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No he vuelto a beber una gota de alcohol desde entonces. Encontré un trabajo, saqué dinero suficiente para el pasaje de regreso y me vine. No tuve problemas con las autoridades: como no me habían detenido nunca, mi nombre auténtico estaba relativamente limpio; siendo hijo y hermano de quien era, se sospechaba que había podido estar implicado en algún tipo de activismo libertario, pero también constaba mi participación en defensa de los presos de Bilbao, y eso resultó definitivo. Volví a España en 1960. Tenía cuarenta y seis años y todo el pelo blanco, ¿te lo quieres creer? Tan blanco como ahora.

Las cosas no me fueron mal. Mis antiguos amigos del mundo de los toros me consiguieron un trabajo de repartidor de refrescos por los pueblos de la sierra de Madrid. Llevaba unos meses en el empleo cuando la Guardia Civil mató en Gerona, en el transcurso de un tiroteo, a otro Sabater, el más famoso: a Quico Sabater, el último guerrillero cenetista. Con él se acabó el activismo libertario clásico.

Unos días después de haberme enterado de esa noticia me tocó pasar por la localidad de Somosierra con la camioneta de reparto. Estaban en fiestas y me quedé. Por entonces el pueblo no estaba asfaltado y sólo había luz eléctrica en las calles, no en las casas. Habían instalado una tarima en la gran plaza de tierra y una orquestina tocaba pasodobles. Era el mes de agosto, pero por las noches se levantaba la brisa, ese frescor serrano y afilado que encendía dos rosetones en las mejillas de las mozas y que les hacía arrebujarse en sus rebecas de perlé. Las macilentas bombillas se balanceaban en los cables, enredadas con las cadenetas de papel. Los niños correteaban y se perseguían, los mozos y las mozas se miraban con ojos ruborosos, los matrimonios arrastraban los pies al compás de la charanga levantando una nube de polvo alrededor. En realidad, era una fiesta muy pobre, muy oscura y muy triste, y, sin embargo, tal vez te parezca absurdo, pero recuerdo que contemplé la escena y pensé: «Esto es la felicidad.» Y casi se me saltaron las lágrimas. Entonces, fíjate qué tópico, fíjate qué simple, para no llorar saqué a bailar a la primera chica que tenía al lado. Y esa chica era Margarita, y fue mi mujer.

Nos quisimos mucho. Con un cariño apaciguado y cómplice.

Estuvimos juntos treinta años, hasta que ella me traicionó muriéndose antes que yo, pese a ser más joven. Qué caprichosos somos los humanos: he estado aburriéndote con mi labia y empleando muchísimas horas, como un viejo pesado, para contarte parte de mi vida, y ahora resulta que despacho treinta años en un par de frases. Siempre me llamó la atención esa desproporción en el cálculo del tiempo que tenemos todos. Yo leo muchas biografías, o las leía antes, cuando tenía mejor la vista, antes de operarme de cataratas, porque ahora los ojos se me cansan; y a todas las biografías les sucede lo mismo, que se extienden páginas y páginas en los años jóvenes, pero luego pasan a toda velocidad por la edad madura, como si ya no hubiera nada que narrar, como si la vida hubiera perdido su sustancia. O como si el tiempo hubiera adquirido un ritmo infernal, vertiginoso. De hecho, esto último es una verdad literaclass="underline" cuanto más mayor eres, más se acelera el tiempo. Y no creo que la diferencia de velocidad sea una apreciación ilusoria y subjetiva, sino una realidad física. La percepción del tiempo de una mariposa que vive cuarenta y ocho horas ha de ser forzosamente distinta de la de un cocodrilo que alcanza los ciento veinte años. De niños, el reloj interno de los humanos está más afinado, va más lento; de mayor, todas tus viejas células se precipitan hacia el fin. Imagínate: si te he contado mis treinta años con Margarita en un par de frases, el momento actual de mi vida ya no merece una palabra, ni siquiera una letra: cabe todo él en un suspiro, que se convertirá muy pronto en estertor.

Te voy a decir algo que te va a sorprender: esta es la primera vez que le he contado a alguien toda mi vida. La primera vez que no me oculto y que no finjo. Margarita nunca supo de mi existencia anterior; de mis actividades libertarias, de la clandestinidad y de los atracos. Cuando nos conocimos inventé para ella un pasado discreto: había sido torero, sí, y luego, aunque sin militar concretamente en ningún lado, partidario de la República, razón por la que me había exiliado tras la guerra. Esa era también mi biografía oficial para los archivos policiales, y no quise poner en riesgo a Margarita. Estábamos en pleno franquismo y las dictaduras son así: llenan la vida de secretos. Mi caso no era el único; millares de familias borraron tan diligentemente su pasado que, a la llegada de la democracia, hubo muchos hijos adultos que descubrieron, estupefactos, que su padre había pasado cuatro años en la cárcel tras la guerra, por ejemplo, o que el abuelo había muerto fusilado y no en la cama. Con la democracia, sin embargo, yo seguí callando. Porque quería olvidar. Así es que prolongué mi mentira. Y, sin embargo, Margarita fue sin duda la persona que mejor me conoció en toda mi vida. A pesar de mi fingimiento y de mi impostura, ella sabía de mí. La identidad es una cosa extraña, casi tan extraña como el deseo y como la memoria y como el amor. ¿Sabes lo que más recuerdo de Margarita, lo que más me enternece de ella? Pues los momentos en que se enfadaba conmigo. Era una mujer ordenada y metódica, y le sacaban de quicio mis ingeniosidades, como ella decía, cuando yo cambiaba los planes en el último momento o se me ocurría alguna extravagancia. Entonces ella torcía la cabeza como una ardilla, me miraba de soslayo apretando los labios, furibunda, y soltaba dos o tres sonoros resoplidos. Después de eso yo ya sabía que se iba a pasar un par de horas sin hablarme. Hoy daría todos los días que me quedan, aunque ya sean un tesoro escaso, porque Margarita pudiera estar de nuevo aquí, mirándome de soslayo, indignándose conmigo y resoplando.

El caso es que Félix Roble no se murió. No se murió entonces, quiero decir. Porque, si se mira bien, todos los humanos nos estamos muriendo, todos estamos recorriendo en un frenético pataleo el corto trayecto que separa la negrura previa al nacimiento de la negrura posterior a la muerte; bien es verdad que algunos, los viejos, los enfermos, se están muriendo un poco más que los otros, pero en definitiva todo es cuestión de tiempo y de esperar un poco. Así es que Félix Roble no se murió todavía, y se recuperó de la neumonía y salió del hospital fresco como una rosa de ochenta años.

Nuestra búsqueda, por otra parte, llevaba varias semanas en punto muerto. Desde el encuentro con Li-Chao no habíamos vuelto a tener noticias de ningún tipo. El inspector García nos telefoneaba o visitaba periódicamente para informarnos con su laconismo habitual de que no había nada nuevo. Al principio, la preocupación por la salud de Félix y las turbulentas emociones de mi relación con Adrián me impidieron obsesionarme demasiado con el estancamiento de la investigación: mi cabeza no daba para más. Pero con el transcurso de los días el desasosiego fue en aumento. Al fin decidimos bajar a una cabina y llamar de nuevo a Manuel Blanco, el improbable killer económico.

– Sí, sí, sí, sí -dijo el tipo al otro lado del teléfono, con énfasis ejecutivo, en cuanto que me identifiqué-. Sí, señora, sí. Nuestro negocio de calabazas va por buen camino.

– ¿Cómo?

– Ya me entiende, ¿no? La partida de calabazas en la que estaba interesada. O sea, usted estaba interesada en algo, ¿no? En calabazas. Pues el mayor vendedor de calabazas de España está dispuesto a concederle una cita. O sea, como si dijéramos, ¿no? Ya-me-en-tien-de -dijo con un retintín y unas segundas intenciones tan marcadas que desde luego entendí a la perfección que hablaba en clave, de la misma manera que debieron de entenderle todos los que estuvieran pinchando su teléfono-. Alguien conectará con usted en los próximos días para decirle dónde y cuándo.

Esa llamada pareció ponerlo todo de nuevo en movimiento. Salía yo sola de casa al día siguiente, creo que para ir al supermercado, cuando se me acercó una figura menuda cubierta con un chubasquero amarillo con capucha: era una tarde lluviosa y desagradable. Caperucita Amarilla me miró a los ojos (teníamos la misma altura) y susurró:

– Tú il mañana a las doce de mañana al palque Juan Cal-los Plimelo, jaldín alabe.

Era una china joven y guapa, tal vez la misma que vimos en el restaurante del paseo del Manzanares.

– ¿Cómo? -exclamé, más por la sorpresa que por la incomprensión del mensaje.

– Tú il mañana pol la mañana al jaldín alabe, palque Juan Cal-los Plimelo. A las doce -repitió Caperucita con impaciencia poco oriental.

– ¿Por qué?

– Es lecado de honolable Li-Chao. Honolable Li-Chao decil tú te intelesa il mañana palque Juan Cal-los Plimelo. Jaldín alabe. Tú sentalte jaldín y espelal tiempo, mucho tiempo.

– ¿Cómo esperar mucho tiempo? ¿Esperar, por qué? ¿Esperar, a quién? ¿Va a venir Li-Chao?

La china frunció el ceño, disgustada.

– Tú sentalte jaldín y espelal mucho tiempo. Sentalte en banco dentlo de celosías. No levantalte. No hacel ningún luido. Escondelte. Y espelal mucho tiempo. Eso es todo. ¿Te has entelado?

Sí, me había enterado. La figurita amarilla dio media vuelta y se perdió ágilmente entre los peatones, y yo subí a casa para contar a Adrián y a Félix el extraño mensaje. Después de mucho discutirlo, decidimos que el viejo no vendría. Haría frío en el parque y Félix aún estaba convaleciente, y además Li-Chao sólo nos conocía a nosotros dos, tal vez no le agradase que aumentara el número de interlocutores. Si es que era Li-Chao quien iba a venir.