De manera que le cuidé, le mimé y le arropé como una madre lo haría con su hijo. Porque yo hubiera podido ser su madre. Pero no lo era. Pasó dos días Adrián cociéndose en su fiebre y al tercero amaneció sorprendentemente fresco y mejorado: los antibióticos empezaban a hacer su efecto. Entré a verlo a la hora del desayuno: el chico estaba sentado en la cama con una camiseta blanca de manga corta y con la bandeja sobre las rodillas. Pálido y ojeroso, pero devorando los platos como un tigre.
– Te veo mucho mejor.
– Estoy mucho mejor.
Fuera empezó a granizar; los hielos repiqueteaban en el cristal, como aplaudiendo la recuperación de Adrián. Por la ventana entraba una luz insólita, opalina y viscosa; una luz fría y ¡débil que se arrastraba líquidamente por el suelo, como si fuera la linfa del invierno. Mientras Adrián terminaba su desayuno, yo preparé y encendí la chimenea: era un día perfecto para un fuego de leña, para acurrucarse en el cobijo de las llamas mientras fuera se extendía la desolación.
– ¿Y Félix?-preguntó el chico.
– Se ha ido al Rijks Museum.
Félix llevaba un par de días inmerso en una inesperada y repentina fiebre turística. Mientras yo cuidaba del muchacho, él iba y venía a los museos y cruzaba canales aferrado a la Guía Michelín. Tal vez también él había percibido la proximidad del socavón. Tal vez también él se había dado cuenta de que sobraba. Félix estaba fuera, bajo el hielo implacable, perseguido por los lobos y por el ulular salvaje de los vientos. Sentí una punzada de culpabilidad. Pero se me pasó enseguida. Retiré la bandeja y me senté a los pies de la cama. Adrián me miraba y sonreía con sus labios ligeramente hinchados. Sonreía con lasitud, con cierta debilidad, una sonrisa de convaleciente, de cama sudada, de intimidad carnal. Me sonreía como si fuéramos amantes. Pero no lo éramos.
Para que comprendas mis miedos con Adrián, para que entiendas por qué una diferencia de veinte años me parecía inmensa, te voy a contar algo, sólo como ejemplo, como muestra.
Pertenezco a una generación que fue medio hippiosa, y me precié en su tiempo de moverme ligera, de ser capaz de viajar un mes entero con tan sólo un jersey y una muda en la mochila. Ahora, cuando viajo, incluso si me traslado fuera sólo un fin de semana, mis bolsos de mano van tan atiborrados que apenas si puedo cerrar las cremalleras. Y no hablo de ropa o fruslerías, de caprichos inútiles. Oh, no, ni mucho menos. Lo necesito todo. Necesito llevar la caja de lentes de contacto, con dos tipos distintos de líquidos limpiadores y las pastillas para desincrustarles las proteínas. Además de las gafas de recambio, graduadas para la miopía, y de las gafas de sol sin graduar, porque las lentillas me hacen fotofóbica, y de las gafas graduadas para la hipermetropía, porque ahora también tengo vista cansada. Esto en lo que respecta a una pequeña parte de mi ser, que son los ojos. Además llevo unas ampollas que se frotan en el cráneo, porque se me han empezado a caer a mansalva los cabellos; y un líquido que, extendido sobre las piernas, el entrecejo y el labio superior, inhiben el crecimiento del vello, porque cada vez estoy más hirsuta donde no debo (una vez me equivoqué y me eché crecepelo en el bigote y matapelo en la cabeza, y me pasé una semana sin salir de casa). Y me parece que con esto hemos despachado el sector piloso.
El sector de la dermis es peliagudo. Primero, la cara: leche limpiadora, emulsión alisante para los ojos, crema nutritiva de noche, crema hidratante de día, mascarilla semanal reestructurante. Y el cuerpo: espuma endurecedora para el pecho, crema anticelulítica para las nalgas, gel especial de manos antienvejecimiento.
¡Y la boca! Esto es lo más mortificante. Mi boca abarca ahora la dentadura de repuesto metida en su correspondiente caja. Seda dental para las piezas de abajo, que aún son mías. Una botella de litro de antiséptico bucal. Pomada para curar las heridas que puede producir la prótesis. Pañuelos de papel para enjugar las lágrimas (todas las noches lloro, todavía, cuando me quito la dentadura para limpiarla).
Hay que añadir, por último, el apartado estrictamente medicinal. Comprimidos de cistina para el pelo. Vitamina C para todo. Almax para la gastritis. Alka-Seltzer para la bebida (ahora ya no tengo la resistencia de antes). Aspirina para todo. Nolotil y antiinflamatorios para la boca, porque la mandíbula superior no quedó del todo bien del accidente. Pildoras para dormir. Tonopán con cafeína para despejarse. Creo que con esto he terminado. Podría ser peor. Podría tener que llevar, pongo por caso, una crema contra los hongos de los pies, o una pomada contra las hemorroides. Pero no, no necesito nada de eso. Todavía.
Todos estos frascos, frasquitos, botellones, tubos, estuches, cajas, pomos, tarros, ampollas, envases y botes se acumulaban de manera indecente en mi cuarto de baño del hotel de Amsterdam, como un recordatorio de mi naturaleza decadente, tan cercana ya a la naturaleza muerta. O así me sentía yo en aquel entonces. Como un cuadro con una jarra de barro en primer plano y un conejo cadáver, tieso como un madero, colgando de la pared por las orejas. Todos esos frascos, frasquitos, botellones, tubos, estuches, cajas, pomos, tarros, ampollas, envases y botes eran la representación misma de mi vida. Al envejecer te ibas desintegrando, y los objetos, baratos sucedáneos del sujeto que fuiste, iban suplantando tu existencia cada vez más rota y fragmentada. Y déjame que te diga lo peor: no es sólo un problema de la carne. Así como la crema antiarrugas sustituye a unas mejillas naturalmente frescas, también un pensamiento tópico de segunda mano puede sustituir a la curiosidad de la juventud, una rutina egocéntrica a un cariño primerizo y tembloroso, y un nuevo coche a las ganas de vivir. A medida que envejecemos nos vamos llenando de lugares comunes y de objetos, para cubrir los vacíos que se nos abren dentro. En Amsterdam, yo contemplaba descorazonada todo ese tarrerío que atestaba mi cuarto de baño y pensaba que a mi edad ya era claramente incompatible con Adrián, cuyo desértico cuarto de baño sólo albergaba una maquinilla de afeitar eléctrica, un desodorante, un cepillo de dientes y un dentífrico, plantados allí como audaces exploradores en la inmensidad blanca y polar de la porcelana.
Quiero decir que yo temía a Adrián, de la misma manera que el borracho que va derecho al hoyo teme partirse la crisma con el golpe. Pero la caída ya era irremediable. Crepitaba el fuego en la chimenea y estábamos solos en el mundo, separados o unidos por la cama. Le miré. Me miró. Tantas escenas románticas comienzan así. En las novelas, en las películas, pero también en la propia vida personal. Hay tantas puertas, sobre todo puertas, en las que se han producido esas miradas expectantes, transidas de anticipación y de riesgo amoroso. Puertas de cuartos de hotel, de habitaciones, de tu casa, de coches. Puertas abiertas para una despedida que se demora un minuto, y dos, y diez. Y siempre esas miradas: de petición, de entrega, sometidas a la duda deliciosa de no saber si al fin os besaréis o no. Golosas miradas que acarician. Así le debe de mirar el pájaro a la pájara cuando bailotea frente a ella sus danzas nupciales; así deben de mirarse las vacas y los toros, y las jirafas entre sí, y las escolopendras. Es una mirada básica, elemental, tan antigua como la certidumbre de la muerte.
Así es que le miré y me miró, pero pasaba el tiempo y no sucedía nada más. La primera fase del amor es como un juego de ajedrez: hay que mover peón y arriesgarse a que te coman una pieza. Pero ¿cuál sería el movimiento más adecuado? Pensé y pensé furiosamente, con el corazón y la cabeza echando humo. Entonces me acordé de Lawrence Durrell. En El cuarteto de Alejandría, la madre de alguien seducía al amigo de su hijo. Apenas si recordaba la novela, pero ella era una madre, desde luego, y él era el amigo de su hijo. Era el único ejemplo cultural apropiado que se me venía a la cabeza en ese momento. Pues bien, ella le decía: «Tienes algo en la comisura de la boca. Déjame que te limpie.» Y se inclinaba sobre él y pasaba la punta de una lengua muy poco maternal por los labios del chico. Y daba la casualidad de que Adrián tenía una miguita de tostada en la barbilla.
– Déjame que te quite… -comencé a decir, inclinándome hacia Adrián con una mano extendida, mano que esperaba utilizar como avanzadilla del ataque: la pondría sobre la mejilla del muchacho y así podría apuntalar mi boca.
– Vente más cerca… -exclamó Adrián al mismo tiempo, incorporándose bruscamente en la cama y metiendo su ojo derecho en el dedo índice de mi mano extendida.
Bien, por lo menos nos juntamos un poco. Empezó a bufar el chico de dolor, agarrándose el ojo, y yo me aproximé, espantada y solícita, palmeándole la espalda con energía.
– ¿Te he hecho daño? ¿Te he hecho mucho daño? ¿Muchísimo daño?
Alzó Adrián un ojo congestionado y lagrimeante, aunque no parecía que fuera a quedarse tuerto.
– No es nada. Creo que será mejor que vaya a lavarme.
Estiró la mano para coger la vieja camisa de franela que estaba sobre la silla, pero no se la puso. Es decir, no se vistió con ella. Lo que hizo fue sentarse en el borde de la cama, colocarse la camisa en torno a la cintura y abandonar entonces el refugio de las sábanas. Comprendí que aparte de la camiseta de manga eorta no llevaba nada. Me quedé de pie junto a la cama, torpe, quieta, estúpida. Adrián pasó a mi lado camino del baño, sujetándose la camisa sobre el ombligo. Pero no, espera, no llegó a pasar. Al llegar a mi altura se detuvo. Se volvió y me atrajo hacia él con su brazo libre. Caí en su mullido pecho como quien cae en un montón de heno. Caí en sus labios secos y calientes, en su olor a sudor y a turbación animal y a fiebre y a deseo. Nos separamos un segundo a mirarnos después del primer beso, de la primera humedad, del primer choque. La camisa de franela estaba en el suelo y la breve camiseta blanca apenas si le tapaba las caderas. Adrián se ofrecía a mi vista sonriente y confiado, los brazos relajados junto al tronco, las desnudas y fuertes piernas bien plantadas. Joven, hermoso y mío hasta hacer daño. No es verdad que las mujeres nos pudramos al cumplir los cuarenta. No es verdad que nos desvanezcamos en el pozo de la invisibilidad. Al contrario: la mujer madura, incluso muy madura, posee un atractivo propio, un momento de gloria. Estamos acostumbrados a reconocer el atractivo que los hombres mayores pueden ejercer en las jovencitas; y el mundo está lleno de felices parejas de este tipo. Lo que ignoramos es que la atracción que ejercen las mujeres mayores sobre los chicos jóvenes es igual de fuerte. De hecho, es un fenómeno tan común en los humanos que probablemente se trate de una etapa natural dentro del proceso de maduración amorosa. Y así, en algún momento de sus vidas, a la mayoría de los chicos y las chicas les atraen las mujeres y los hombres mayores. Puede que se trate de un impulso edípico, como diría un freudiano; o de una predisposición ancestral hacia el aprendizaje: en algunos pueblos de los llamados primitivos, son los mayores de la tribu, mujeres y hombres, quienes inician sexualmente a los adolescentes. No sé de qué manera vuelan los aviones, por qué brota la luz cuando pulso un interruptor, para qué sirve bostezar ni cómo soy capaz de recordar mi propio nombre, de modo que no aspiro a poder entender algo tan vasto y turbio como el amor, algo tan indescifrable como el deseo. No sé por qué sucede todo esto. Pero sucede.