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¡Zurriagarte! Pero ¿cómo? Tenía tan buena pinta. ¡Pero si pasaba por ser uno de los políticos más sinceros y honestos del país! ¿No era él el que había dicho eso de «Sin ética no hay política»?

– No es posible…-farfullé.

– Sí, resulta difícil de creer. A mí también me sorprendió -dijo la juez-. Aunque ahora estoy empezando a hacerme cierta idea de cómo sucedió todo. De cómo suceden las cosas, quiero decir. Verá, no es más que una hipótesis operativa, pero pongamos que la nombran a usted ministra de alguno de los ministerios que están implicados en la mafia. Porque no están todos, pero hay varios. Bien, la nombran ministra de uno de esos ministerios, digo, y usted acepta. Su nombramiento se hace público, llega el día de la toma de posesión y usted jura o promete, le hacen las fotos pertinentes, la felicita todo el mundo y llega usted a su nuevo despacho impregnada de gloria y de vanidad. Y ahí, a pie de despacho, la espera un hombrecito con una cartera negra. Usted ya ha hablado con el ministro saliente, ya conoce el estado general de los asuntos, ya ha sido presentada a los secretarios y subsecretarios y subsubsecretarios, pero hasta ahora nadie le había hablado de este hombrecito con su cartera negra. Entonces el tipo cierra cuidadosamente la puerta del despacho y abre el portafolios. Y de ahí empiezan a salir sapos y culebras: qué delincuentes estamos pagando, quién está robando para nosotros, cómo se reparte el dinero de la corrupción desde el ministro para abajo. Y cuántos muertos llevamos con todo esto, porque también hay asesinatos en la cartera. Entonces usted puede hacer dos cosas: o bien renunciar al cargo de inmediato, con todo el fenomenal escándalo que ello traería, o bien hacerse a la idea de que ser ministra es también eso.

No sé por qué decidí ayudar a la juez Martina, con el espanto que me estaba dando todo lo que contaba. Y, sin embargo, antes de que la magistrada hubiera terminado su exposición yo ya había tomado la estúpida determinación de hacerme la heroína. Tal vez fuera por egocentrismo: todos queremos creernos imprescindibles. O quizá me espoleara el puro asco.

– Está bien. Ejem. Me quedaré.

La juez cerró los ojos un instante y suspiró.

– Gracias.

Ahora el mísero despacho ya no me parecía un útero asfixiante, sino una barquita a la deriva, la lancha en donde se apiñaban los supervivientes de un naufragio, mujeres y niños primero, acosados por un mar de tiburones. El bebé volvió a ponerse a chillar de un modo insoportable.

– Es muy… Muy mono el niño -dije por decir algo. María Martina se levantó y cogió en brazos al ensordecedor trozo de carne.

– Es una niña. Lo siento. Es un lío que esté aquí. Pero es que… -la juez me lanzó una ojeada rápida y turbada-. Es que no quiero dejarla sola en casa, ¿sabe? Recibo tantos… mmmm… anónimos desagradables. Por si acaso. No me atrevo a separarme de ella.

Regresé a casa abrumada por el miedo y por el conocimiento. Porque el saber sí ocupa lugar. Hay saberes que pesan en la memoria como una carga de leña, y conocimientos que envejecen más que una enfermedad dolorosa e incurable. De hecho, hay saberes que son una enfermedad dolorosa e incurable. Permanecen dentro de ti como una llaga palpitante, como un menoscabo irremediable en la mirada con la que contemplas la realidad. Ramón, por ejemplo. La imagen de Ramón se iba haciendo trizas dentro de mí. Mi relación con él era cada vez más desapasionada, más lejana. A decir verdad, ya no me sentía su esposa, sino más bien su viuda, porque para mí estaba medio muerto.

– He soñado otra adivinanza -dijo Adrián aquella noche, yo creo que para intentar sacarme de mis lúgubres pensamientos.

Eran las nueve y estábamos los tres en la cocina tomándonos un poco de pan con queso, lo primero sólido que nos metíamos en el cuerpo desde la hora del desayuno.

– Trata de tres hombres que se encuentran en una ciudad portuaria -prosiguió el muchacho-. Son viejos conocidos y hace tiempo que no se ven. Deciden entrar a comer en un restaurante frente al mar; se sientan en una mesa y piden tres asados de gaviota. Les traen los platos y empiezan a comer. Dos de ellos no dicen nada, pero el tercero llama al camarero muy agitado. «¿Pero esto es de verdad gaviota?», le pregunta. Y el camarero contesta: «Sí.» Entonces el hombre se levanta de un salto, sale chillando despavorido del restaurante y se arroja al mar.

– Pues sí que debía de estar asqueroso el guiso ese -masculló Félix con la boca llena.

Yo no dije nada porque el queso se había pegado a mi dentadura postiza y la había sacado de su lugar, de modo que estaba concentrada en intentar arreglar el estropicio con la lengua sin que se me notara demasiado.

– Muy gracioso -bufó Adrián.

– Además, las gaviotas no se comen. Todo el mundo sabe que tienen un sabor repugnante -insistió Félix.

Qué consoladoras eran las adivinanzas de Adrián, pensé mientras les escuchaba discutir por enésima vez. Tontos misterios en apariencia incoherentes que luego tenían un porqué, una explicación, una causa suficiente. Las adivinanzas de Adrián te ayudaban a creer que la existencia tenía en el fondo algún sentido. Que la vida no era caótica y absurda, sino simplemente enigmática, una especie de enorme acertijo que uno podría llegar a desentrañar a fuerza de reflexionar sobre el asunto. Pensando estaba yo en todo esto, en las dulzuras del entendimiento, cuando sonó el timbre de la puerta.

Resulta siempre un tanto ridículo intentar identificar a voz en grito a alguien que se encuentra al otro lado de una puerta blindada y bien cerrada, pero eso fue lo que hicimos, apiñarnos temerosamente en el pasillo y berrear como energúmenos.

– ¿Quién es?

– ¿Lucía Romero?

– ¿Qué quiere?

– Venimos de parte de Manuel Blanco.

No se me escapó el plural de la forma verbal. Según la mirilla eran al menos dos. Jóvenes, bien rasurados, bien vestidos, voluminosos, poco memorables.

– ¿Y quiénes son ustedes?

– Abra la puerta, por favor.

– ¿Para qué?

– Mire, es usted quien está interesada en hablar con nuestro jefe. Si quiere, nos abre. Si no, nos vamos.

El Vendedor de Calabazas. Tenían que venir precisamente hoy de parte del Vendedor de Calabazas. Estaba empezando a ser un día larguísimo. Abrí la puerta.

– Así es más fácil -sonrieron los tipos.

Eran muy parecidos a los policías judiciales de María Martina. La misma edad, la misma corpulencia, una guapeza anodina similar, idénticas mandíbulas cuadradas de sanos comedores de chicle que jamás se han fumado un cigarrillo. La única diferencia perceptible estribaba en que éstos vestían mejor. Los trajes eran también grises, pero de firma. Al parecer, los gorilas privados tenían sueldos más elevados que los gorilas funcionarios.

– Venimos en su busca. Nuestro jefe le ha concedido una entrevista. Ahora mismo.

– ¿Y cómo sé yo que ustedes son lo que dicen ser?

– Me parece que tendrá que confiar en nosotros. Ese diálogo me sonaba repetido.

– Ellos vienen conmigo -dije, señalando a mis amigos.

El gorila me miró dubitativo. Me apresuré a hablar antes de que nos soltara una negativa y luego se viera forzado a mantenerla por puro desplante.

– Supongo que sabrán ustedes quién es el señor Van Hoog. Pues bien, el amigo de Van Hoog es este hombre -dije, señalando a Félix-. Y tenemos una carta del holandés para su jefe que se refiere a nosotros tres.

El tipo cabeceó parsimonioso:

– Está bien. Ya sabíamos que andaba usted con alguien.

De modo que volví a meterme en la trasera de un coche, esta vez encajada entre Félix y Adrián, y de nuevo me crucé la ciudad camino de un destino desconocido. Que luego resultó ser no tan desconocido: el coche se detuvo con suavidad frente al Paraíso.

Uno de los matones se bajó con nosotros y nos guió por el atestado salón del café hasta depositarnos delante de un hombre de unos cincuenta y cinco años que estaba solo en una mesa. En el velador de al lado, cuatro energúmenos vestidos de gris intentaban disimular su clamorosa condición de guardaespaldas. El hombre maduro nos hizo una seña con la mano para que nos sentáramos. Lucía un ostentoso pelo plateado que peinaba hacia atrás con brillantina, dejando una espumilla de rizos sobre el cogote. Blazier negro, pantalón rojo oscuro, un pañuelo de seda anudado al cuello y en conjunto un repugnante aspecto de play-boy carroza y marbellí.

– ¿Y qué se cuenta mi querido amigo Van Hoog? -dijo el tipo a modo de saludo.

– Nada de particular. Ejem. Está muy bien -contesté.

– ¿Qué ha decidido hacer por fin con Ludmila?

– Pues la verdad es que no lo sé. Ejem, ejem. No llegué a preguntárselo -improvisé.

– La última vez que estuvimos con él se pasó toda la mañana contándonos batallitas de juventud, de cuando colaboraba con la Resistencia contra los nazis. En fin, ya sabe usted cómo es él -añadió Félix con toque maestro.

– ¡Un fantasioso! Eso es lo que es. Porque eso de que luchó en la Resistencia… Bah, no me lo creo. Ahora puede decir lo que quiera, pero Van Hoog siempre estuvo en donde había que estar, naturalmente.

El tipo sonreía, ufano y seguro de sí, enseñando unos dientes magníficos que debían de costar unas 300.000 pesetas la pieza, más o menos. De modo que este era el Mayor Vendedor de Calabazas: pues no parecía tan peligroso. De hecho, lo encontré tan común y corriente que cometí la torpeza de discutir sus palabras.

– ¿Qué quiere decir con eso? ¿Que apoyar a los nazis era lo adecuado?

Félix me dio un rodillazo y yo misma me arrepentí al instante de haber hablado. Pero la cosa ya no tenía arreglo. El hombre me lanzó una ojeada fina como un punzón. Me estremecí bajo aquella mirada. Después de todo, tal vez aquel patrón de yate sin yate no fuera tan común y corriente. Tal vez no.

– Tengo entendido que busca usted información -empezó a decir con voz perezosa-. Y sí, la verdad es que la veo un poco despistada. Verán, yo también les voy a contar una batallita, lo mismo que hizo mi amigo Van Hoog. Pero en esta ocasión la batalla no es mía, sino de mi abuelo. Mi abuelo era militar y en 1921 participó en lo que se conoce como el desastre de Annual, que en realidad no sucedió sólo en Annual, sino en diversos puntos del norte de África. En el verano de 1921, y durante veinte días, los rebeldes rifeños destrozaron al ejército colonial español. No eran más que unos cuantos desharrapados armados de machetes y gumías, pero masacraron a un número indeterminado de soldados españoles, tal vez doce mil o quizá más. No se sabe muy bien cuántos soldados había en el Rif, porque los números estaban hinchados: algunos mandos se debían de estar quedando con las pagas sobrantes. La corrupción, la cobardía y la ineptitud de gran parte de los oficiales fueron la verdadera causa del desastre. Yo lo sé porque mi abuelo fue uno de los cobardes y me lo contó. Por entonces él era coronel y estaba sirviendo con el general Navarro. Por lo que decía mi abuelo, la catástrofe del Rif fue algo dantesco. El ejército se colapso, los soldados huían pisoteando a los heridos, los oficiales de baja graduación se arrancaban las insignias para no ser reconocidos como oficiales y los de alta graduación escapaban en los vehículos a motor, los llamados coches rápidos, pasando a veces por encima de los cuerpos de sus propios soldados. Los rifeños mataban a pedradas a los españoles que huían y torturaban hasta la muerte a los heridos: les clavaban a las paredes, les abrasaban los genitales, les ataban las manos con sus propios intestinos. Por supuesto que en medio de este horror hubo también innumerables casos de increíble heroísmo. Como los 690 jinetes del regimiento de Alcántara, por ejemplo, que cargaron una y otra vez contra el enemigo para proteger la retirada de las tropas. La última carga la hicieron al paso, porque ya ni caballos ni jinetes tenían fuerzas para nada más. Cayó el 90 por 100 del regimiento, el mayor porcentaje de bajas que jamás ha tenido una unidad de Caballería europea; cuando el ejército español reconquistó el Rif encontraron los cadáveres del regimiento de Alcántara tal y como murieron, aún en formación de combate. De manera que en el desastre de Annual hubo de todo, proezas y vilezas. Por ejemplo, el general Navarro fue un héroe y el coronel Morales un ruin. ¿Qué les parece esto?