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Me encogí de hombros, sorprendida. Estaba fascinada por el relato, pero no tenía la menor idea de adonde iba a parar.

– No sé. ¿Qué me tiene que parecer?

– ¡Pues mentira! Le tendría que parecer mentira, porque sucedió justo al revés: el general Navarro se comportó de modo miserable y el coronel Morales murió como un caballero, combatiendo pistola en mano hasta el final mientras a su alrededor todos huían. Morales luchaba codo con codo con unos pocos oficiales; se habían juramentado para matarse entre sí y evitar de este modo que los rifeños les torturaran. Al fin, Morales cayó herido; pidió a sus compañeros que cumplieran su palabra, pero éstos, dos tenientes, no se atrevieron a rematarle. Probablemente se echaron atrás por pura cobardía personal, pensando que, si ejecutaban a su superior, después podrían ser sometidos a un consejo de guerra. El caso es que huyeron, dejando solo al coronel, herido e indefenso, en las laderas del Izzumar; y allí mismo, en efecto, Morales fue torturado hasta la muerte por los rifeños. En cuanto al general Navarro, decidió rendirse con sus 2.300 hombres en Monte Arruit, aunque sabía que los rebeldes mataban a los vencidos. Y así fue: mientras Navarro se refugiaba en casa de un moro principal junto a nueve oficiales, un intérprete y siete de tropa, los rifeños acabaron con los 2.300 soldados. Tampoco en ese caso todos los oficiales se comportaron del mismo modo. Por ejemplo, Navarro invitó al comandante Alfredo Marqueríe, padre del que luego sería el famoso crítico teatral, a que se quedara con ellos. Pero el comandante prefirió morir con sus soldados. ¿Qué les parece?

– Estremecedor.

– Pues a mí me parece una estupidez. Mi abuelo, en cambio, fue de los oficiales que se quedaron con Navarro. Y salvó la vida. Tras el desastre de Annual se hicieron las pertinentes investigaciones, por supuesto, y hubo unos expedientes instruidos por unos cuantos militares picajosos en los que consta claramente la culpabilidad de los altos mandos, empezando por el general Berenguer, que era la cabeza del ejército en África. Pero por fortuna el general Primo de Rivera proclamó la dictadura en 1923 y evitó que se depuraran las responsabilidades. Ya ve, los cobardes que salvaron la vida acabaron salvando también todo lo demás, hasta el honor, porque la memoria de las personas es muy débil. Mi abuelo, que ya tenía dinero por su casa, hizo después buenos negocios, aumentó el patrimonio y terminó sus días como un honorable patriarca, un verdadero padre de la Patria: una importante avenida de Madrid lleva su nombre. Mi padre continuó su estela y supo multiplicar el alcance de nuestro apellido en los azarosos años de la posguerra. Y luego he llegado yo y he seguido trabajando en la misma línea. Hoy somos una de las familias más influyentes de este país. No salgo en los periódicos y mi rostro no es popular, pero no hay palacio que no abra sus puertas de par en par cuando yo llamo. El verdadero poder siempre está en la sombra.

El hombre detuvo su perorata y se bebió de un trago la media copa de fino que tenía delante. A nosotros ni siquiera nos había preguntado si queríamos tomar algo. Estábamos escuchándole a palo seco.

– Voy a contarles cómo lo veo yo. Cómo es el mundo. A veces, entre la heroicidad y la ruindad apenas si hay distancia. Quiero decir que, para muchos de los hombres que se vieron de pronto atrapados en el Rif, esa fue la primera vez en toda su existencia que tuvieron que decidir entre el Bien y el Mal, o entre el honor y la vida. En cuestión de horas o incluso de minutos se lo jugaban todo: podían ser fieles a unos ideales y caer en manos de los torturadores, o bien podían traicionarse y sobrevivir. Había que escoger, y todos escogieron. Unos, los heroicos, fallecieron, a menudo sometidos a muertes atroces. Otros, los cobardes, regresaron a España, vieron crecer a sus hijos, hicieron negocios, acabaron en ocasiones convertidos en prohombres de la sociedad, como mi abuelo. ¿De qué sirvió soportar las torturas, de qué sirvió el sacrificio de los hombres de Alcántara? Se lo voy a decir yo: de nada. No salvaron vidas, porque de todas formas los rifeños hicieron una degollina. No salvaron la posición, porque el territorio cayó en poder de los rebeldes. Y lo peor es que España, incapaz de mantener por más tiempo su desfasado imperio colonial, terminó devolviendo el Rif a sus pobladores. Por otra parte, ni siquiera recordamos a los héroes: ya han visto ustedes que les puedo engañar con facilidad y decir que el valiente fue un gallina o viceversa sin que a nadie le importe lo más mínimo. No, los héroes son simplemente inútiles. Mientras que los constructores de países son siempre los otros. Los que huyen y traicionan. Los que saben guardar la ropa mientras nadan. Los supervivientes, porque ellos son, en definitiva, quienes escriben la Historia. Lo digo con orgullo, porque no es fácil ser el vencedor. He usado las palabras cobardía y heroísmo para entendernos, pero en el mundo real tienen otro significado que el que generalmente se les atribuye. En el mundo real, la cobardía es sabiduría y el heroísmo es una estupidez. Pertenezco a una larga estirpe de triunfadores que siempre hemos sabido hacer lo que había que hacer para ganar. ¿Que para ello hay que internarse en la ilegalidad? Bueno, es que la ilegalidad también ha de ser gestionada para que la máquina funcione. Que no me hablen de los héroes muertos y olvidados: no son más que unos pobres perdedores. Mientras que a nosotros nos levantan estatuas y nos dedican calles. Así son las cosas, este es el verdadero orden del mundo.

A mi lado, Félix se removía en el asiento y apretaba los puños. Ahora fui yo quien le dio un rodillazo de advertencia.

– Usted quiere saber qué le ha sucedido a su marido. Le diré que últimamente estoy oyendo hablar de su marido con excesiva frecuencia. Le diré que empiezo a estar harto de su marido y de los amigos de su marido. Un hombre de mi posición no frecuenta sólo los palacios, como antes le dije. Un hombre de mi posición también tiene que tratar con gentes de medio pelo, botarates. Los amigos de su marido son unos parvenus. Pretenden conseguir en tan sólo unos años el mismo lugar de poder que familias como la mía llevamos generaciones edificando. Y eso es imposible, por supuesto. Ese orden del mundo al que antes me refería es una construcción social que tiene milenios; la realidad se ha ido organizando así desde el principio de los tiempos, y posee unas normas y una jerarquía. Pero los parvenus siempre lo confunden todo. Son unos ignorantes y además unos horteras, pero ya ve usted, son necesarios: alguien tiene que desempeñar el trabajo sucio, y los parvenus están dispuestos a hacer lo que sea con tal de medrar. Para nosotros son, ¿cómo le diría yo?, como animales domésticos: cuando empiezan a producir molestias, cuando dejan de rendir lo suficiente, se les cambia por otros y santas pascuas. Es un sistema un poco caro, pero muy eficaz. Le explico todo esto porque ahora nos encontramos, precisamente, en uno de esos momentos de renovación. Usted quiere saber qué ha sucedido con su marido y nosotros estamos hartos de esos zoquetes. De manera que voy a ayudarla: quédese tranquila porque dentro de poco tendrá usted noticias de primera mano. Dígaselo así a la juez Martina: dígale que le brindo mi colaboración con mucho gusto. Yo no quiero problemas. Si ha entendido usted todo lo que le acabo de explicar, se habrá dado cuenta de que a mí no me pueden interesar los escándalos, puesto que formo parte fundamental del orden establecido. Dígaselo así a la juez. A ver si nos ayudamos los unos a los otros y acabamos con este estúpido incidente. ¿Qué le parece?

– Pues verá, le agradezco su buena disposición, pero quisiera…

– Entonces ya está todo dicho -me cortó el tipo, extendiendo la mano hacia mí para despedirse-. Denle mis recuerdos al bueno de Van Hoog.

Los matones de la mesa de al lado se levantaron para escoltarnos hasta la salida. Estaba claro que la reunión se había terminado, y el tono de voz era lo suficientemente imperativo como para salir corriendo. Pero Félix apoyó los dos puños sobre la mesa de mármol y se inclinó hacia delante. El tipo seguía sentado y los demás estábamos de pie y rodeados de gorilas.

– La medida del hombre -dijo Félix.

– ¿Qué? -preguntó el Vendedor de Calabazas.

Uno de los guardaespaldas agarró a mi vecino por el codo, pero su jefe le hizo una indicación con la cabeza para que le soltara.

– Lo que usted decía antes -prosiguió Félix-. Eso de que para qué servía conducirse con dignidad. Sirve para darnos la medida de lo que somos. Mire, los humanos somos incapaces de imaginarnos lo que no existe; si podemos hablar de cosas tales como el consuelo, la solidaridad, el amor y la belleza es porque esas cosas existen en realidad, porque forman parte de las personas, lo mismo que la ferocidad y el egoísmo. En situaciones extremas esos ingredientes se precipitan, y por eso hay de todo, comportamientos grandiosos y actitudes mezquinas. ¿Que para qué sirvió el sacrificio de los hombres de Alcántara, por ejemplo? Pues para ser como somos. Aunque inútiles desde un punto de vista práctico, sus muertes corroboran que los humanos somos también así. Que, aun en el peor de los casos, siempre hay algo en nosotros capaz de lo mejor. Si no hubiera habido ningún acto heroico en Annual, es decir, si en las personas no existiera también ese impulso automático hacia la dignidad, el mundo sería un lugar inhabitable y los humanos pareceríamos animales feroces.