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La mujer se agachó a inspeccionar al vencido. Con el zarandeo se le había caído el sombrerito. Estaba muy calmada y muy hermosa. «Damián, por favor, ¿puedes venir?», dijo después, llamando a alguien a mi espalda. Miré hacia atrás: estábamos rodeados de espectadores. No se habían detenido a ver cómo sacudían a una mujer, pero la pelea entre nosotros dos había conseguido formar un atento corro. Damián se acercó: era un hombre mayor al que luego llegué a conocer bastante, el portero del teatro Barcelona, que estaba en la misma plaza de Cataluña. «Por favor, Damián, llévatelo a casa. Y ocúpate de que esté bien», le dijo la mujer, metiéndole un billete en el bolsillo. Y Damián se ocupó, con la ayuda de un par de tramoyistas.

«Gracias», me dijo entonces ella, dándome la mano y apretándola como si fuera un pelotari: mis doloridos nudillos gimieron. «Me llamo Amalia Gayo. A lo mejor me conoces. Soy artista. Trabajo en el teatro», continuó, señalando con un movimiento de barbilla al Barcelona. En aquellos tiempos las mujeres llevaban las cejas depiladas y pintadas muy finas, pero Amalia llevaba sus cejas naturales, muy negras, medianamente anchas y maravillosamente dibujadas sobre la amplia frente, como gruesos trazos de tinta china; y ya sólo por eso llamaba la atención, sólo por eso parecía extraña y un poco salvaje. Tenía el pelo suelto y ondulado sobre los hombros y sus ojos grises destacaban contra la piel morena.

«Me tengo que ir», añadió la mujer. «Está bien», contesté. Ella se echó a reír; luego me diría que le intrigó mi displicencia, que estaba acostumbrada a que los hombres se pegaran a ella como moscas. «Es un buen chico, pero ya ve usted que está un poco loco», explicó, refiriéndose al actor. «Son cosas que pasan», contesté. «Muchas gracias de nuevo», dijo ella, dándome otra vez la mano; y la retuvo un poco, añadiendo con coquetería: «Se lo digo de corazón; y le advierto que no suelo dar las gracias a los hombres muy a menudo.» «Ha debido de tener usted una suerte muy mala con los hombres», respondí. Volvió a reír: «Al contrario: buenísima», dijo, y se alejó de mí con taconeo garboso. Me la quedé mirando. A los pocos metros se volvió: «¿Quiere usted verme?», preguntó desde lejos. «La invitaría a un café con mucho gusto», contesté. «¡Me refiero al teatro!», rió ella maliciosamente, satisfecha de haberme atrapado. «Que si quiere venir a ver la función. Empieza en media hora.» Y sí, quise. Algo tan simple como eso, decir un sí en vez de un no, desencadenó la catástrofe y cambió mi vida para siempre.

Tal vez te suene el nombre de Amalia Gayo. Fue también conocida como Manitas de Plata. Llegó a ser muy famosa durante un par de temporadas: era la más directa competidora de Concha Piquer. Amalia cantaba tan bien como la Piquer, y además bailaba maravillosamente. Pero lo que mejor hacía era tocar la guitarra española; en esto era muy original, porque por entonces no había mujeres guitarristas. Por eso la llamaban Manitas de Plata. Ella decía que era hija de un francés y de una gitana española, y que Gayo era el apellido de su primer marido. Tal vez fuera cierto o tal vez no: era una mujer enigmática, secreta. Nunca he conocido a nadie como ella; todo cuanto hacía, todo cuanto era, tenía una intensidad extraordinaria. Cuando reía, cuando actuaba, cuando se enfadaba, cuando amaba, lo hacía con tanta determinación y tanta fuerza que parecía estar inventando la risa, el arte, la furia, el amor. Hubo noches gloriosas en las que sentí que ella me quería como nadie jamás me había querido antes: era el paraíso, la abundancia. Pero al día siguiente se te escapaba de las manos, volvía a convertirse en una criatura inasible y misteriosa. Era como una llama, abrasadora e imposible de apresar. Volvía locos a los hombres. A mí me volvió loco.

A partir de aquel domingo de mayo empezaron unos meses de éxtasis y de martirio. Empezó la desgracia. No hay hombre en la tierra que no conozca o no intuya el daño de la mujer, el dolor que la otra puede infligirte, cómo a través del amor llega la peste. Y no me estoy refiriendo sólo al desamor, a que ella no te ame bien, o te deje, o te engañe con otro. Estos son dolores simples de corazón, aunque sean lacerantes como un cuchillo al rojo. No, a lo que me refiero, el verdadero peligro de la mujer en su sustancia, es todo lo indecible que engloba al otro sexo, es el espejo oscuro, esa perversión que nos refleja. La mujer, una mujer, puede sacar a la luz toda la locura y la destrucción que tenías dentro ti, adormecidas. Porque todos llevamos dentro nuestro propio infierno, una posibilidad de perdición que es sólo nuestra, un dibujo personal de la catástrofe. Pues bien, Amalia desencadenó para mí las tempestades.

Nunca había sentido algo semejante por una mujer. Mi historia con Dorita, la novia que la guerra me hizo perder, y a quien yo creía haber amado profundamente, me parecía ahora una relación superficial, casi infantil, poco más que un cariño rudimentario y fraternal. No lo digo por alardear, pero siempre me fue bien con las mujeres e intimé con bastantes. Pero todas ellas tuvieron que competir en desventaja contra mis prioridades: el anarquismo y mi pasión por los toros. Amalia, en cambio, se adueñó de mí por completo. Ella era como un sol, derretía y fulminaba el entorno con su presencia. Y así, todo desapareció, incluso mi propia identidad. Aunque, ahora que lo pienso, tal vez Amalia pudo brillar tanto para mí en aquel momento precisamente porque toda mi vida anterior había empezado ya a desmoronarse. Porque los toros se habían acabado, los fascistas nos habían vencido, el anarquismo se desintegraba. Con ella, con Amalia, cuando todo iba bien, cuando nos amábamos como desesperados, me sentía tan vivo y tan invulnerable que todas las pérdidas anteriores desaparecían como por ensalmo de mi memoria. Este tipo de amor es como una droga. Te ofrece el paraíso, pero te mata.

Al principio el placer fue mayor que el dolor. Poco después el dolor empezó a superar al placer; y al final, eso fue lo peor, el dolor se convirtió en placer, o al menos uno y otro comenzaron a ser indistinguibles. Amalia seguía viendo al actor que la había zarandeado y yo enfermaba de celos asesinos. Empecé a perseguirla, me escondía en portales malolientes para espiarla, le monté grandes broncas, chillé, lloré, me humillé, la zarandeé yo también, le pedí perdón, soñé con matarla. ¿Lo estoy contando demasiado deprisa? Créeme que no sé hacerlo de otro modo: el recuerdo de aquellos meses es un borrón confuso en mi memoria, como el recuerdo de una pesadilla. Dejé mi trabajo en el puerto, descuidé por completo mi labor clandestina, no pagué la pensión y un día me pusieron la maleta en la calle. Pero ella me llevó a su piso y me dio dinero para poder vivir. Siempre fue generosa en eso. Era un verdugo tierno y cuidadoso.

Una tarde salía de casa de Manitas de Plata para ir a recogerla al teatro al final de la función cuando me encontré con mi hermano. Me había localizado no sé cómo y me estaba esperando frente al portal. Tenía una cara terrible, una expresión desencajada y dura. «Me parece que tenemos que hablar», dijo, cogiéndome por el brazo con tal fuerza que me hizo daño. Yo me dejé hacer. Para entonces ya no estaba en mí, apenas si existía. Víctor me explicó luego que había ido decidido a matarme. Entonces yo no lo sabía, pero mi descuido en pagar el alquiler del piso franco había hecho que el dueño entrara en la casa y descubriera los panfletos y las armas. Yo había desaparecido sin dejar huella, y esto, unido a mi comportamiento cuando el asunto Moreno, les hizo sospechar que les había traicionado. Por eso vino Víctor a buscarme; pero cuando me agarró ante el portal de Amalia, y sintió en su mano el calor de mi fiebre, y vio mi delgadez y mi aspecto enajenado y macilento, comprendió que me sucedía algo terrible. Y se convirtió otra vez, la última, en el hermano mayor, en el protector abnegado y generoso. Me llevó con él, sin siquiera dejarme recoger mis cosas en el piso; nos instalamos en una pensión, y allí me cuidó y escuchó con paciencia exquisita. Pobre Víctor: hacía muchos años que no nos sentíamos tan cerca. Desde la infancia, desde la muerte de nuestra madre, desde México.

En dos o tres semanas me había recuperado de mi dolencia física, que tal vez fuera una bronquitis provocada por el deseo mismo de morirme que a la sazón sentía. Pero la dolencia moral seguía intacta. Disimulaba ante mi hermano, le decía que ya había olvidado a Manitas de Plata, pero no era cierto. Llevaba dentro de mí su ausencia como una llaga. Me volví a meter en las actividades clandestinas, me comprometí más que nadie en la reestructuración de los Solidarios, en parte para hacerme perdonar por los compañeros y en parte para intentar aturdirme con la lucha y borrar el recuerdo obsesivo de esa mujer. Pero el deseo seguía, cada vez más agudo, más perentorio.

Mientras tanto, la situación política iba empeorando por momentos. En las últimas semanas habían estallado en Barcelona diversos ingenios explosivos, unos artefactos chapuceros que parecían el trabajo de un aficionado. Los cenetistas, inquietos ante una escalada terrorista con la que ellos no tenían que ver y que sin embargo parecía incriminarlos, enviaron frenéticos mensajes a Francia pidiendo aclaraciones: tenían noticias de que andaba un comando por Barcelona intentando reconstruir a los Solidarios y querían saber si éramos los responsables de las bombas. Los dirigentes en Francia conectaron con nosotros y nos transmitieron la preocupación de nuestros compañeros. Pero nosotros tampoco habíamos puesto los explosivos, de modo que parecía bastante probable que se tratara de una añagaza de la policía española para comprometer a los anarquistas. Decidimos romper nuestro aislamiento y tener una reunión con José Sabater, el célebre líder cenetista, para elaborar una estrategia común. Al fin acordamos encontrarnos en un piso franco del sindicato. Era el mes de noviembre de 1949. Me desgarra el corazón hablar de esto.

La cita era a las siete de la tarde, y por la mañana Víctor me encargó que hiciera la ronda habitual. Hay un mecanismo básico de seguridad en la vida clandestina consistente en comprobar de manera periódica que todos los integrantes del grupo están bien, que no ha caído nadie. Tengo entendido que los antifranquistas de los años posteriores llevaban a cabo esos controles por medio de llamadas de teléfono a horas específicas y con un número de timbrazos previamente convenido. Pero en 1949 había muy pocos teléfonos, de manera que las rondas de seguridad se hacían personalmente. Se establecían una serie de citas y había que ir y confirmar que todo marchaba bien y que la organización se mantenía intacta e impermeable, sobre todo en los momentos previos a un encuentro tan importante como aquel.