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– Lucía, ¿qué te pasa?

Era Félix. Se había despertado y me miraba. Tenía un rostro hermoso, pulcro, inteligente.

– Nada. Bueno, sí. Estaba un poco angustiada. Pero no es nada. Ya se me está pasando. ¿Qué tal estás?

– ¿Cómo dices? -se esforzó, enroscando una mano sobre la oreja.

– Que qué tal estás -repetí, modulando con cuidado las palabras.

– Bien. Creo que no tengo fiebre. Le toqué la frente. Parecía fresca.

– Estás temblando -dijo Félix.

– No me siento muy bien -respondí, intentando no llorar. Félix me palmeó el dorso de la mano.

– Lucía, cariño, yo no tengo ganas de dormir. ¿Quieres que te cuente una de mis historias?

Desde la ejecución del traidor Moreno todo empezó a desmoronarse -dijo Félix Roble- Yo bebía demasiado, y no era el único. Los anarquistas originales, la gente con la que me crié, eran de una sobriedad rayana en lo maniático: incluso el café les parecía una droga peligrosa. Pero ahora algunos bebíamos, y otros empezaban a mostrar demasiado apego a sus armas y al dinero conseguido con ellas. Las discusiones eran constantes: cada uno de nosotros tenía un criterio diferente sobre la estrategia a seguir. Empecé a alejarme del grupo y de mi hermano. No es que lo hiciera de manera voluntaria y consciente, es que no disponía de sujeciones suficientes, estaba a la deriva. Me sentía como hueco. Un papel arrugado que la brisa arrastra.

Fue entonces, en ese tiempo hosco y aturdido, cuando conocí a Manitas de Plata. Siempre recordaré la fecha: era el 7 de mayo de 1949. Tras lo de Moreno, la organización de Barcelona había quedado gravemente dañada. Entonces a Víctor se le ocurrió volver a poner en marcha a los Solidarios. La idea consistía en crear una guerrilla urbana totalmente independiente del sindicato clandestino. El grupo de activistas estaría compuesto por personas venidas del exterior, gentes limpias para los archivos policiales de las que los cenetistas locales no sabrían nada.

«Así, si vuelve a caer la dirección del sindicato, que tal como están las cosas es muy posible, no podrán delatar a los Solidarios», dijo Víctor.

«Muy bien, montamos otra vez un grupo de pistoleros en España. ¿Y qué? ¿Qué crees que vamos a conseguir con esto?», le discutí. Últimamente le discutía todo.

«¿Que qué vamos a conseguir? Parece mentira que seas hijo de tu padre. Pelear, cojones, eso es lo que vamos a conseguir. Pelear contra los oligarcas y los fascistas. Como siempre, hermano. Como siempre.»

Víctor tenía razón y al mismo tiempo se equivocaba. La lucha no nos llevaba a ningún lado, pero, por otra parte, luchar era lo único que nos quedaba. De manera que acabé plegándome a su voluntad, como casi siempre.

Yo fui el primero en irme a España, de cabeza de puente, para organizar la infraestructura. A decir verdad, agradecí la misión: me obligaba a disciplinarme de nuevo y me sacaba de la abulia. Además, siempre podía morir en el empeño. Y no es que por entonces quisiera de verdad morirme, todavía no, eso vendría después; pero en aquella época la vida ya había perdido para mí su brillo y su razón, eso sí era cierto; y ponerte en peligro tenía por lo menos el atractivo de otorgarle cierto sentido a tu existencia: el de sobrevivir hasta el día siguiente.

Así es que llegué a Barcelona a finales de abril de 1949 tras cruzar clandestinamente la frontera. Llevaba conmigo unos papeles falsos magníficos que en realidad eran legales. Pertenecían al novio de una cenetista, un chico que se había matado al caer de un tejado; era huérfano y carecía de familia, y los compañeros habían tenido presencia de ánimo suficiente como para enterrar el cadáver en secreto, de manera que sus papeles se quedaron limpios. Yo era ahora ese muchacho: me llamaba Miguel Peláez, era albañil y tenía treinta años. En realidad, había cumplido treinta y cinco y no sabía manejar la llana, así es que me instalé en una pensión de las Ramblas y encontré un trabajo en el puerto, de estibador. Tenía que dar el 30 por 100 de mi paga al capataz que me contrató, y aun así estaba de suerte. Según mis papeles, es decir, según los papeles de Miguel, yo estaba clasificado como indiferente. Después de la guerra civil, todos los españoles fuimos clasificados por nuestra ideología en afectos al Régimen, desafectos e indiferentes. Los desafectos, como puedes imaginar, tenían una vida negra: o estaban en la cárcel o depurados, sus bienes habían sido generalmente confiscados y no podían encontrar trabajo. Los indiferentes lo tenían mejor; pero en la práctica no podían ser maestros ni profesores, ni trabajar como funcionarios, ni recibir ayudas estatales; y tampoco les era sencillo encontrar un buen empleo. Así es que yo me sentí bastante satisfecho de poder romperme el lomo trabajando como estibador, aunque tuviera que entregar una parte de mi sueldo al mafioso de turno.

Aquel mes de mayo la primavera estalló de un día para otro. Yo vivía en una pensión de las Ramblas registrado como Miguel Peláez y además había alquilado una casa pobrísima en el cinturón fabril, con nombre falso, para que nos sirviera de centro de operaciones. Ahora me doy cuenta de que he dicho que esa casa la alquilé con nombre falso, como si el de Miguel hubiera sido auténtico. He vivido durante tantos años una vida doble y clandestina que a veces me cuesta descubrir cuál es mi verdadera identidad. En aquel entonces yo era Félix Roble en la memoria privada de mi infancia, Fortuna para los compañeros de clandestinidad, Arturo Pérez para el carnicero que me realquiló la casita del extrarradio y Miguel Peláez para todo el mundo con quien me trataba en mi vida cotidiana en Barcelona. Sobre todo fui Miguel Peláez para Manitas de Plata; y por eso aún hoy me parece que esa era mi identidad auténtica. Porque con ese nombre fui amado.

Pero te decía que aquella primavera el calor llegó de un día para otro. Era un domingo por la tarde y no tenía nada que hacer. Salí de la pensión y bajé por las Ramblas. El cielo estaba de un color azul sólido, como si fuera esmalte, y el aire olía a flores, a verano y a polvo, ese polvo festivo que levantan los pies de las familias al pasear por las avenidas en domingo. Los primeros días de calor de primavera son extraordinarios: se te meten debajo de la piel, te hacen bullir la sangre lo mismo que bulle la savia en un arbusto. Te hacen sentirte renovado y joven, incluso ahora me sucede, que ya estoy casi muerto; incluso ahora, los primeros calores me hacen sentir como si pudieran brotarme hojas de los dedos. Así es que bajé por la calle un poco aturdido ante tanta vida, recordando otros tiempos, mi juventud primera, cuando me llamaban Fortunita y paseaba por las Ramblas junto a mis compadres, la gente de bronce, antes o después de una corrida, mirando a las chicas y sintiendo las piernas ágiles y fuertes; y la espalda, recta y sin pesadumbres; y todo mi cuerpo, el cuerpo de la juventud, hambriento de placeres, ese cuerpo que contoneaba ligeramente Ramblas abajo con paso achulapado de torero para impresionar a las muchachas.

Todo aquello se había terminado, ese mundo se había ido para siempre, y ni siquiera las Ramblas eran las mismas: ahora formaban parte de una ciudad humillada y vencida. Pero la primavera sí era igual; y el calor, y el cielo deslumbrante. De modo que la culpa de todo la tuvo la temperatura. Si no hubiera hecho un día tan hermoso, yo me habría comportado con más cautela, con más disciplina. Pero la primavera me había trastornado.

Dio la casualidad de que mis pasos me llevaron hasta la plaza de Cataluña justo cuando allí se desarrollaba una pequeña escena: una mujer era violentamente zarandeada por un hombre. La situación no era en sí nada extraordinaria: en las callejas cercanas a las Ramblas los chulos pegaban a sus prostitutas abiertamente, y en los ambientes obreros más de una mujer aparecía con el ojo morado por las mañanas. Nunca las mujeres anarquistas, desde luego. O casi nunca. En los círculos libertarios la mujer siempre ocupó un lugar preeminente.

Pero aunque la situación no fuera extraordinaria, los personajes implicados sí lo eran. Sobre todo, ella. Ella era una dama, no sé cómo explicarte. Vestía un traje sastre color cereza, de falda estrecha y chaqueta muy ajustada. Y un sombrerito redondo del mismo tono con un velo negro sobre la cara. Entonces nadie vestía así, con esa elegancia, con esa sofisticación, con ese refinamiento. Nadie llevaba sombreritos con velo a media tarde. Parecía una actriz de Hollywood. Decir esto es una banalidad, pero es lo que se me pasó de verdad por la cabeza. En la España de los cuarenta, miserable y sombría, aquella mujer parecia proceder de un planeta remoto. Y eso era la estética de las películas de Hollywood para nosotros, un producto de Marte. En fin, era una mujer impresionante. En el tipo, en el porte, en la boca roja y carnosa que asomaba por debajo del velo; en el relampagueo furioso de sus ojos tras la suave penumbra de la redecilla.

En cuanto a él, me sorprendió comprobar que reconocía su cara. Era un actor joven y medianamente famoso por entonces. Estaba fuera de sí, desencajado. Había cogido por los hombros a la mujer y la sacudía frenéticamente mientras gritaba con voz ronca: «No me puedes hacer esto, no me puedes hacer esto.» Ella intentaba resistir los empellones agarrada a las muñecas del hombre, pero sus fuerzas empezaban a quebrarse: la cabeza se le movía como un badajo loco, los pies perdían apoyo. Entonces intervine yo. No sé por qué. Nunca debí hacerlo. Iba en contra de todas las normas. Un militante clandestino que está en una misión no puede jugar a ser caballero andante. Pero supongo que olía demasiado a verano como para ser prudente.

Me acerqué y puse la mano en el hombro del actor: «Hombre, qué haces, cálmate», le dije, o algo parecido. Tampoco quería pegarme con él, si no era necesario. Pero el tipo ni se enteró de mi presencia, tan trastornado estaba. Así es que tuve que pegar un tirón y arrancarle literalmente de la mujer. Se me quedó mirando atónito y boqueante, como un perro rabioso al que separas de otro. «Tranquilo, no hay que ponerse así, ya está bien; seguro que puedes arreglar las cosas de otro modo.» Pero él seguía obnubilado. Extendió un dedo hacia mí y dijo: «Tú… tú eres su amante… Ya lo sabía… Lo sabía… Voy a matarte.» Estaba como loco. Así es que al final tuvimos que pegarnos. Fue fácil; él se lanzó sobre mí como un toro ciego, sin saber qué golpeaba. No debía de tener costumbre de pelear. Yo sí, yo estaba entrenado para ello, y eso lo cambia todo. Yo sabía que las peleas se ganan en el primer golpe, y que todo consiste en ser tú quien da ese golpe y en hacer el mayor daño posible, porque a lo peor no tienes una segunda oportunidad. Y hay que atacar sin saña y con la cabeza fría, pero al mismo tiempo sin clemencia. Eso es lo que hice, y el actor quedó tendido en la acera con el segundo puñetazo. Me dejé los nudillos destrozados.