Выбрать главу

– ¿Qué le pasa? -se extrañó el inspector. Todavía llevaba el abrigo azul de por la mañana.

– Perdón -balbucí, disimulando, con la lengua súbitamente convertida en papel secante- Creía que… Tengo los nervios un poco disparados.

Miré alrededor. Mi portal estaba apenas a cien metros, y en el cuarto piso, tras las ventanas de mi casa, abiertas de par en par para que se aireara, había un batallón de guardias municipales y bomberos. Pero no podían verme, no podían oírme. Debían de ser las cinco de la tarde y la calle se encontraba prácticamente desierta. Al otro lado de la plazoleta ajardinada, en la zona de los columpios infantiles, unas cuantas mujeres vigilaban el juego de sus crios.

– Lo sé todo. Muy desagradable -dijo García. Enloquecí un poco: ¿a qué todo se refería? ¿Nos habría visto en el parque esa mañana?

– Lo del gas. Los municipales avisaron.

– Ah, sí -resoplé, soltando un poco del lastre de mi paranoia. Y di un paso hacia atrás.

García dio un paso hacia delante.

– Muy desagradable -repitió.

¿No estaba muy cerca? ¿No estaba el inspector García demasiado cerca de mí para lo que era habitual y decente y educado? Miré con el rabillo del ojo sobre mi hombro: al lado del bordillo había un coche grande. Negro, con los cristales ahumados. No se veía nada, pero era seguro que había gente dentro; y el coche estaba muy cerca de mí, demasiado cerca. A sólo una zancada o un empujón. La paranoia volvió a disparárseme como un cohete. El suelo empezó a bailar debajo de mis pies.

– Está usted muy rara -dijo García.

Yo había dado otro paso hacia atrás y él otro hacia delante.

– Es el… el susto -dije, totalmente veraz en mi respuesta. García me cogió por el antebrazo.

– Debemos ir a comisaría. Aquí tengo el coche. Intenté liberarme, pero la mano del tipo me sujetaba con firmeza.

– ¿Por qué? ¿Para qué?

– Para poner la denuncia. Es muy importante. Vamos. Venga.

– No puedo -dije, plantando los pies sobre la tierra. Miré ansiosa hacia mi portaclass="underline" ¿no saldrían por casualidad los municipales, no vendría Adrián a buscarme?-. Está… Está la perra. La subo a casa y después nos vamos, ¿vale?

– La perra también viene. Prueba testifical. Intoxicada. Haremos análisis. Vamonos deprisa.

García empezó a tirar de mí en dirección al coche. Casi había perdido el disimulo: en un segundo más me daría un empellón. Podría gritar, podría debatirme, desde luego, pero eso no impediría que me secuestrara. El vehículo estaba demasiado cerca y las mujeres de la plaza, únicas personas a la vista, no reaccionarían con suficiente rapidez ante la siempre confusa confrontación entre dos extraños. Cuando quisieran ponerse en movimiento, yo ya estaría muy lejos.

– ¡No llevo encima mi documento de identidad! -exclamé.

– ¡Es igual! -contestó García desabrido. Y aumentó la presión de sus dedos sobre mi brazo.

Una pelota botó junto a nuestros pies. Miramos los dos al unísono hacia abajo y vimos a un niño de unos cuatro años, forrado de anoraks como si fuera a cruzar a pie el Polo Norte, que había venido corriendo detrás de su balón. No lo pensé dos veces: me incliné y agarré al niño en brazos. De algo me tenía que servir alguna vez ser tan bajita: pude echar mano al crío sin que el inspector me hubiera soltado.

– Mire qué ricura de niño -dije, mientras el chico se retorcía como una anguila.

Pero ya se sabe que la desesperación te proporciona una fuerza insospechada. No sólo pude contener al escurridizo niño entre mis brazos, sino que además me las apañé para atizarle un buen pellizco en el culo a pesar de la gruesa envoltura del anorak. El niño abrió una boca tan grande como el túnel del metro y se puso a berrear como un poseso. García y yo miramos hacia atrás: una manada de madres salvajes venía a todo correr hacia nosotros en feroz estampida. El policía me soltó.

– Hummm… Mejor lo dejamos para otro día -dijo.

Y se subió precipitadamente al asiento de atrás del coche, el cual arrancó de inmediato y se perdió calle abajo con un zumbido de motor potente. Deposité al niño en el suelo mientras las madres me rodeaban con la clara intención de lapidarme. Lo primero que hice fue identificarme, darles mi nombre completo y mi dirección. Por fortuna, una de las mujeres me conocía de vista:

– Sí, es vecina, es verdad. Vive en ese portal, yo la conozco -dijo con cara adusta.

Entonces intenté explicarles la situación con la mayor serenidad posible. Opté por contar más o menos la verdad, que ya era lo bastante increíble como para andarse con mentiras.

– Ya os digo que lo siento muchísimo, pero me parece que el tipo ese estaba intentando secuestrarme, así es que agarré al niño para llamaros la atención e impedírselo -repetí por décima vez.

– Pues ya podías haberte agarrado a tu puta madre, guapa -dijo la madre del chaval, con el gracejo castizo propio de mi barrio, que pertenece al Madrid viejo y popular.

– Pues sí, tienes razón -convine fácilmente; empezaba a sentirme eufórica, era la borrachera de la adrenalina tras el riesgo vencido-. Si mi madre hubiera estado cerca, también me habría agarrado a ella. En fin, lo siento mucho, ¿qué más puedo decir? Si no estás satisfecha, llama a la policía.

Y me marché hacia casa riéndome para mis adentros de mi broma macabra.

Como es natural, el descubrimiento de la implicación del comisario García me dejó tiritando. Después de haber sido rescatada de sus garras en el último instante por el pelotón de madres iracundas, Adrián, Félix y yo, reunidos en urgente cónclave familiar en la cocina, decidimos abandonar la búsqueda de Ramón por el momento y salir escopetados hacia algún lugar anónimo y seguro.

– Pero en realidad vosotros no tenéis que marcharos -objeté con la boca pequeña, porque no sentía ningún deseo de fugarme sola.

– Yo iré allá donde tú vayas -dijo Adrián con mucho sentimiento, como quien canta la línea de un bolero-. Y, por otra parte, me parece que Félix y yo tampoco estaremos muy seguros si nos quedamos aquí.

– Eso desde luego -corroboró el viejo-. Además, creo que ya se me ha ocurrido adonde ir. Veréis, a menudo el mejor escondite es el más próximo. El hermano de Margarita sigue teniendo una casa de labor en el pueblo de Somosierra. Es un caserón muy grande y vive solo, porque está viudo y sus hijos se marcharon a la ciudad. Me ha pedido muchas veces que me vaya a pasar con él una temporada. Seguro que nos recibe bien, y, aunque la granja está apenas a ochenta kilómetros de Madrid, en realidad está a cien años-luz de todo esto. Allí no nos descubrirán jamás.

El plan ofrecía la ventaja añadida de ser barato. Por entonces me encontraba en una situación económica casi catastrófica. El sueldo de Ramón había sido congelado cautelarmente, nos habíamos pulido en un santiamén el millón de pesetas sobrante del rescate y yo llevaba mucho tiempo sin escribir una sola línea. Unas semanas atrás había ido a ver a mi editor para pedirle un adelanto sobre los derechos de mi próximo libro; siempre amabilísimo, Emilio se había deshecho en disculpas y en exagerados elogios sobre mi obra:

– Sabes que me encanta tu Gallinita Belinda, sabes que para nosotros tú eres nuestra autora estrella, pero por desgracia ahora estamos atravesando, precisamente, un bache de liquidez terrible; hemos tenido que renegociar varias letras y nuestra situación es tan delicada que incluso cabe la posibilidad de que la editorial se nos vaya al garete. No sabes cómo lo siento, pero no puedo ayudarte.

Adrián nunca había tenido ni una peseta y yo me negaba a esquilmar los magros ahorros del pobre Félix, de manera que el estado de nuestras finanzas empezaba a ser bastante preocupante. Por eso la propuesta de Félix fue acogida con especial interés. Decidimos irnos de inmediato y corrimos a preparar las maletas. Yo llamé a mi padre y a mi madre y les expliqué que me marchaba a París por algún tiempo.

– Muy bien, cariño, seguro que lo necesitas con toda esta cosa horrible del secuestro. ¡Qué más hubiera querido yo que poder irme a París cuando me sentía deprimida! Pero, claro, en mi época era imposible. Como yo apenas si tenía dinero propio, como supedité mi carrera a la de tu padre… ¿Y luego todo eso para qué, me quieres decir? Y además estabas tú por medio, y no te podía dejar sola. No es que me arrepienta de eso, entiéndeme, pero no sabes lo bien que has hecho tú no teniendo hijos – dijo mi madre.

– ¡Estupendo! Así me puedes traer una chaqueta preciosa que le he visto a un amigo; es de una tienda de los Champs Elisées. Por cierto, ¿sabes algo de Ramón? -dijo mi padre.

Sus comentarios no me sorprendieron en absoluto: ambos se atuvieron a la perfección a sus papeles respectivos. Siempre fueron incapaces de decir lo que yo necesitaba que me dijeran.

A la media hora estábamos dispuestos para irnos. Cerré todas las ventanas, eché las siete llaves en la puerta y bajamos las escaleras de puntillas, como presos que se fugan de Alcatraz. No sirvió de nada. En el portal había dos muchachos grandes como torres, los dos con expresión de bebería inocente, los dos pulcramente vestidos con el mismo tipo de traje, barato y de color gris. Parecían niños de primera comunión demasiado crecidos.

– ¿Doña Lucía Romero? -preguntó uno de los gemelos con cortesía exquisita. Empecé a sudar.

– No sé -contesté-. Vive en el piso cuarto. Suban a ver si está.

– Señora Romero -dijo el muchacho, imperturbable, enseñándome su identificación-. Somos de la Policía Judicial. Tiene usted que venirse con nosotros. La juez Martina nos ha enviado para que la llevemos ante ella.

– ¿La juez? Pero ¿por qué?

– Lo ignoramos. Sólo sabemos que tenemos que traerla con nosotros.

– Pero esto… ¡esto es irregular, es inconstitucional, esto es un secuestro!

Adrián dio un paso hacia delante; el otro chico le puso suavemente una mano en el pecho. Le sacaba dos cabezas a Adrián y era el doble de corpulento.

– No exagere, señora, por favor; no dramatice.

Qué buen vocabulario, pensé de modo intempestivo; qué uso tan adecuado del verbo «dramatizar». Cómo había mejorado últimamente la cultura general de los matones.

– Lo único que queremos es llevarla con nosotros para hablar durante un rato con la juez. Eso es todo.

Para hablar con la juez. A mí no me gustaban los jueces demasiado. Eran unos señores y señoras que salían de las oposiciones, esto es, de años y años de vivir en la inopia, encerrados como somormujos con sus librotes legales, y que de repente, sin tener ninguna madurez personal, sin haber experimentado nada de la vida, se las daban de dioses y se ponían a juzgar de manera implacable a los humanos. Además, el único contacto que había tenido anteriormente con jueces y juzgados, al margen de esta triste historia del secuestro, fue un caso delirante que dejó muy mermada mi confianza en el funcionamiento de la Ley. Una vez me robaron el bolso con todos mis documentos; presenté denuncia y renové los papeles, como siempre se hace en estos casos. Pero cuatro años después empecé a recibir diversas citaciones del juzgado. Alguien tenía un coche registrado a mi nombre, un Ford Fiesta al cual iba estampando, con contumaz impericia, contra diversos elementos: otros coches, un escaparate, una bicicleta aparcada a la que dejó hecha trizas. Para empeorar las cosas, el Fiesta carecía de seguro, y de ahí la razón de los juicios: todos los damnificados me pedían dinero, porque yo era, legalmente, la dueña de aquel coche. Conseguí enterarme de que ei vehículo había sido adquirido a través de una gestoría y me fui a hablar con el dueño de la oficina: