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– Por supuesto, claro que me acuerdo de aquel Fiesta. Fue usted misma la que estuvo aquí hace cuatro años para comprarlo, junto con su marido el iraní -contestó el tipo.

De nada me valió jurar que el Fiesta no era mío, porque en todos los registros aparecía mi nombre. Tuve que seguir acudiendo a todos los juicios y continuar pagando todos los daños hasta que al fin dejaron de llegarme más demandas. Tal vez el tipo se hubiera vuelto a Irán, o tal vez habría muerto del cáncer de hígado que le deseé todas las noches durante año y medio, o quizá, esto es lo más probable, se cambió de vehículo y de papeles. Esto me enseñó que a veces la justicia no sólo era ciega, sino también imbécil. En fin, no eran unos antecedentes demasiado halagüeños como para acudir dando cabriolas a la llamada de la juez.

De una juez, además, de la que desconfiaba especialmente. Porque la primera vez que hablamos ella y yo estaba delante el inspector García. ¿Qué demonios pintaba el callado e impávido García en aquella entrevista? Ya entonces me sorprendió la presencia del policía en el cuarto, pero ahora el asunto empezaba a parecerme siniestro: ¿estarían tal vez los dos en connivencia? Claro que todavía había una posibilidad peor que esa: y era que estos gorilas pulcros y aniñados estuvieran mintiendo. Que los hubiera enviado el inspector García. O los terroristas de Orgullo Obrero. O tal vez aquel pavoroso matón pelirrojo que ya nos había amenazado a Adrián y a mí.

– ¿Y cómo sé yo que ustedes son lo que dicen ser, cómo sé que de verdad me van a llevar delante de la juez? -Ya ha visto nuestras identificaciones.

– Vaya una garantía. Pueden ser falsas. O a lo mejor son auténticas, pero lo que están falsificando son las intenciones. El gorila que había hablado conmigo suspiró:

– Entonces creo que no va a tener más remedio que confiar en nosotros.

Y eso fue lo que hice, confiar. La intuición es un impulso, una descarga eléctrica que circula por tus neuronas acarreando una información subliminal, unos datos tan sutiles que ni siquiera eres consciente de ellos. Yo siempre fui intuitiva, y siempre me fue bien cuando seguí ese primer impulso. Ahora la intuición me decía que esos muchachos no olían a peligro, y que sería peor enfrentarse con ellos. Así es que puse mi mano sobre el brazo de Félix y le di un pequeño apretón alentador.

– Enseguida vuelvo. No va a pasar nada. Esperadme aquí.

Un minuto más tarde estaba instalada en el asiento de atrás de un coche, camino del juzgado. O eso suponía. En realidad, estábamos dando bastantes vueltas y doblando esquinas inesperadas. Empecé a recordar, con súbito desasosiego, las veces pasadas en las que mi famosa intuición había fallado de modo estrepitoso. Como cuando le abollé la moto a un tipo: me apeé de mi coche para hablar con él porque parecía simpático y casi me estrangula. ¿Y no hubo otra ocasión en la que le di 200.000 pesetas a un tío que vendía ordenadores baratísimos recién importados de Estados Unidos y luego resultó que era un estafador? O aquel otro chico tan encantador con el que estuve coqueteando en un bar y que después me había robado la cartera. Estaba llegando ya al ominoso convencimiento de que todas las veces que me había dejado llevar por la intuición me había equivocado, cuando el coche dio un giro último y extraño y desembocamos sorpresivamente en la calle del juzgado. Suspiré con alivio: me encontraba a salvo. Por el momento.

La juez me recibió en el mismo cuartucho inmundo de la primera vez. Sin embargo, había unas cuantas y notables diferencias. La más importante era que en esta ocasión no estaba presente el inspector García. La más asombrosa, que la juez no sólo había dado a luz en el entretanto, sino que se había traído al despacho a su retoño y ahora lo tenía instalado junto a la mesa en un moisés, una pizca de carne sonrosada dentro de un alud de perifollos y puntillas. También la gata había parido: estaba repantingada en un rincón sobre el cojín amarillo-gallina, lamiendo a media docena de gatitos con aire de tigresa satisfecha. Había una atmósfera caliente y espesa, como de incubadora, con olor a talco y a calostros.

– Estamos al principio del final -proclamó la juez, nada más verme, con aire algo solemne.

– Bien -aventuré por decir algo. Estaba deseando irme de ese cuarto asfixiante, de ese despacho-útero.

– Me disculpará por haberla traído hasta aquí de una manera un tanto abrupta, pero el tiempo apremia y la situación es crítica.

– Bien.

– Le hablaré claramente: su marido no es más que la punta del iceberg. Un delincuente arrepentido nos ha pasado fotocopias de cheques, listados que hubieran debido ser destruidos, documentos secretos. Este hombre trabajaba como contable para Capital S.A. y Belinda S.A., las dos empresas fantasma a las que ingresaba su marido el dinero robado; pero al parecer hubo problemas. El contable dice que le traicionaron, que no le pagaron lo convenido y que ahora teme por su vida. Es posible. También es posible que el contable haya querido hacer chantaje a sus colegas y que el negocio le saliera mal. Pero las razones de nuestro confidente no nos interesan por ahora. Lo importante es la información que nos está suministrando.

La juez calló unos instantes, como recapacitando por dónde seguir o hasta cuánto contar. Abrió y cerró un par de carpetas con cierto nerviosismo, sin sacar ningún papel de dentro de ellas.

– Dadas las evidencias que poseemos, creemos que su marido no fue forzado a robar para Orgullo Obrero. La información que tenemos es todavía algo confusa, porque el contable, nuestro confidente principal, es un sinvergüenza que intenta guardarse cartas en la manga y miente más que habla. Pero a estas alturas ya no cabe duda de que hay una trama negra organizada para robar dinero del Estado, grandes cantidades de dinero, a través de distintos ministerios. Su marido formaba parte de esa mafia.

– Eso tendrá que probarlo -dije, automáticamente, en un reflejo de defensa casi animaclass="underline" porque Ramón seguía siendo mío de algún modo. Pero en mi interior empezó a latir la fatal certidumbre de que la juez Martina estaba diciendo la verdad.

– Eso se lo probaré, no se preocupe. Pero le decía que su marido formaba parte de esa mafia, que tiene conexiones con delincuentes comunes y con organizaciones terroristas como Orgullo Obrero. Ramón Iruña, sin embargo, no era más que una pieza de mediana categoría: en el asunto están implicados altos cargos de la Administración. Por ahora tenemos indicios firmes contra varios directores generales, tres secretarios de Estado, dos tenientes coroneles y al menos tres ministros o ex-ministros. De hecho, la corrupción parece estar tan extendida dentro del aparato del Estado que hay que tener mucho cuidado de con quién se habla. El inspector García, por ejemplo, trabaja para ellos.

¿Sería una trampa? ¿Estaría la juez Martina cebando mi confianza con sus informaciones para hacerme confesar así todo lo que yo sabía? El bulto de carne rosada del moisés se puso a berrear. La magistrada extendió una mano y meneó la cuna con energía. Cuando conocí a María Martina ya me había parecido una mujer pequeña, pero ahora se la veía diminuta, sin la opulencia de la barriga y sin la elevación suplementaria del cojín. Apenas si asomaba la cabeza por encima del desvencijado escritorio. Qué demonios, pensé; esa miniatura de señora no tenía ningún aspecto de delincuente. Claro que tampoco tenía aspecto de juez, pero preferí desdeñar esa segunda parte de mi razonamiento.

– Sí, lo sé. Lo de García, digo. Vimos cómo el inspector hablaba con un pistolero.

Y entonces le expliqué a la juez detalladamente todo lo que nos había sucedido. María Martina fue tomando nota de mis palabras en un pequeño cuaderno, trémula y afanosa, como un ratón a la vista del queso.

– Bien -dijo al final-. Bien. Todo concuerda, por supuesto.

– Pues yo no entiendo nada. Según usted, entonces, ¿mi marido no ha sido secuestrado?

– Eso no lo sabemos todavía con certeza. Desconocemos si los políticos implicados en la corrupción tuvieron problemas con Orgullo Obrero, o si su marido dejó en efecto de satisfacer algún pago al grupo terrorista. Puede que lo secuestraran, o puede que se trate de una cortina de humo. Este caso está todavía demasiado lleno de incógnitas. Tan lleno que, de hecho, nos sería muy útil que usted mantuviera su encuentro con el supuesto Vendedor de Calabazas. Lo que ese hombre le diga podría proporcionarnos algún indicio.

– ¿Cómo dice? -me espanté-. No. Ni hablar. Ni lo sueñe. No pienso encontrarme con ese tipo. No puedo. Mire, me han intentado matar, ya se lo he dicho. Me voy. Si no me hubieran detenido sus gorilas, a estas horas ya estaríamos en un buen escondite.

La juez se pasó una mano por la cara. Parecía un monito cansado.

– Mis gorilas… Esos chicos son de la Policía Judicial. Escogidos por mí. Lo mejor del Cuerpo, se lo aseguro. Son los únicos en quienes puedo confiar. Y sólo son esos dos, y otro más que está ahora mismo investigando un chivatazo. Esos tres muchachos casi recién salidos de la academia son mi único apoyo. Estoy sola. Ni siquiera he podido cogerme la baja por maternidad porque sé que aprovecharían mi ausencia para desbaratar el caso.

Se calló unos instantes, pensativa. Luego me miró a los ojos con aire resuelto.

– No la quiero engañar: todo esto es peligroso. Incluso muy peligroso. Sin embargo, creo que sería muy provechoso para la investigación que usted pudiera mantener esa entrevista que le prometió su contacto, ese encuentro con el Mayor Vendedor de Calabazas. Sólo le pido eso: quédese en Madrid hasta hablar con ese hombre, cuénteme lo que le ha dicho y luego, si lo desea, desaparezca.

Me agobió la responsabilidad. Sentada en el filo de la silla, tragué con dificultad una dosis de miedo y de saliva.

– ¿Quiénes son los ministros? -pregunté. La juez sonrió de medio lado:

– Eso pertenece al secreto del sumario. Pero, en fin, como quiero que nos ayude y confío en usted, le voy a decir un nombre que aparece citado muy a menudo: Zurriagarte. Se lo cuento dentro de la más absoluta confidencialidad, naturalmente.