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Siempre he detestado a las personas que usan lugares comunes al hablar, pero el hombre dijo «este pobre viejo» como si fuera un reto, una broma privada, una coquetería. Como si en realidad no fuera viejo cuando desde luego que lo era, viejo viejísimo y cubierto de arrugas por todas partes. Pero era un viejo gracioso y con estilo. Y yo, lo descubrí de repente, tenía hambre. Así es que antes de que pudiera darme cuenta ya estaba en casa de Félix, el vecino, descorchando la botella de rioja; la cual, por cierto, me bebí yo sola, porque el anciano no probó ni una gota.

Dos horas más tarde yo sabía ya que Félix Roble estaba jubilado, que era viudo, que había regentado una papelería en el barrio pero que la había traspasado a raíz de la muerte de su mujer, que no tenía hijos y que acababa de cumplir ochenta años.

– ¡Ochenta! Pues está usted estupendo.

Lo dije para halagarle, pero además era verdad. Vestía de una manera informal que le confería un aire juvenil, con pantalón de pana, jersey y chaqueta de tweed: parecía un profesor emérito de Oxford. Era alto y delgado y se movía con bastante agilidad: tan sólo el cuello, pegado con cierta rigidez al tronco (cuando giraba la cabeza también hacía girar los hombros), delataba el endurecimiento de un esqueleto añoso. En la oreja llevaba incrustado un sonotone y, por lo que pude advertir, no te entendía del todo bien si no le estabas mirando mientras hablabas. Tenía mucho pelo, todo blanco y brillante, y unos ojos azules muy hermosos: algo lagrimeantes, pero aún intensos de color y de expresión. El resto era una cara fina y aguileña sepultada entre arrugas muy profundas.

– No se lo creerá usted, pero hago una hora de gimnasia todos los días -respondió el vecino con un orgullo pueril que me encantó.

Entonces comencé a explicarle con todo detalle el absurdo misterio de la desaparición de mi marido. No sé por qué lo hice: supongo que necesitaba contárselo a alguien. Félix Roble escuchó con atención, inteligentemente. O eso me pareció a mí, perdida como estaba entre los vapores del vino tinto.

– Bien, recapitulemos sobre lo que tenemos -dijo al cabo-. Primero, una desaparición cuya causa ignoramos por completo. No hay ninguna sospecha, ningún indicio, ningún presentimiento. Y segundo, un enigma que aún no se ha resuelto: cómo salió Ramón del cuarto de baño sin que usted lo viera. Creo que por el momento podríamos concentrarnos en intentar resolver ese acertijo. No por qué se fue, sino cómo se fue. Y se me ocurre que sólo hay cuatro posibilidades: una, que no se fuera.

– ¿Qué quiere decir?

– Que Ramón siga allí, en los servicios.

– ¿Pero cómo? Yo miré…

– Sí, pero hay paredes dobles, trampillas, armarios escondidos. ¿Sabe usted si algún especialista de la policía ha revisado los urinarios?

Guardé silencio: acababa de visualizar a Ramón emparedado detrás de las pulcras baldosas blancas del retrete; Ramón metido en un zulo; Ramón asfixiado, apuñalado, amoratado, muerto.

– Dos -prosiguió el viejo-. Que, lo mismo que puede haber un armario escondido, haya también alguna puerta camuflada. Esto es, que haya salido o le hayan sacado por otro lado.

Félix calló y se me quedó mirando atentamente.

– ¿Y qué más? -le animé.

– Tres, que haya salido por la puerta normal… y que usted estuviera distraída y no se diera cuenta.

– No. No es posible. Lo he pensado mucho y no es posible. Estuve vigilando el baño todo el rato. Soy un poco maniática, ¿sabe usted? Y me pone nerviosa que a la gente se le ocurra irse al servicio justo cuando nos vamos a embarcar.

– Y cuatro, entonces: que haya salido por la puerta, pero disfrazado. Esas son las únicas posibilidades que tenemos. Yo creo que merecería la pena que nos acercáramos ahora mismo a Barajas a inspeccionar esos urinarios, ¿no le parece?

Bien, lo más extraordinario es que me pareció. El nivel de mi estupor etílico puede intuirse en el hecho de que me resultara tan normal la idea de irnos al aeropuerto, en mitad de la noche de Nochevieja, para escudriñar al alimón unos retretes públicos. En un abrir y cerrar de ojos me encontré instalada en el asiento delantero del coche de Félix Roble. Porque el hombre tenía coche: para ser exactos, un vehículo bastante extraordinario. Era un viejo Renault 5 pintado a mano de color amarillo rabioso, con una gruesa franja negra, también artesanal, que cruzaba de la proa a la popa trepando por el techo:

– Se lo compré a un macarrita de discoteca. Es feo, pero me salió barato y marcha bastante bien -explicó mi vecino.

Íbamos por el paseo del Prado en mitad de un río de coches todos despendolados. Félix charlaba con animación, soltaba el volante demasiado a menudo, no miraba jamás por el retrovisor, se cambiaba de carril sin previo aviso. Alrededor nuestro las muchedumbres nos pitaban, pero mi vecino no parecía darse por aludido. Abrí de par en par la ventanilla: el aire frío de la noche me entumecía las mejillas, pero iba introduciendo un resquicio de luz en el pegajoso caos de mi cabeza. Estábamos en Cibeles y Félix acababa de atascar la circulación al intentar hacer un giro prohibido a la exasperante velocidad de una tortuga coja. Las muchedumbres empezaron a insultarnos. Contemplé consternada a mi vecino: se le veía por completo sobrepasado, sumido en la desorientación y el desconcierto.

– ¡Vete al asilo, viejo! -rugió alguien a nuestro lado.

Y era cierto: ahora yo también veía que Félix era un viejo, por primera vez me parecía un verdadero anciano. ¿Qué demonios estaba haciendo yo allí a esas horas, en ese coche absurdo, con ese octogenario extravagante?

Sin embargo, llegamos. Nos perdimos un par de veces en la autopista, pero llegamos. El aeropuerto estaba prácticamente vacío, salvo una legión de alborotados japoneses que se arrojaban serpentinas unos a otros mientras esperaban ser embarcados. Pasamos a la salida internacional enseñando nuestro carné de identidad y sin que nos pidieran la tarjeta de embarque: reinaba una atmósfera de fiesta y de relajo. Félix fue el primero en entrar a los servicios: le vi desaparecer tras la puerta batiente con una inquietud casi supersticiosa, como si ahora fuera a evaporarse también él, como si esa modesta puerta un poco amarillenta fuera la boca camuflada de un agujero negro. Pero al instante me llamó:

– Pase usted, que no hay nadie.

En efecto, los urinarios estaban tan vacíos como cuando yo había entrado el día anterior. Roble había sacado una llave inglesa de no sé dónde y estaba dando golpecitos en los muros.

– Por favor, mientras yo acabo con esto, pulse usted todas las cisternas y abra todos los grifos a ver si funcionan normalmente -me ordenó con una voz que de repente me pareció acostumbrada al mando.

Obedecí, y a los pocos minutos nos encontrábamos inmersos en un tronar de agua semejante al de las cataratas del Niágara. Aquí estábamos, en mitad de unos retretes de luz desangelada que olían a meados, ensordecidos por el rugir de las cisternas y buscando inútilmente una puerta imposible.

– No hay nada -gritó al fin el vecino sobre el estruendo-. De modo que ahora estoy casi por completo convencido de que su marido era aquel viejo inválido que vio usted sacar en silla de ruedas por un chaqueta roja.

Me quedé impresionada a mi pesar: por supuesto, ¿cómo no había caído antes? Un súbito fogonazo me hizo fijar de nuevo la mirada en Félix Roble: el hombre había encendido una bengala y la mantenía frente a sí sujeta entre el índice y el pulgar. El vivo fulgor de los chisporroteos me hizo descubrir que tenía la mano mutilada: le faltaban, arrancados de raíz, los dedos meñique, corazón y anular. La última de las cisternas soltó un postrero y desanimado gorgorito y se calló. En el silencio recién recuperado se oía el sisear de la bengala.

– Feliz Año Nuevo -dijo Félix Roble-. ¿No se ha dado cuenta? Son las doce.

A veces me embarga la intuición de la profundidad, de que somos más que el mero momento que vivimos y que la carne efímera. De esa visión singular, que te asalta en los momentos más absurdos (mientras tuestas una rebanada de pan para el desayuno, mientras conduces en medio de un atasco, mientras estás guardando cola para pagar los impuestos municipales), extrajeron los iluminados de todas las épocas el impulso necesario para inventar sus religiones. Como no soy creyente, para mí esta emoción del Más Allá se confunde con un deseo de belleza, tan agudo y concreto como si se tratara del ataque de hambre de un bulímico. Estoy hablando de cosas vulgares y cotidianas, porque, ¿qué puede haber más tópico y ramplón que ese afán de ser y no morir? No ha debido de existir ni un solo ser humano, desde el principio de los tiempos, que no haya experimentado alguna vez ese espejismo de hermosura, esa necesidad de permanencia. Hasta los idiotas tienen inquietudes trascendentes y aspiran alguna vez a la eternidad. La metafísica es la más común de las bajas pasiones.

Pues bien, estaba yo el día 1 de enero melancólicamente sumida en un rapto trascendente de este tipo, asomada a la ventana de mi casa a eso de las diez de la mañana (el aire frío, el mundo quieto y transparente tras los excesos de la fiesta, los perfiles de las cosas cristalinos), cuando el teléfono sonó a mis espaldas sacándome del trance. Descolgó el contestador y primero escuché mi voz grabada, tremendamente ruidosa en el silencio. Luego, una voz seca y ronca que jamás había oído me congeló la sangre:

– Este es un mensaje de Orgullo Obrero. Si quiere volver a ver con vida a Ramón Iruña, reúna doscientos millones de pesetas. No avise a la policía o lo lamentará. Volveremos a ponernos en contacto.

Corrí al teléfono, pero no llegué a tiempo. No se puede decir que mis reflejos fueran excepcionales ese día.

Acabo de mentir: sí que llegué. Tenía el aparato al lado y hubiera podido descolgar e interrumpir el mensaje del comunicante; hubiera podido interrogarle, increparle, insultarle. Pero no me atreví. Sufrí una repentina sensación de riesgo, sudores fríos, mareos, galopar de pulso, agitación de pecho, toda la pa-rafernalia de los cobardes. Siempre fui muy miedosa. Así es que mi mano se quedó detenida a dos centímetros del auricular, y allí se mantuvo un largo rato, incluso bastante tiempo después de que aquel hombre hubiera colgado. A Ramón, es curioso, no le importaba que yo tuviera siempre tanto miedo. A decir verdad, creo que incluso le gustaba. Ramón Iruña era un hombre rutinario y aburrido, muy poco expresivo y tan indolente que casi nunca se tomaba la molestia de discutir con nadie. O sea, era lo que todo el mundo entiende por un buen hombre. Pero cuando yo sufría alguno de mis ataques de cobardía aguda, entonces se transmutaba en otro: era atento, ocurrente, cariñoso, gracioso. Por ejemplo: cruzábamos un río en un paseo campestre y yo me quedaba atrancada en la mitad del cauce, agarrotada de temor en una piedra y sin atreverme ni a retroceder ni a saltar por encima de la espuma hasta el próximo apoyo. Pues bien, en esas ocasiones, Ramón regresaba desde la otra orilla y me decía lindezas, me intentaba calmar, me hacía reír, aguantaba mis exabruptos, estiraba la mano sobre el agua rugiente, me explicaba una y otra vez cómo poner mis torpes pies sobre el filo rocoso y al fin lograba sacarme del atolladero agradecidísima. Creo que esos momentos de ternura y compenetración (su juego protector encajando como en un rompecabezas con mi miedo) fueron lo más cercano a la pasión que Ramón y yo hemos vivido.