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Aquella noche cayó una tromba de agua y a la mañana siguiente el mundo era un lugar inundado y desapacible. Yo no había estado nunca antes en el parque Juan Carlos Primero, y no creo que aquella fuera la mejor ocasión para estrenarme. El lugar, de reciente creación, era una inmensidad desolada y ventosa, con árboles raquíticos acabados de plantar y pretenciosas esculturas de un posmodernismo faraónico. El hecho de que el suelo fuera un barrizal y el cielo una apesadumbrada lámina de plomo no mejoraba las cosas. Salvo unos adolescentes que hacían volar cometas a la entrada, el enorme parque estaba vacío. Nos adentramos en él con el ánimo encogido.

El jardín árabe se encontraba casi al fondo del recinto y era, por supuesto, una plazuela recoleta y con estanques, con un habitáculo rodeado de celosías en el centro y un par de bancos de piedra en el interior. Llegamos allí a las doce menos diez, nos sentamos en uno de los bancos y esperamos. A las doce y cuarto ya no sentía los pies. A las doce y media se me habían congelado las rodillas. A la una menos cuarto temí que la violencia de mi castañeteo de dientes provocara el desprendimiento de la nariz, como un carámbano. ¿Qué entendería Li-Chao por mucho tiempo? ¿Y qué demonios estábamos esperando?

– Creo que viene alguien -susurró Adrián. Hice ademán de ponerme de pie y Adrián tiró de mí hacia abajo.

– Recuerda las instrucciones. Creo que no quiere que nos vean.

Tenía razón. El jardín árabe, rodeado de arbustos y en una hondonada, era un lugar bastante hermético. Desde dentro, sin embargo, y atisbando a través de las celosías, se tenía una visión relativamente buena de los alrededores, y sobre todo del llamado jardín hebreo, próximo al nuestro, que era una extensión pelada y abierta. Por la loma de ese jardín hebreo aparecía ahora un hombre, precisamente. Miró alrededor y se detuvo en mitad de la planicie. Debía de estar a unos trescientos metros de nosotros.

– Me parece que es… -musitó Adrián dentro de mi oído, y resopló bajito.

– Sí, es él -gemí yo.

Era el Caralindo que nos había asaltado a la salida de El Cielo Feliz, el matón que le había cortado la oreja a la Perra-Foca. No cabía la menor duda, su cabeza pelirroja ardía contra la negrura del horizonte. No sé si algún día has necesitado quedarte inmóvil para salvar la vida. Si ha sido así, sabrás que la quietud es absoluta, que tu carne se vuelve de mármol y tu sangre detiene su carrera por las venas, e incluso el corazón se te para entre dos latidos como si fueras un faquir. Así estábamos nosotros, congelados, petrificados y muertos de miedo, vigilando al pelirrojo desde el jardín.

El Caralindo, por el contrario, no se estaba quieto: pateaba el suelo para calentarse y echaba furiosas columnas de vapor por las narices. Estaba esperando a alguien, eso era seguro. Al fin le vimos estirar la espalda y dejar colgando las manos a ambos lados del cuerpo, en un gesto atento y precavido. Inmediatamente apareció una nueva figura por la vereda: un hombre envuelto en un abrigo azul oscuro con algo extrañamente familiar en su apariencia. Llegó junto al matón y le saludó con la cabeza. Luego se colocó de perfil hacia nosotros. La brumosa luz recortó su cara. Era José García, el inspector.

El lugar de su cita no estaba mal pensado. Al tener una disposición tan limpia y despejada, el jardín hebreo les permitía controlar un radio de varios cientos de metros a su alrededor. Nosotros estábamos tan lejos que, por supuesto, no podíamos escuchar lo que decían. Les vimos hablar un rato, cabecear, intercambiarse algo. El encuentro apenas si duró cinco minutos. Después, cada cual se marchó en dirección distinta.

– Ahora sí que estamos jeringados -dictaminó Adrián con acento sombrío.

Y era verdad, lo estábamos. Esperamos media hora más en el jardín para estar seguros de no encontrarnos a ninguno de los dos hombres y después regresamos a casa. Lo primero que hicimos fue ir en busca de Félix; pero apretamos el timbre de su puerta durante cinco minutos sin conseguir que abriera. Empecé a inquietarme.

– Qué raro.

– A lo mejor está en tu piso. O se ha desconectado el sonotone y no nos oye -dijo Adrián.

Intenté entonces abrir la puerta de mi casa y resultó imposible. Parecía que la llave estaba metida por detrás. Eso abonaba la tesis de que el viejo se encontraba dentro, pero por otro lado resultaba bastante irregular. Y, además, tampoco aquí contestaba nadie a nuestros repetidos timbrazos.

– ¿Y ahora qué hacemos?

Desde el encuentro con el pelirrojo a la salida del restaurante chino, yo había fortificado mi casa como si fuera la sede de la CÍA. Había puesto una puerta blindada, tres cerraduras de alta seguridad a prueba de manipulaciones y una alarma conectada con el marco que se disparaba automáticamente en la centralita de una compañía de seguridad. Una compañía privada, afortunadamente, pensé ahora con alivio, recordando que la policía estaba implicada en el asunto. El caso era que se trataba de una puerta infranqueable, según me habían dicho los expertos, y ahora que no la podía abrir me empezaba a preguntar si tendría que hacer un agujero en la pared para entrar en mi casa.

– Insiste con el timbre -aconsejó Adrián.

Insistí hasta que se quemó el fusible y quedó mudo. Además, pateamos la puerta, y subimos a casa de Adrián a llamar por teléfono a mi propia casa (siempre saltaba el contestador con mecánica obediencia), y gritamos el nombre de Félix con la boca arrimada a la cerradura, por ver si así el sonido traspasaba el espeso blindaje de la hoja. Empecé a imaginar escenas dantescas, pasillos con tiznaduras de sangre en las paredes, ventanas batientes como en las pesadillas, cuerpos descoyuntados por la violencia.

– Le ha tenido que pasar algo, esto no es normal, algo malo ha ocurrido…

– Pues a la policía no la podemos llamar -dijo Adrián.

– No, a la policía, no. ¿Y si avisamos a los bomberos?

Justo entonces, cuando llevábamos más o menos media hora de brega con la puerta, sonó el cerrojo y se abrió la hoja dulcemente. Al otro lado apareció Félix con cara turulata.

– Ah, pero ¿estabais aquí? -dijo.

– ¿Cómo que si estábamos aquí? Llevamos media hora aporreando.

– ¿Qué? Esperad, que me enchufo el bicho este -dijo Félix, encajándose el sonotone con manos torpes-. Perdonad, chicos, pero es que me había quedado dormido en el sofá.

– ¿Qué es este olor?

La casa apestaba a desinfectante.

– ¿Esto? Ah, son los del servicio antiplagas del Ayuntamiento.

– ¿Los qué de qué?

– Sí, han venido dos tipos del Ayuntamiento a fumigar. Hay una plaga de cucaracha negra y están fumigando por todas partes. Primero vinieron a mi casa y luego me preguntaron si el portero tendría llave de aquí. Así es que como yo sí que tengo llave les he abierto.

– ¿Y les has dejado pasar? -me espanté.

Félix nos miraba con expresión aturdida. Félix, el astuto Félix, el Félix veterano en luchas clandestinas, parecía ahora un desvalido anciano a quien cualquier desaprensivo podría encasquetar el timo del tocomocho. Desde su estancia en el hospital había dado un bajón quizá irreversible; y en ocasiones su cerebro comenzaba a manifestar un funcionamiento un tanto errático.

– Por Dios, Félix, qué has hecho, ¿les pediste por lo menos que se identificaran?

Félix se pasó la mano mutilada por la cara, desconcertado.

– Sí, es verdad. Tienes razón. No sé por qué les he dejado pasar. Qué estúpido. No sé. Me duele la cabeza. Estoy un poco mareado. Le sentamos en el sofá.

– Bueno, no te preocupes, ya está hecho -le consolé, arrepentida de haberle gritado- Total, da igual que pidieras o no la identificación, porque podría ser falsa. Además, es posible que sean funcionarios del Ayuntamiento de verdad.

Pero por dentro pensaba con angustia: y si nos han puesto micrófonos, y si han colocado una bomba, y si… La nuca se me congeló:

– ¿Dónde está la perra? -pregunté con voz estrangulada.

– ¿La perra? -repitió Félix torpemente-. Ah, sí. La castigué. Tiró el cubo de la basura y la castigué encerrándola en la cocina.

Corrí a la cocina y abrí la puerta: allí estaba ella, desde luego. Desparramada como un cojín peludo sobre el suelo. Cuando me vio intentó ponerse en pie. Algo raro sucedía, algo no iba bien. Se escurrió, las patas se le doblaron, dio con el morro contra el suelo; al fin se incorporó, comenzó a hacer eses. Salió de la cocina renqueando y en el umbral se puso a vomitar. No sé qué fue lo que me iluminó, cómo se me ocurrió la idea salvadora. Miré hacia atrás y vi que Adrián estaba sacando un cigarrillo.

– ¡Quieto! -chillé-. ¡No enciendas!

Los bomberos nos explicaron después que, en efecto, el gas acumulado podría haber estallado con la llama. Y si eso no funcionaba, la intoxicación hubiera dado suficiente cuenta de nosotros. Si no hubiéramos encerrado a la perra en la cocina, que es donde se encuentra la caldera, el envenenamiento progresivo nos hubiera producido una lenta estupefacción, un amodorramiento imperceptible. Todos los años muere un buen puñado de personas de esta muerte insidiosa: como ellas, nosotros tampoco nos hubiéramos dado cuenta. Fuera quien fuese, estaba claro que no quería que me entrevistara con el Mayor Vendedor de Calabazas de España, como decía el imbécil de Blanco. La conducción del gas tenía una fisura. Era un caño de cobre nuevo y reluciente, pero algo, quizá ácido, había llagado fatalmente el metal. Los policías municipales, avisados por los bomberos, cortaron el pedazo de tubería y se lo llevaron. Ninguno de ellos estaba enterado de que hubiera en Madrid una plaga de cucaracha negra.

– Eso es en los veranos. Pero ahora…

A petición mía revisaron las calderas de Félix y de Adrián, y las dos estaban en perfecto estado. Por supuesto: tres cañerías picadas al mismo tiempo hubiera sido una casualidad demasiado evidente. Los municipales estaban un poco desconcertados ante mi insistencia de que repasaran meticulosamente las conducciones de los otros pisos, cuando además yo me obstinaba en repetir que, por supuesto, la rotura del tubo tenía que deberse a un accidente. ¿Cómo iba a decirles otra cosa? La implicación del inspector García me había enmudecido.

Me ponía tan nerviosa tener que mentir que al final opté por dejar que Adrián y Félix despidieran a los municipales y a los bomberos mientras yo bajaba a la calle a la pobre Perra-Foca para que tomara el aire y se despejase de la intoxicación. Andaba la bestia hociqueando con deleite por los parterres más malolientes de la plaza, ya más o menos recuperada, cuando sentí que alguien me daba un golpecito en el hombro derecho. Giré la cabeza: era el inspector José García. Di un salto y un chillido.