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– Adrián… -susurré.

– Ya lo he visto.

La calle se extendía delante de nosotros negra y larga, sin portales en los que guarecerse, sin posibilidades de esconderse, sin que la velocidad de nuestras piernas pudiera librarnos de la persecución.

– ¿Qué hacemos? -dije.

– Sigamos caminando. Deprisa, pero sin correr. Haz como si no los hubieras visto.

Nuestros pasos repiqueteaban en las baldosas rotas de la calle: una zancada de Adrián, dos saltitos míos. Y el ronroneo del coche que nos seguía. Con el rabillo del ojo, atisbé el morro del vehículo. El resplandor de los faros impedía ver nada con precisión, pero a través de los cristales me pareció advertir al menos dos siluetas.

– Tranquila, hay gente ahí delante.

– ¿Cómo?

– Hay gente ahí delante -repitió Adrián. En efecto, unos metros más allá se veía a dos o tres personas junto a una farola amarillenta. Apretamos un poco más el paso:

me dolía el costado, una punzada aguda al respirar. Eran tres, ahora ya se podían ver con claridad, tres hombres jóvenes de aspecto muy común, dos con vaqueros, uno con traje. El coche seguía deslizándose muy cerca de nosotros, junto al bordillo.

– Adrián…

No me gustaba lo que veía, no me gustaba nada. Los tres hombres nos estaban mirando, no hablaban entre sí, sólo nos contemplaban fijamente y se extendían en una línea a todo lo ancho de la acera. A su lado había aparcado otro vehículo, un automóvil grande, caro.

– ¡Adrián!

Nos habían cortado el paso. Me sentí como una oveja hábilmente pastoreada que entra por sí sola al matadero. Redujimos la marcha hasta detenernos. A nuestra espalda se abrieron y cerraron las puertas del coche que nos seguía: alguien se bajaba. Pero no miramos para atrás, o al menos yo no lo hice. Toda mi atención estaba concentrada en los tres hombres que teníamos delante. Los dos que vestían pantalones vaqueros estaban situados en los extremos. Llevaban unas pistolas negras y relucientes con las que nos apuntaban. El individuo del centro era pelirrojo, alto y musculoso, con aspecto de galán de culebrón televisivo. Era uno de esos tipos tan pagados de sí mismos que convierten su guapeza en una agresión a los demás. Sentí cómo alguien me arrimaba desde detrás algo frío y metálico a la oreja. Debía de ser el cañón de un arma, porque Adrián tenía un pistolón pegado a la garganta.

– Pero qué sorpresa -dijo el pelirrojo con voz pituda-. Mira quién está aquí: la pobre y desconsolada esposa.

– ¿Qui… quiénes son ustedes? -dije, con una voz tan tenue y temblorosa que creí que no me oirían. Pero el Caralindo debió de escuchar algo.

– Preguntas mucho, querida, ese es el problema. Para vivir tranquilo hay que cerrar la boca.

Hizo un gesto con la mano y volví a escuchar cómo se abría una puerta de coche a mis espaldas. Al instante entró en mi radio de visión un hombre nuevo que arrastraba algo enganchado por una cadena. Reconocí el gemido aun antes de verla: era la Perra-Foca. El animal intentó venirse conmigo, pero el tipo la tenía sujeta por el collar y no se lo permitió.

– ¿Qué hace ella aquí? -farfullé.

– ¿Lo ves? Eres incorregible: no paras de preguntar -dijo el pelirrojo.

Se agachó y comenzó a acariciar a la Perra-Foca.

– No es de buena educación ir de acá para allá preguntando cosas y molestando a tanta gente. No señor, no lo es.

En vista de que la cosa se prolongaba, la Perra-Foca suspiró y optó por tumbarse, a la espera de que los extravagantes humanos tuviéramos a bien acabar con esa situación para ella incomprensible. El pelirrojo se puso en cuclillas junto a ella.

– Qué perra tan bonita.

No era bonita. Era gorda y despeluchada y vieja y estaba desparramada sobre el suelo. Se me encogió el corazón.

– Tengo amigos, amigos muy importantes, a los que no les gusta la gente preguntona -dijo el Caralindo.

Y se sacó una navaja del bolsillo. Era de resorte, con una hoja muy puntiaguda, fina y estrecha.

– Mis amigos me han dicho: Vete y adviértele a esa chica que preguntar es muy malo para la salud.

Comenzó a pasar la punta de la navaja por encima de la Perra-Foca. Sin apretar, como si fuera una caricia, el pico de metal marcando un camino por las ingles del animal, por el lomo, por el cuello.

– Vete y adviértele a esa chica que preguntar demasiado es más perjudicial para la salud que ser yonqui, o que caerse de un décimo piso.

El puñal merodeó perezosamente por el vientre de la Perra-Foca.

– Preguntar puede terminar convirtiéndose en algo muy doloroso, mutilador, violento…

La afilada punta recorrió las peludas patas delanteras y empezó a subir por la línea del cuello hacia la cabeza; la Perra-Foca dio un lametón a la mano del pelirrojo y se lo quedó mirando, miope y plácida. El ojo, pensé alucinada. Como el ojo de Li-Chao. Le va a sacar un ojo al animal y no seré capaz de soportarlo. En ese momento el matón sujetó la cabeza de la perra contra el suelo con su mano derecha. Era zurdo. Debí de hacer algún tipo de movimiento, no lo recuerdo, porque sentí que me retorcían los brazos y que el cañón del arma se me clavaba en la cara con más fuerza.

– Algo muy desagradable, te lo aseguro.

Todo fue muy rápido: era habilidoso el Caralindo. Con un solo movimiento de muñeca, el hombre alzó la mano y rebanó de raíz una de las orejas de la Perra-Foca, que empezó a chillar como si la estuvieran matando y a sacudir la cabeza, salpicándolo todo con su sangre. Entonces la soltaron y el animal se vino hacia mí en busca de cobijo. Adrián y yo nos inclinamos para cogerla y calmarla; estábamos libres, los hombres habían guardado sus pistolas y se estaban metiendo a toda velocidad en sus grandes vehículos. El pelirrojo fue el último en retirarse:

– Ya lo sabes, querida, no sigas preguntando. No vuelvas a enfadar a mis amigos.

Hubo un estruendo de portezuelas al cerrarse y los dos coches desaparecieron con gran rugido de motores por la calle vacía. La Perra-Foca gimoteaba y se daba cabezazos contra mis rodillas: la herida debía de dolerle, pero podría haber sido mucho más grave. Me temblaban tanto las piernas que apenas si era capaz de caminar. Tardamos cerca de veinte minutos en llegar hasta una cabina de teléfonos y conseguir un taxi.

Lo primero que hicimos fue acercarnos a un veterinario de urgencia, y lo segundo, llamar al inspector García, que acudió a vernos enseguida. Era feo y estúpido, pero servicial. Yo estaba tan aterrorizada que me dieron ganas de besarle cuando llegó.

– Lo peor es que para llevarse a la perra han tenido que entrar en casa. Y no parece que la puerta esté forzada -dije, tras explicarle nuestro desagradable encuentro de esa noche.

García revisó con plúmbea laboriosidad todas las ventanas y cerraduras de la casa.

– Todo en orden. Nada forzado. Trabajo de profesionales. Pero no se preocupe. No volverán. Por ahora. Era un aviso. ¿Qué hacía usted en el paseo de la Cuesta del Río?

Porque yo no le había contado toda la verdad. No había hablado de Van Hoog, ni de Manuel Blanco, ni de Li-Chao. Ahora estuve tentada de decírselo todo. Abrir mi corazón al inspector y abandonar la búsqueda. Acabar con las preguntas, como dijo el abominable pelirrojo, y con el miedo. Pero no, no podía porque también me daba miedo Li-Chao. Estaba segura de que al chino no le haría ninguna gracia que habláramos de él con la policía. Habíamos ido ya demasiado lejos. Lo clandestino debía de seguir siendo clandestino.

– Habíamos ido a… A un taller mecánico de la zona para… Nos habían dicho que vendían una moto de segunda mano en buen estado y Adrián quería comprarla.

– ¿Qué taller?

– No… No lo encontramos. Nos perdimos. Taller Sánchez, era. Pero no lo encontramos. Por eso dimos un montón de vueltas por ahí. Y luego se nos hizo de noche y no había manera de pillar un taxi.

La cara de García se crispó en un gesto de melancólico disgusto.

– Soy un profesional. Usted miente. Yo callo. Usted cree que me ha engañado. Yo callo. Usted cree que soy idiota. Y yo callo. Pero si sigue usted husmeando por ahí, le pasará algo muy feo. Quédese quieta. No juegue a detectives. Deje que los profesionales trabajemos.

García tenía razón. Sí, por primera vez pensé que García tenía razón. Todo había sido una locura, una estupidez. Me había dejado llevar por las fantasías de Félix, por sus viejerías, porque los viejos, ya se sabe, cometen viejerías del mismo modo que los niños cometen niñerías. Y ahora Félix estaba en el hospital, grave, muy grave; y yo tenía miedo y estaba decidida a no volver a plantear ni una sola pregunta. Sí, se acabó el jugar a los detectives, como decía el inspector. Si la policía no podía devolverme a Ramón, era una insensatez creer que yo lograría mejores resultados.

Esa madrugada, después de que se fuera el inspector; de habernos tomado todos, Perra-Foca incluida, una ronda de tranquilizantes; de haber hecho el amor desesperadamente e intentado comer sin hambre alguna, me marché al hospital para ver a Félix. De noche, los hospitales tienen una atmósfera reverberante y umbría, el eco submarino de los grandes espacios sigilosos. Recorrí los pasillos medio apagados y entré de puntillas en el cuarto. Félix dormitaba, aparentemente tranquilo, en la suave penumbra de la lámpara nocturna. Un viejo en una cama de hospital, de madrugada. Como en aquella Nochebuena con aquel anciano desconocido. Pero esta vez el viejo era mío y yo era yo.

Me senté a su lado. Hay momentos en la vida en que todo es muerte. En los que la cotidianidad se hace pedazos y el horror se convierte en un destino inevitable. Sádicos pelirrojos que sacan ojos, niñas violadas y estranguladas, muchachitos que torturan y asesinan a bebés, mendigos quemados vivos por neonazis. Hay momentos en los que la atrocidad te anega de tal modo que te asombra haber llegado relativamente indemne hasta ese día. Es tan impensable el horror cuando se piensa. No cabe en la cabeza y te vuelve loco.

– Lucía…

Me sobresalté. Hice un esfuerzo por regresar al mundo. Estaba lejos, muy lejos, en el abismo.