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Pese a las prohibiciones sociales y los prejuicios, a lo largo de la historia infinidad de mujeres mayores han mantenido relaciones con hombres más jóvenes: lo natural se abre paso a través de la convencionalidad y la hipocresía como el agua a través de las fisuras mal selladas de una presa. No hay más que acercarse un poco a la vida de las mujeres célebres y empiezan a salir historias de este tipo. Con sesenta años, George Sand enamoraba a hombres de treinta; Agatha Christie se casó, a los cuarenta, con un chico de veinticinco; Simone de Beauvoir vivió pasiones con muchachos jóvenes; Eleanor Roosevelt, la primera dama americana, amó y fue amada durante toda su vida por un hombre doce años menor que ella. La lista es interminable: Madame Curie, George Eliot, Edith Piaf, Alma Mahler… Entiéndeme, estas historias no son excepcionales, no son consecuencia de la celebridad de sus protagonistas: por el contrario, es su celebridad lo que ha hecho que estas historias se conocieran, que emergieran del espeso silencio de lo clandestino. ¡Pero si incluso un hombre tan gris, convencional y aburrido como el primer ministro británico John Major tuvo una fogosa historia de juventud con una mujer madura! No hay más que aplicar la lupa sobre las vidas cotidianas para apreciar que vivimos en lo prohibido. Lo que públicamente se entiende por normal no es lo más habitual, sino lo normativo, lo convencionalmente obligatorio. Pero dentro del secreto de nuestra intimidad, todos nos desviamos de la regla, todos somos de algún modo heterodoxos.

Todo esto aprendí en brazos de Adrián: fue una revelación inmediata, luminosa. Aprendí que él no notaba que yo tuviera celulitis ni que mis dientes fueran de resina; que le gustaban las arrugas de la comisura de mis ojos y que le importaba un carajo que mis antebrazos estuvieran un poco pendulones. Aprendí que la mirada implacable con la que nos fileteamos y descuartizamos y despreciamos las mujeres es una mirada nuestra, una mirada interna, una exigencia loca con la que nosotras mismas nos esclavizamos; y que el deseo real, el aprecio del hombre, se asienta en otras cosas: en la carne caliente y la saliva fría, en el sudor mezclado entre penumbras, en el olor secreto de la piel, en la plena lasitud de un cuerpo conquistado.

Tras pasar por los brazos de Adrián, en fin, comencé a mirar alrededor y a descubrir que había otros muchachos que me miraban. Soy bajita, ya lo sabes, poca cosa; por lo demás, no me quejo de mi aspecto ni de mi cara, y creo que en conjunto no estoy del todo mal. Pero nunca he resultado llamativa, nunca he ido dejando tras de mí una estela de atención entre los hombres. Ahora, en cambio, me parecía que me miraban más que nunca. Los jóvenes en los autobuses, el chico de la panadería, el muchacho del coche utilitario que se paraba en el paso cebra y me sonreía para dejarme pasar, los estudiantes de la cafetería de la esquina. Este descubrimiento fue un jolgorio, una fiesta, un regalo inesperado de la existencia; no porque pensara dedicarme a partir de entonces a pervertir menores, sino porque el coqueteo inocente y el modo en que mi presencia chisporroteaba en los ojos ajenos me hacían sentirme viva y hermosa y apreciable. Qué desperdicio el de tantas mujeres de mi edad que se han dejado secar de tristeza y derrota sin ver que las miraban, sin darse cuenta del atractivo que ejercían en los jóvenes, sin disfrutar con naturalidad de su tiempo de gloria.

El cielo, si es que existe, debe de ser un instante de sexo congelado. Hablo del sexo con amor, del apasionado encuentro con el otro. Si el sexo fuera una cuestión puramente carnal, no necesitaríamos a nadie: quién nos iba a atender mejor en nuestras necesidades que nuestra propia mano, quiénes nos iban a conocer y querer más que esos cinco deditos aplicados. Si el onanismo no nos es suficiente es porque el sexo es otra cosa. Es salir de ti mismo. Es detener el tiempo. El sexo es un acto sobrehumano: la única ocasión en la que vencemos a la muerte. Fundidos con el otro y con el Todo, somos por un instante eternos e infinitos, polvo de estrellas y pata de cangrejo, magma incandescente y grano de azúcar. El cielo, si es que existe, sólo puede ser eso.

El cielo estuvo en Amsterdam una tarde lluviosa. Crepitaba el fuego en la chimenea, mucho más frío que el sólido pecho de Adrián. Su olor, su carne muelle y tensa, su vientre tan liso, el rizado pubis, las ingles algo húmedas.

– ¿Te acuerdas del acertijo de la torre? -dijo Adrián. Yo tenía mi oreja sobre su pecho y su voz resonaba por ahí dentro, un sordo retumbar de caverna marina.

– Creo que sí.

– Lo del hombre que se tira de una torre medio derruida y que a mitad del vuelo grita: ¡Noooooo!…

– Sí.

– Ya sé la solución: es que es el fin del mundo. El mundo se ha acabado, quizá por una guerra nuclear, o por lo que sea; por eso la torre está en tan mal estado. Y el hombre es el último hombre de la tierra. Por eso se suicida. Pero mientras que desciende por el aire…

– … escucha el timbre de un teléfono.

– Exacto. O sea, que no está solo. No tenía que haberse suicidado.

– A saber. Lo mismo el que llamaba era un pelmazo.

– Mira que eres bichejo…

Cuando dos amantes recientes están en la cama y uno le dice al otro «mira que eres bichejo», las palabras suelen ir acompañadas de un achuchón carnal, un abrazo por aquí, un pellizco por allá, un estrujar estas o aquellas redondeces; y los tocamientos enardecen, y los enardecimientos exasperan, y se dispara entonces el dolor hambriento del deseo, cada vez más agudo hasta que se sacia. Eso empezó a suceder también aquella tarde en Amsterdam, mientras yo pensaba en el suicida de la torre. Pobre hombre, tan infinitamente solo. Me había burlado de él, pero le entendía. Le comprendía a la perfección porque ahora Adrián y yo éramos también los únicos seres vivos de la tierra. Los supervivientes del apocalipsis. Y así, enredados nuestros brazos y nuestras piernas, engastados el uno en el otro, náufragos de la carne en el mar del tiempo, aquella tarde en Amsterdam Adrián y yo nos pusimos a ser eternos otra vez durante un rato.

Cuando, ya de vuelta en Madrid, telefoneé al tal Manuel Blanco (desde una cabina, por si acaso) y le dije que llamaba de parte de Van Hoog, al otro lado de la línea se hizo un incómodo silencio. Ahora, conociendo al personaje, me imagino que empleó ese tiempo en cuadrarse servilmente ante el nombre del viejo, pero entonces yo no sabía nada y creí por un momento que el tipo había colgado.

– ¿Oiga? ¿Oiga?

– Sí. Estoy aquí -carraspeó el otro-. Dice que llama de parte de, ejem, del señor Van Hoog…

– Sí. Tengo una carta de él.

– ¿Una carta de Van Hoog? -casi chilló Blanco-. ¿Para mí?

– Bueno, no para usted… Es una cartita de… de presentación, de recomendación…

Me sentí como una estúpida al decir esto. Se suponía que estaba hablando con un mafioso o algo parecido, con un hombre que nos pondría en contacto con el submundo de la delincuencia, y, sin embargo, ahí estaba yo, mencionando cartitas de recomendación como si estuviera intentando conseguir empleo en una empresa de embutidos. Lo mismo estaba metiendo la pata, pero, claro, a saber cuáles eran las normas de urbanidad en el ámbito canalla.

– O sea, el señor Van Hoog explica que somos sus… Sus amigos.

El otro suspiró:

– ¿Y en qué puedo ayudarles?

– Sólo queríamos hablar un rato con usted. ¿Qué le parece si nos tomamos un café esta tarde en el Paraíso?

Le parecía bien, de modo que a las cuatro y media en punto nos encontramos frente a la pesada barra del local. Con la primera ojeada comprendí que Manuel Blanco no era exactamente un mafioso, sino como mucho algo parecido. Era un tipo menudo e insignificante, seguramente menor de treinta años, con el pelo engominado y cara de conejo. Vestía una ropa de buena calidad pero que le sentaba fatal, un traje de consejero-delegado que parecía heredado de alguien más corpulento, porque las mangas le llegaban a mitad de la mano y los pantalones se le desplomaban sobre los impecables mocasines de pijo. Daba la sensación de estar disfrazado, de ser un pobre hombre que ha alquilado un traje fino para acudir al funeral de un pariente rico. Nos dedicó una imitación de sonrisa mundana y dejó resbalar su mirada por las mejillas. Se ve que quería contemplarnos con altivo donaire y desde arriba, pero para ello, como era muy bajito, tenía que tronchar el cogote y echar la cabeza hacia atrás de un modo exagerado.

Nos sentamos en uno de los ruinosos sofás de terciopelo del local, en una esquina lo suficientemente lejana y recoleta como para no ser escuchados por nadie, y le explicamos la situación. Vi cómo se iba relajando y encontrándose más a gusto, incluso feliz, a medida que se enteraba de lo que queríamos. Creo que le encantó sentirse requerido como experto. O tal vez le encantara sentirse simplemente requerido.

– Bien. Bien -dijo al final, con gesto vanidoso-. Creo que habéis dado con el hombre apropiado, ¿me permitís que os tutee, verdad?, con el hombre apropiado. Ejem. Tengo, ejem, muchos contactos. Y al más alto nivel. Es por mi trabajo. Porque yo soy un killer, ¿sabéis? Lo que pasa es que últimamente he estado haciendo otras cosas, pero mi verdadera profesión es la de killer.