpio. Era un compañero francés, sin ningún problema legal y pasaporte auténtico. Le retuvieron durante dos días y destrozaron sus maletas buscando el fondo falso, pero al final tuvieron que dejarlo en libertad. Fabio Moreno estaba sentenciado: ya no cabía duda de que era un infiltrado de la policía.

El 12 de julio de aquel mismo año, 1947, entramos desde Francia tres compañeros, Toño Parado, Jesús Ortiz y yo, para hacernos cargo del asunto. Era un trabajo que me repugnaba; pero yo conocía a Moreno y era su contacto, de modo que no desconfiaría al verme llegar.

Localizamos a Fabio en unos billares de la plaza del Buen Suceso, en Barcelona. «No te esperaba hasta dentro de unos meses», dijo, mirando a Toño y a Jesús con sobresalto. «Tenemos problemas», le contesté. «Problemas muy graves en Madrid. Necesitamos tu apoyo logístico.» Entonces sonrió. Fue su primer error: ¿sonreír Moreno tras decirle que la organización tenía problemas graves? En cualquier otro momento hubiera soltado una trascendental soflama. Ahora sonrió y dijo: «Bien, bien. Haremos lo que podamos. Vamos a ver. Lo mejor será que vaya a buscar a los muchachos.» «De acuerdo. Vamos juntos», le contesté, también sonriendo. Salimos los cuatro de los billares, caminando despacio, muy despacio. Eran las once de la noche. Doblamos por la calle Montealegre, que estaba desierta, moviéndonos cada vez más lentamente, como balones que van perdiendo inercia. La conversación, convencional -qué tal las cosas por allí, qué tal por aquí, cómo ha sido el paso de frontera-, también se fue apagando. La pistola me abrasaba en la sobaquera; de todo mi cuerpo en aquel instante sólo percibía esa quemazón, ese bulto, ese peso. Nos detuvimos los cuatro en medio de la calle, al unísono, sin esfuerzo, por el simple languidecimiento de nuestros pasos. Moreno se volvió hacia nosotros. Me miró. Tenía los ojos desorbitados: «A cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus capacidades», farfulló con súbita incongruencia. Casi me dieron ganas de reír: era una de las frases del catecismo libertario. Sí, me hubiera podido echar a reír si no hubiera sido por los deseos que tenía de llorar. Pero los pistoleros anarquistas no lloran, los verdugos no lloran, resultaría grotesco. Temblaba Moreno ante mí y yo tenía la pistola en la mano. No sé cómo había salido esa pistola de su sobaquera, pero ahí estaba. Contemplé a Moreno. El simpático Moreno. El superviviente. «Aprieta el gatillo», pensé. «Es un traidor. Es un confidente. Un miserable. Por él han caído y han sido torturados cientos de buenos compañeros. Mátalo. Acaba cuanto antes.» Moreno tenía los ojos abiertos de par en par fijos en mí. No eran muy distintos de los ojos de mi muerto. De aquel campesino indio que había reventado tantos años atrás. Me dolió el muñón. Me escoció la memoria. Entonces mi cabeza fue ocupada por seis palabras definitivas. A veces sucede, muy de tarde en tarde. A veces sucede que una frase, una idea, ocupa furiosamente tu cabeza desalojando de allí todo lo demás. Son palabras resplandecientes, incontestables. «Murió el inocente. Vivirá el culpable.» Esas fueron las seis palabras irremediables que me poseyeron. Ni siquiera las pensé. Ni siquiera las entendí. Sólo las obedecí. No podía hacer otra cosa. «Murió el inocente. Vivirá el culpable.» Levanté el brazo por encima de mi cabeza y apreté el gatillo. La bala se perdió en el cielo negro. Hubo un momento de estupor y mis compañeros se volvieron a mirarme con incredulidad. Fabio aprovechó el instante, pegó un empujón a Jesús Ortiz, que era quien le pillaba más de cerca, y sacó su arma. Disparó y no nos dio; Toño y Jesús le respondieron y Moreno cayó muerto.

He sido un pistolero y he estado en una guerra, así es que supongo que he matado. He lanzado granadas en trincheras y he disparado al bulto de la gente. Pero nunca he ejecutado a nadie, nunca me he acercado a comprobar mi eficacia mortífera, nunca he visto previamente los ojos de mis posibles víctimas. Sólo conozco los ojos vidriosos de mi campesino, y por eso sólo le tengo contabilizado a él como mi muerto. Aunque tengo otros cadáveres en mi conciencia, pertenecientes a una tragedia de la que fui responsable en última instancia: pero a ese dolor aún no hemos llegado.

Mi repugnancia ante la violencia personal ya me había creado algunos desencuentros con los míos. Pero ahora, a raíz de lo sucedido con Moreno, la situación se deterioró de modo irreparable. Tuve un encuentro terrible con mi hermano Víctor, que era uno de los líderes del activismo en el exilio. Estaba furioso porque se sentía humillado personalmente. Un Roble, su hermano, comportándose como un gallina, casi como un traidor. Manchando el apellido de nuestro padre. Eso decía Víctor. No comprendía que yo necesitaba cerrar de una vez, en mi memoria, los vidriosos ojos de mi muerto. Aunque la verdad es que ni siquiera intenté explicárselo. Para entonces ya llevábamos mucho tiempo sin entendernos.

Yo no veía futuro a aquella vida, a tanto sufrimiento, al sacrificio ciego de miles de militantes, de generaciones y generaciones de libertarios. La Segunda Guerra se había acabado y Hitler había caído, pero Franco no; ahora los anarquistas asaltábamos estafetas de Correos plenamente francesas y empezábamos a convertirnos, para nuestros vecinos, en simples delincuentes. A veces yo llegué a sospechar algo parecido. A veces me preguntaba si seguíamos en la lucha por estrategia y por esperanza auténtica en el futuro o porque ya no sabíamos vivir de otra manera. Mi hermano Víctor, anarquista desde los cinco años, pistolero desde los dieciocho, ¿cómo iba a poder construirse otra vida a los cuarenta? ¿Cómo iba a soportarse a sí mismo sin el embrutecimiento de la violencia, sin el perverso poder del líder clandestino, sin el bálsamo justificador de los sueños de la infancia? Pero cada día tenía menos sentido lo que hacíamos. Cada día estábamos más descontrolados. Más fragmentados. Más enfrentados los unos a los otros. Y cada día quedábamos menos: teníamos demasiados muertos, demasiados detenidos, demasiados traidores. Hubo cosas oscuras. Diamantes de Van Hoog que no llegaron jamás a su destino. Pistoleros que se pasaron al lucro personal y que abandonaron el sindicato. Y cenetistas que se dejaron matar para no tener que reconocer nuestra derrota. Porque lo que estaba sucediendo era exactamente eso. Que estábamos perdiendo otra vez la guerra. Y en esta ocasión nuestro fracaso era definitivo.

Puesto que la enfermedad de Adrián nos obligaba a pasar unos cuantos días más en Amsterdam, bajé a recepción a preguntar si ese hotel cochambroso tenía habitaciones más decentes. Sí, me dijeron; había unas cuantas suites en el último piso, pero costaban justo el doble. Las reservé de inmediato: a fin de cuentas, el dinero negro está para pagar buenos cuartos de hotel, y no míseras pensiones. Después de envolver a Adrián en una manta, y de vencer la austera resistencia de Félix, nos trasladamos escaleras arriba. Las nuevas habitaciones estaban bastante bien. Tenían el techo abuhardillado, ventanas al exterior y mucho más espacio. En una de ellas había incluso chimenea, y una cesta con astillas y leña para encender el fuego. Ahí instalamos al muchacho. En realidad, pensé, nos hemos cambiado de cuarto sólo por Adrián. Me apenaba verlo ardiendo de fiebre en la antigua habitación, oscura y deprimente. ¿Reflexioné unos instantes: tanta solicitud me daba miedo. Por este y otros detalles de obsequiosidad y entrega por mi parte, de atención permanente y soterrado mimo, empezaba a temerme que Adrián me tuviera comido el corazón de forma irremediable. Pues la primera fase de amor consiste justo en eso, en encontrar suites aceptables incluso dentro de un hotel espantoso; en colgar cortinas (que antes has comprado) en el apartamento de tu amado, cuyas ventanas estaban felizmente desnudas desde hacía años; en buscar por toda la ciudad esa exótica tinta color guinda que a él tanto le gusta para su estilográfica. Resumiendo: en conseguir lo imposible, inventarse lo posible y ser, sobre todo, lo que una no es. Porque la primera fase del amor no la vives tú, sino tu doble, esa enajenada en la que te conviertes.

Aquella tarde en Amsterdam, cuando se le declaró la amigdalitis a Adrián, yo me encontraba en ese territorio fronterizo de la locura, a medias devorada por mi yo amoroso, tan fuera ya de mí, en efecto, que, pese a ser tímida, y emocionalmente cobarde, y a sentir un paralizador espanto ante el rechazo, y a estar convencida de que veinte años de diferencia era una distancia insalvable entre nosotros, empezaba a experimentar la desasosegante certidumbre de que acabaría metiéndome en la cama con él, o por lo menos intentándolo. Era como el borracho que va por una avenida ancha y bien pavimentada, con un solo socavón, tan sólo uno, en mitad de la calle; y el borracho contempla el agujero en lontananza, y sabe que podría pasar sin ningún problema por los lados, pero hay algo, una fuerza fatídica, que dirige sus pasos hacia el hoyo; y mientras se acerca el borracho se dice: «Bien, tranquilidad, todavía puedo salvar el socavón cruzándolo de una simple zancada por encima.» Pero hay algo o alguien dentro de él que le repite: «Te vas a caer, idiota. Te vas a caer en el único hueco que hay en toda la calle.» Y el borracho, en efecto, llega al maldito agujero y se cae dentro. En esa fase terminal me encontraba yo en Amsterdam. Totalmente embriagada y resignada al golpe.