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A mí me tocó conectar con tres compañeros; con los dos primeros no hubo ningún problema: nos encontramos en las esquinas y a las horas acordadas. Iba ya camino de la tercera cita cuando me hundí. Tuve mala suerte, eso desde luego: necesitaba coger un autobús cuya parada salía justamente de la plaza de Cataluña. Pero podía haber dado un rodeo, podría haberme ido andando hasta la parada siguiente para evitar la plaza, como venía haciendo en las últimas semanas. Sin embargo, no lo hice. Me justifiqué diciendo que tenía prisa. Que ya había pasado mucho tiempo. Que no podía seguir huyendo de mí mismo. Uno siempre puede encontrar centenares de justificaciones para adornar sus errores y sus debilidades. Creo que, al principio, sólo quería ver una vez más la preciosa cara de Manitas de Plata en el cartel anunciador de la fachada del teatro, su rostro malamente dibujado a una escala gigantesca, con tres metros desde la frente a la barbilla; y leer su nombre en las grandes letras. Cuando arrecia la desesperación del amor, cuando uno no puede más de angustia y añoranza, ver o repetir el nombre de la amada calma un poco, lo mismo que le sucede al alcohólico, que cuando necesita urgentemente una nueva copa y no dispone de ella, manosea con avidez la botella vacía para intentar buscar alivio a su ansiedad.

De modo que entré en la plaza de Cataluña con las piernas temblando y entonces sucedió lo peor que podía haberme pasado: ya no estaba allí el rostro de Amalia. Los cartelones del teatro eran nuevos y ahora anunciaban una comedia. Me acerqué a la taquilla a preguntar: el espectáculo de variedades del que Manitas de Plata era la principal estrella había terminado su contrato. Sí, Amalia Gayo se había ido. No, no tenían ni idea de dónde estaba.

Sentí que el mundo se borraba. Estoy hablando de algo físico, de una percepción directa de la nada. Dejé de escuchar los ruidos de la calle y me sentí flotando dentro de una masa gris de volúmenes amorfos. Amalia se había ido. Había desaparecido. Nunca más la encontraría. La había perdido para siempre.

Para un drogadicto, y el amor de este tipo es una droga, las palabras para siempre no tienen un significado temporal, es decir, no se extienden delante de ti de modo horizontal como una sucesión de días y meses y años, sino que tienen un efecto inmediato y vertical, como si bajo tus pies se abriera un abismo. Y haces lo que sea por llenar ese hueco. Por paliar el dolor insoportable de la caída. Yo me fui a casa de Amalia. No sé cómo lo hice, no me puedo recordar cubriendo el trayecto que separaba el teatro de su casa. Sólo me veo delante de la puerta pintada de marrón y apretando el timbre furiosamente, convencido de que todo era inútil, de que se había ido. Pero entonces se abrió la hoja. Era ella. Con el pelo despeinado, la cara pálida, los ojos engastados en ojeras violeta. Estaba descalza y llevaba un batín de seda china. Recuerdo que nos quedamos mirando el uno al otro, sin decirnos nada durante un largo rato; y luego ella se desató el quimono. Soy de otra generación y no me gusta hablar de estas cosas tan íntimas; pero te puedo decir que en sus brazos volví a renegar de mi propio nombre. No fui a comprobar la tercera cita, y tampoco fui esa tarde a la reunión con los dirigentes cenetistas. A decir verdad, no es que se me olvidara: se trató más bien de un sacrificio, de una ofrenda interior que le hice a Amalia, la ofrenda de mi vida, de mi dignidad, de mi cordura. Este tipo de amor exige víctimas.

A la mañana siguiente, bajo la despiadada luz del día, con el cuerpo ahito y el deseo cumplido, el peso de la culpa comenzó a asfixiarme. Sabía que Víctor estaría preocupado, que creerían que me había detenido la policía, que mi ausencia probablemente les había obligado a hacer una desbandada preventiva. Me avergonzaba de tal modo mi comportamiento que comprendí que tenía que tomar una resolución definitiva. Con doloroso esfuerzo, decidí volver a la pensión y afrontar las iras de mi hermano. Le conté una excusa a Amalia, que seguía creyendo que yo era Miguel Peláez e ignoraba toda mi parte clandestina, y salí hacia la pensión. Pensaba explicarme con Víctor y luego dejaría la lucha para siempre y regresaría con Manitas de Plata. Para amarla y para odiarla, para vivir y para morir. No sabía lo que me podía deparar mi futuro con Amalia, pero sí sabía que era incapaz de estar sin ella.

Siempre recordaré, para mi desgracia, aquella mañana, aquella escena. Cuando entré en el portal del edificio en cuyo cuarto piso estaba nuestra pensión, la sobrina del portero se encontraba fregando las escaleras. Nada más verme se levantó del suelo, riendo y secándose sus rojas y agrietadas manos en el mandil. «¡Vaya, primo Raimundo, te esperábamos el próximo domingo!», dijo, o algo así, mientras echaba los brazos a mi cuello y me besaba en ambas mejillas. «¡Qué buen aspecto tienes! ¿Y la tía Domitila?», prosiguió. «Bien», contesté, poniéndome alerta. «El tío está en la bodega. Si quieres, te llevo con él», dijo la muchacha, y me agarró del brazo y me arrastró fuera del portal. Era una chica robusta y fea, como de unos veinticinco años; cruzamos la calle y anduvimos unos metros charlando animadamente de cosas absurdas hasta doblar la esquina. Ahí la muchacha se detuvo. «No sé quiénes sois y no quiero saberlo, -dijo entonces, repentinamente seria-, pero la policía te está esperando arriba.» «¿La policía?», me inquieté. «¿Y mi hermano?» «Ah, pero ¿no te has enterado?», dijo la chica; y se sacó un recorte de periódico del pecho y me lo metió en la mano. «No vuelvas por aquí. Y si te cogen, yo no te he visto», dijo antes de salir corriendo. «¿Por qué haces esto?», le pregunté. La muchacha se encogió de hombros: «Mi padre era del Partido. Y lo mataron.» Así es que ya ves las vueltas que da el mundo; yo, anarquista e hijo de anarquistas, le debo la vida a un comunista.

En fin, supongo que puedes imaginar lo que decía ese recorte. Que había habido un tiroteo entre miembros de la policía y veinte delincuentes, como siempre nos llamaba el Régimen. Que habían muerto un policía y seis de los bandoleros. Uno de ellos era José Sabater, el líder cenetista; otro era mi hermano.

Con el tiempo me enteré de lo que había pasado. Un compañero había sido detenido y confesó en la tortura el lugar de la reunión. Ese infortunado era Germinal, el chico que me acompañó a cenar con Durruti antes de la guerra; y era la persona a quien yo hubiera tenido que ver en mi tercera cita de seguridad, aquella que no hice. Si hubiera ido a su encuentro, me habría dado cuenta de su ausencia y habría alertado a los demás. Pero no lo hice; y ellos acudieron a la reunión, a la emboscada, inocentemente.

Hay dos pensamientos que me martirizan de manera especial. En primer lugar, ¿por qué mi hermano no sospechó nada cuando yo no volví? ¿Por qué no abortó él mismo el encuentro con Sabater, puesto que no se había completado mi ronda de seguridad? Sólo se me ocurre una respuesta: que Víctor intuyó la verdad, es decir, que yo había regresado con Amalia; y que quiso cubrirme, dándome una nueva oportunidad, a la espera de que yo regresara a la hora de la reunión. Ya digo que en aquellas últimas semanas estábamos de nuevo muy unidos.

Su generosidad fraternal, esa confianza postrera en mí que le supongo, me hace aún más doloroso imaginar lo que sucedió allí, en aquel piso. Lo peor es tener la certidumbre de que, cuando empezó el asalto policial, sólo faltábamos dos, Germinal y yo. Alguien les había traicionado, alguien les había delatado, y sólo podía ser uno de nosotros, o tal vez los dos. Soy ateo y estoy convencido de que no hay otra vida después de ésta. Quiero decir que Víctor murió para siempre, y murió creyéndome un traidor. No hay forma de arreglar esto, no puedo enmendarlo de ningún modo. Durante muchos años fue un pensamiento insoportable. Todavía tengo pesadillas por las noches.

Y, en efecto, yo era un traidor. Mía era la culpa de la matanza y no del pobre Germinal, que se rompió en el suplicio. Cuando los supervivientes del tiroteo se encontraron con Germinal en la cárcel, llegaron al total convencimiento de que yo había sido un confidente de la policía: a fin de cuentas, seguía desaparecido. Yo no hice nada por sacarles de su error. Quería que me odiaran. Quería que me consideraran menos que una rata. Quería humillarme, castigarme, hacerme a mí mismo tanto daño que pudiera olvidarme de mi dolor.

El infierno existe. Yo he estado allí. El infierno son todos aquellos años que vagué por el mundo queriendo escapar de mis recuerdos. Es la soledad indescriptible, el embrutecimiento, la agonía. No volví a ver a Amalia, por supuesto: no hubiera podido soportar su presencia. Me fui directamente de Barcelona a la frontera y crucé a pie los Pirineos. Llevaba conmigo los papeles de Miguel Peláez, que, por una extraña casualidad, seguían limpios: la pensión había estado a nombre de mi hermano y los compañeros me conocían como Fortuna. Conseguí un pasaporte en París y embarqué hacia Hispanoamérica. Anduve dando tumbos por allí. No lo recuerdo mucho, porque casi todo el tiempo estaba borracho. Al principio estuve trabajando como pistolero y guardaespaldas para los mismos oligarcas y caciques a los que había combatido treinta años antes con Durruti. Luego llegué a estar tan tirado que ni siquiera ellos me quisieron contratar. Incluso los despreciables caciques me despreciaban. A mí, que treinta años antes, siendo un mocoso, me había sentido un príncipe ante ellos. Un príncipe del Glorioso Reino de los Pobres, una avanzadilla de la Revolución pendiente e inevitable.

Y un buen día, cosa extraordinaria, el infierno acabó. Sucedió en México y fue algo bastante raro. Yo había pasado la noche en el albergue de caridad de unas monjitas y por la mañana me había lavado bien en la fuente del patio. Luego me senté fuera, en un banco de piedra, pensando en cómo sacar algo de dinero para comprar alcohol. Debía de llevar como quince horas sin beber. Entonces se me sentó al lado un hombre mayor. En cuanto que abrió la boca reconocí su procedencia: era un gachupín, un español, y había venido a México para visitar a una hija monja. Él también adivinó mi origen en el acento y comenzó a interrogarme: ¿Llevaba mucho tiempo en el país? ¿Acaso estaba aquí por razones políticas? Y se apresuró a explicarme que podía hablarle con toda confianza, que aunque tuviera una hija monja y nunca hubiera militado en ninguna parte siempre se había sentido republicano y liberal.

Lo más asombroso es que la verborrea del hombre no me molestaba. Al contrario. Allí estaba yo, calentito en el banco al sol de la mañana, con el cuerpo limpio y el pelo aún mojado sobre el cráneo, tratado con respeto por ese caballero y completamente sobrio, sin que eso, la sobriedad, me infundiera ganas de chillar, como casi siempre sucedía. Entonces el hombre me preguntó que a qué me dedicaba. Me agarré las manos para que no se me notaran los temblores y contesté: «Soy torero.» «¡Torero!», se admiró el español. «Yo soy un buen aficionado. ¿A lo mejor le he visto alguna vez?» «No sé. Yo era… Yo soy Félix Roble, Fortunita», le dije. Y sí, me había visto, ¡se acordaba de mí! Estuvimos hablando de tardes de toros, de pases memorables, de mis propias faenas. «¿Por qué no vuelve usted a España?», me dijo el tipo, al cabo. «Es inútil que espere a que Franco se marche, porque a mí me parece que tenemos Generalísimo para rato. Además, las cosas están cambiando; y han empezado a regresar muchos exiliados.» Yo le escuchaba hablar mientras me repetía mentalmente: «Soy Félix Roble, soy Fortunita, soy Félix Roble.» Era como si me hubieran enterrado vivo durante un tiempo interminable y ahora estuviese sacando la cabeza. Era salir a la luz desde las tinieblas. Entonces me di cuenta de la fecha en que estábamos: era noviembre de 1959 y habían pasado diez años desde la muerte de mi hermano. Diez años de infierno, pensé, ya eran bastantes.