– ¿Y dónde cae Orgullo Obrero entre todo este lío? – pregunté.
– Pues, ejem, todavía no lo sé. Pero lo sabremos. Son mundos muy organizados. Aquí nadie se mueve sin que sus superiores respectivos sepan algo. No sé si Orgullo Obrero será una mafia nocturna, unos simples chorizos que se hacen pasar por un grupo político, o si pertenecerán al mundo diurno. Lo primero que haré será enterarme. Preguntaré. Hablaré con alguna gente. El nombre de Van Hoog abre muchas puertas. Habéis tenido suerte al conseguir su ayuda.
Suspiró, yo creo que con envidia ante la calidad de nuestros contactos. Luego se levantó y asumió de nuevo sus aires de grandeza para despedirse, aunque sus pretensiones quedaran algo empañadas por el hecho de que, al darnos la mano, sus dedos apenas si sobresalieran de las mangas, y porque sus pies pisoteaban de manera inclemente el largo y sucio bajo de los pantalones.
– Sabréis de mí. Saludad al señor Van Hoog de mi parte y decidle que Manuel Blanco, ejem, estará siempre encantado de poder atenderle.
– Se lo diremos -mentí plácidamente: para qué contarle que no íbamos a volver a ver al holandés en toda nuestra vida. No hice más que disfrazar la verdad, como lo hubiera hecho un killer.
Nuestro encuentro con Manuel Blanco me dejó algo desconcertada. Era un tipo tan estrambótico, y aparentaba ser tan poca cosa, que no resultaba muy creíble que pudiera ponernos en contacto con el mundo subterráneo. O con el más allá de las fronteras verticales, como decía él.
– ¿Qué os parece? -pregunté a mis compañeros cuando Blanco abandonó el café.
– Un loco, un tío ridículo -dijo Adrián.
– Pero recordad que su nombre nos lo dio Van Hoog. Así es que, aunque parezca mentira, sí que está de algún modo relacionado con las mafias -dijo Félix con voz apagada-. Es un correveidile, un hurón, como les llamábamos nosotros: tipos inciertos que rondan por los confines de la marginalidad, haciendo recados, escuchando cosas, abriendo puertas a los poderosos y sonriendo mucho. Tendremos noticias de él, estoy seguro.
De manera que nos fuimos a casa y nos pusimos otra vez a esperar, aunque en esta ocasión la guardia estuvo endulzada por los brazos de Adrián, por el vientre cálido de Adrián, por la saliva de Adrián resbalando dentro de mi boca. Transcurrieron dos días que en mi memoria se confunden en una sola noche, hasta que al fin una mañana, a eso de las nueve, alguien se apoyó sañudamente en el timbre de la puerta y no volvió a levantar el dedo del botón.
– ¡Ya va! ¡Ya va! -grité mientras salía de debajo del cuerpo de Adrián, a medias furiosa por la insistencia y a medias asustada, porque ni siquiera mi relación con el muchacho había conseguido borrar el miedo continuo que experimentaba desde el secuestro de Ramón. Me eché encima la bata y atisbé por la mirilla: era Félix. Abrí a toda prisa.
– ¿Qué sucede?
Félix estaba apoyado en el quicio, pálido y tembloroso, con grandes círculos malvas rodeando sus ojos.
– No te preocupes, no pasa nada raro, es algo de lo más natural -jadeó-. Es que me estoy muriendo. Y se desplomó encima de mí.
Hubiera debido imaginarlo. Hubiera debido saber desentrañar el porqué de la enfermedad de Félix, qué había sucedido para que, de repente, se colapsara así. Pero a la sazón yo estaba sumida en ese arrebato de puro egocentrismo que es el primer momento de un romance, cuando el resplandor del amor te deja ciega y la felicidad te deja tonta, cuando todo es excitación y borrachera y sólo eres capaz de sentirte la piel y de mirar al otro. Así es que cuando Félix se derrumbó en mis brazos preferí pensar en lo más fáciclass="underline" que era viejo y que a los viejos les suceden esas cosas. Que un día se ponen malos y a lo peor se mueren.
Cuando lo ingresamos en el hospital estaba sin sentido. Él también ardía de fiebre, lo mismo que había sucedido con Adrián apenas una semana antes. Pero a diferencia del muchacho, cuya fiebre olía a anginas escolares, a pan tierno y tarde lluviosa de domingo, la fiebre de Félix evocaba agitados susurros de enfermeras, cuerpos emaciados, pasillos interminables atravesados por corrientes de aire frío. Félix, nos lo dijeron los médicos enseguida, tenía una neumonía. Un diagnóstico preocupante para su edad y para el estado de sus pulmones. Le empezaron a suministrar antibióticos, pero su organismo no respondía al tratamiento. En la ardiente penumbra de la habitación, con la calefacción a toda potencia, yo me desembarazaba del abrigo y luego de la chaqueta y después me remangaba la camiseta y le observaba dormitar durante horas, angustiada por el calor y por la proximidad de la muerte. Antes, vestido con sus amplias chaquetas de tweed, Félix había mantenido su prestancia, pero ahora, envuelto en el camisón hospitalario, se le veía huesudo, pingajoso de piel y diminuto, viejo como una gárgola, más pálido que las sábanas, extremadamente delicado y frágil. Le imaginé una semana atrás, paseando solo por Amsterdam bajo vientos polares, con las cejas escarchadas y los pies helados. No era de extrañar que se hubiera cogido una neumonía. Era una cosa más a añadir a la larga lista de mis culpas, junto con el hundimiento del Titanic y la desaparición de los dinosaurios. Qué increíble fragilidad la de los humanos: aquí estaba Félix, con toda su larga vida detrás y sus recuerdos, a punto de desaparecer en un solo instante como el humo que se desvanece en el aire. Recordé, no sé por qué, a Compay Segundo, el anciano artista cubano que cantaba canciones arrastradas de viejo cabaret, músicas sensuales y ceñidas, cálidos sones para noches del trópico. Compay era más o menos de la edad de Félix: y él también, como Félix, debió de ser joven y voraz en el pasado. «Yo vivo enamorado, Clarabella de mi vida, prenda adorada que jamás olvidaré; por eso yo, cuando te miro y te considero como buena, yo nunca pienso que me tengo que morir», cantaba ahora Compay, desde la altura de sus ochenta años: y cada vez que le oía me lo imaginaba preso de la nostalgia de sí mismo, de aquel Compay que antaño tuvo que ser, con el pecho fuerte, los ojos seductores y el hambre de las hembras aún en los labios. En los hombres llenos de vitalidad, como Compay o Félix, la melancolía del tiempo fugitivo era más aguda, más conmovedora. A mí, por lo menos, me conmovía. La intensidad de mi preocupación por Félix Roble me tenía sorprendida: hacía apenas mes y medio que le conocía y ya formaba parte de mi vida. Pasé muchas horas en aquel cuarto seco y tórrido del hospital, vigilando al enfermo y sintiendo oscuramente que estábamos llegando a un punto final, que algo se acababa.
Al tercer día, cuando los médicos se disponían a probar con Félix el cuarto antibiótico distinto, Adrián y yo nos pasamos un rato por casa para cambiarnos de ropa, cosa que, curiosamente, terminamos haciendo dentro de la cama y con gran entusiasmo. Cuando sonó el teléfono estábamos medio dormidos. Pegué un respingo y miré el despertador. Eran las siete de la tarde.
– ¿Sí?
– Li-Chao. Te espera en el El Cielo Feliz. Dentro de media hora. Lleva la carta del amigo holandés.
Eso dijo Manuel Blanco, porque era él, sin duda, antes de colgar abruptamente.
– ¡Pero qué estúpido! ¿Es que no se imagina que tenemos el teléfono intervenido? -bufé-. Y además dentro de media hora. ¿Qué es eso de El Cielo Feliz?
– Un restaurante chino, claro -dijo Adrián.
Por supuesto: tuvimos que mirar en la guía de teléfonos para encontrar la dirección. Paseo de la Cuesta del Río, 11. Nos vestimos a una velocidad inverosímil y tuvimos la suerte de encontrar un taxi nada más salir del portal, pero tanto el taxista como nosotros ignorábamos dónde se encontraba la calle y nos perdimos. Llegamos al restaurante casi una hora más tarde. Había caído la noche y el solitario paseo de la Cuesta del Río tenía un aspecto bastante siniestro, delimitado en toda su extensión por muros de fábricas abandonadas, talleres mecánicos cerrados y solares atestados de basuras. En medio de la negrura, un pequeño restaurante chino hacía parpadear tantas bombillas rojas como un carricoche de verbena. Nos detuvimos ante la puerta, amedrentados, mientras el taxi se perdía a nuestras espaldas. Cómo echaba de menos a Félix; aunque no era más que un anciano, su aplomo me hacía sentirme más segura. Tomamos aliento y empujamos el pomo, que era un dragón de plástico enroscado. Entramos en el locaclass="underline" rectangular, pequeño, con siete mesas preparadas para la cena pero aún vacías. Farolillos chinos de papel, paredes bastante sucias. Olor a pescado hervido.
– ¿Hola? -aventuré-. ¿Hay alguien?
Salió una chica por una puerta. China, naturalmente. Muy joven, despeinada, simpática.
– Hola. Lestaulante celado todavía. Media hola después.
– No venimos a cenar. Tenemos una cita con… Con el señor Li-Chao.
La chinita dejó de ser simpática.
– Un momento.
Desapareció por la puerta interior y yo pensé una vez más en salir corriendo. Pero no me dio tiempo. La joven asomó la cabeza:
– Pasen.
Y pasamos. A la cocina, pringosa y llena de perolos humeantes que un par de tipos removían; a un pasillo oscuro; y a un cuarto de estar. La chinita cerró la puerta detrás de nosotros.
– Siéntense, por favor.
Obedecimos. Li-Chao era un hombre más bien grueso, con un rostro carnoso, liso y blando que recordaba a una ciruela madura. Podía tener unos cuarenta años y vestía de occidental, con una chaqueta gris y una camisa negra, sin corbata y abrochada con primor hasta el gaznate. Estaba sentado ante una mesa camilla, y frente a él tenía una bandeja de laca con una tetera y varias minúsculas tacitas de porcelana.
– ¿Un poco de té?
Aceptamos los dos, Adrián y yo, supongo que para poder tener algo entre las manos. Estábamos en un cuartito pequeño, casi ocupado por completo por la mesa camilla y media docena de sillas baratas de respaldo alto y recto. Detrás de Li-Chao había un aparador estrecho, y sobre el aparador una talla de jade representando a un viejo pescador y una caja abierta de corn-flakes de Kellog's. Lo único extraordinario era la luz: un farolillo de papel la teñía de color rosa, de un rosa denso, pegajoso, tan dulce como un caramelo desleído, un rosa atosigante que te hacía sentir dentro de una burbuja, en la boca de un pez, entre membranas. Asfixiaba ese aire.
Nos sirvió el té con parsimonia y colocó las tazas frente a nosotros. Por supuesto que no nos ofreció azúcar, y el té, además de estar hirviendo, era tan amargo que resultaba corrosivo. Volví a dejar la taza sobre la mesa y sonreí educadamente a Li-Chao con mis labios abrasados. He estado en China, y sé que los prolegómenos corteses se llevan cierto tiempo.