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– Puede ser -respondió el hombre, atusándose con coquetería los caracolillos del cogote-. Quizá tenga usted razón. Pero en ese caso, y en ese mundo, yo formaría parte de los animales feroces dominantes, y usted, mi querido Fortuna, sería lo mismo que es ahora, un maldito perdedor. Viejo, pobre y encima anarquista. Un historial lamentable, amigo mío. No ha hecho más que ir de derrota en derrota.

De modo que lo sabía todo. Que yo estaba en tratos con la juez Martina, que Félix había sido de la CNT. Parecía un pijo de guardarropía, un rico de sainete, pero lo sabía todo. Ahí estaba, seguro de sí mismo, radiante y satisfecho de ser como era. Los cuentos de la infancia no son ciertos. Los malos no acaban siempre pagando su maldad, los buenos no siempre reciben recompensa, los villanos no se reconcomen de bilis y de desasosiego. Por el contrario, hay infinidad de miserables francamente felices. Agarré a Félix de un brazo y tiré de él.

– Vámonos.

Se dejó llevar, tal vez algo aturdido. Los muchachos de gris nos acompañaron hasta la salida y allí nos dejaron. Nosotros tres cruzamos la puerta del Paraíso y nos quedamos al otro lado, sobre la acera, intentando serenarnos con el frío de la noche. Una hermosa luna llena, azulada e invernal, se paseaba por las azoteas de los edificios. Permanecimos paralizados un buen rato, demasiado extenuados quizá para reaccionar. La jornada había sido interminable. Primero habíamos descubierto la traición de García, luego habíamos estado a punto de saltar por los aires con una explosión de gas, después el inspector había intentado secuestrarme, luego la juez me explicó que Ramón era un cerdo sin paliativos y por último un mafioso impresentable nos había intentado convencer de que el mundo era suyo. Todo esto sin pararse ni a comer, con tan sólo un poco de queso en el estómago. Estábamos agotados y nuestro cansancio se parecía demasiado a la derrota. Por encima de nosotros, la luna era el sañudo y tuerto ojo con el que la negrura nos miraba.

Resignación, esa es la palabra de la gran derrota. La vida es un trayecto extenso y fatigoso. Es como un tren de largo recorrido que en ocasiones ha de atravesar regiones en guerra y territorios salvajes. Quiero decir que el camino está plagado de peligros y que el descarrilamiento es un accidente bastante común. Pero hay muchas maneras de perder el rumbo. Por ejemplo, uno puede irse directamente al infierno, como le pasó a Félix Roble durante algunos años. Otros, en cambio, no llegan a salirse de los raíles, sino que tan sólo van aminorando la velocidad, más y más despacio cada día, hasta que al fin se paran por completo y se quedan ahí, medio muertos de pasividad y de fracaso, oxidando la hojalata y las ideas bajo las inclemencias del tiempo.

Eso era lo que le había ocurrido a Lucía Romero. En semejante situación se encontraba nuestra protagonista al comienzo de este libro.

Una noche, Ramón y ella estaban haciendo el amor. A veces sucedía: Ramón se empeñaba y ella ya no encontraba razones para negarse. Ramón forcejeaba sobre ella y Lucía fruncía el ceño. Cuando hacían el amor, el ceño era la única parte de la anatomía de Lucía que se ponía en funcionamiento: se le apelotonaban las cejas de disgusto, hasta el punto de que luego le quedaba la frente dolorida. Esa noche llovía y el agua repiqueteaba blandamente sobre el alféizar de la cocina, formado por una plancha de cinc que cubría una fresquera antediluviana. Lucía escuchaba el pequeño tumulto de las gotas desde el dormitorio, mientras Ramón se afanaba sobre su cuerpo anestesiado o tal vez muerto. Hacía un milenio que Lucía no sentía su propio cuerpo, que no deseaba perderse en unos labios, que no se dejaba fundir en la carne del hombre. Ahora aguantaba los jadeos de Ramón y pensaba en los tiburones, felices criaturas que disponen de varias filas de dientes, de manera que cuando pierden un juego de colmillos pueden reemplazarlos con la serie siguiente. Tamborileaba la lluvia en el cinc de la cocina y en cada gota se ahogaba un segundo, tiempo de vida desperdiciado. ¿Adonde iría a parar el tiempo perdido? Tal vez anduviera merodeando por el limbo de los extravíos, junto con los libros no escritos, las palabras no dichas, los sentimientos no vividos y los dientes de Lucía, los verdaderos, arrancados de raíz en aquel estúpido accidente. Ahora Lucía tenía la dentadura de resina y el cuerpo de madera, insensible bajo las manos de Ramón. ¿Acaso ya no iba a sentir el deseo nunca más? Toc, toc, toc, contestó la lluvia. Y Lucía entendió: nunca más, nunca más. Bien, se dijo entonces: es evidente que me he rendido. Y casi se sintió en paz.

De esta paz fúnebre y mortífera la sacó el secuestro, la amistad con Félix y, sobre todo, el amor de Adrián. Si has vivido alguna vez una pasión amorosa entenderás la fiebre de Lucía, porque la pasión siempre se repite: es como una sesión de cine en donde proyectas una y otra vez la misma película con el mismo galán en la pantalla. Y así, aunque Adrián era veinte años menor que ella, créeme que en la pasión Lucía no era ni un minuto más vieja que ese muchacho, porque en el alucinamiento del amor todos somos estúpidos y perpetuamente jóvenes. Por otra parte, las pasiones eternas suelen durar una media de seis meses; y luego, si las cosas marchan bien, se reconvierten en amores para toda la vida, que duran aproximadamente dos años más. En total, el espasmo cordial abarca, por lo general, unos dos años y medio. Teniendo en cuenta esta regla del corazón no escrita, pero tan cierta como la existencia del agujero de ozono, Lucía no hubiera debido preocuparse por la diferencia de edad entre Adrián y ella: antes de que los años la convirtieran en una anciana putrefacta, la relación se habría hecho fosfatina (lo cual, bien mirado, era un pensamiento reconfortante). Pero Lucía sí que se preocupaba. Y no sólo por la diferencia de edad, sino, sobre todo, por la diferencia de sus necesidades.

Al principio todo fue luz y delirio, porque en los comienzos del amor los humanos siempre nos mostramos encantadores, infatigables en nuestra tierna entrega y gloriosos en todo; pero luego este esfuerzo épico se agota y vuelven a salir a la superficie nuestras vidas pequeñas. Pues bien, las vidas menudas de Adrián y Lucía también acabaron emergiendo y empezaron a chocar entre sí, como icebergs flotando a la deriva en un mar cada vez más helado.

– Te he estado esperando durante toda mi vida -le decía Adrián a Lucía, sin advertir que era una ofrenda breve-. Estoy seguro de que nos conocemos de otras encarnaciones, he soñado contigo desde que era pequeño.

Era un muchacho y confundía aún su deseo de amar con el amor. Era tal su ansiedad que el aire crepitaba en torno suyo. A medida que pasaban los días y que se crispaban las horas y que la relación se iba atirantando, Adrián aumentaba el ritmo de sus declaraciones amatorias:

– Te quiero, te quiero tanto, te quiero tantísimo… -gemía sobre Lucía, reluciente de sudor, extenuado.

Buscaba el Paraíso porque ignoraba que era un lugar inexistente. Buscaba la completud, pero el agujero negro de su interior se hacía cada vez más grande. Hubo gestos agrios, palabras acérrimas. Una noche, Adrián le dijo a Lucía una vez más:

– Quiero casarme contigo, quiero estar contigo para siempre.

– Recuerda que todavía estoy casada con Ramón.

– Pues entonces vivamos juntos. Somos una pareja, ¿no lo entiendes?

– ¿Para qué tantas prisas? ¿No estamos bien así? Además, tú todavía tienes que vivir demasiadas cosas… -empezó a decir Lucía, como en tantas otras ocasiones.

Pero esta vez él perdió los nervios. Se puso en pie de un salto, estaban desnudos y en la cama, y la alzó en vilo cogida por los brazos. Las manos de Adrián eran dos tenazas, hierros de dolor clavados en la carne:

– ¡Suéltame, me haces daño!

– ¿Por qué eres así? ¿Por qué me tratas así? ¿Por qué me haces esto? ¡Me estás volviendo loco! -rugió Adrián, congestionado y ronco.

Y mientras decía esto la zarandeaba, ella como un pelele, los pies rozando apenas las baldosas, la cabeza rebotando como un badajo, así puedo morir, pensó Lucía, así puede matarme, sé que estas sacudidas a veces son fatales. Pero antes de que el abrupto pánico inicial se convirtiera en un miedo denso y sostenido, Adrián abrió las manos y la dejó caer sobre sus talones. Ahí estaba el muchacho, mirándola con cara alucinada, casi irreconocible en su expresión porque en ese instante era incapaz de reconocerse a sí mismo.

– Lo siento… Oh, Dios mío… Lo siento tanto, Lucía…

Permanecieron el uno frente al otro durante unos segundos, estupefactos y más allá de toda palabra. Luego, él extendió la mano y pasó un dedo titubeante y suave por la mejilla de ella. El dedo llegó a la comisura de la boca, merodeó por el borde rosado de los labios y al fin se introdujo de un pequeño empujón en el interior húmedo y caliente. Salió de allí ensalivado y empezó a descender cuello abajo, luego por el desfiladero de los pechos, más tarde en las estribaciones del ombligo, ese oasis en el que se detuvo unos instantes. Para acabar la expedición, ya apresurado, buscando la madriguera entre las ingles. Con ese dedo dentro, Lucía se tumbó de espaldas en la cama. Trepó sobre la mujer Adrián con la misma desesperación con que un sherpa medio congelado treparía al último risco del Everest. Todo el esplendor, las chispas de la carne de los primeros días, se habían convertido ahora en un trabajo penoso, en la angustia de no poder estar a la altura de los propios deseos. Lucía sentía al chico encima de ella, pero en realidad le notaba muy lejos, prisionero de sí mismo, luchando como un esforzado galeote por sacar adelante un orgasmo mecánico y furioso. Al final, tras llegar a la meta, se abrazó a Lucía:

– Te quiero tanto como nunca pensé que podría querer a nadie -dijo, llorando.

Y ella comprendió con toda claridad que la historia se estaba terminando.

Después de nuestra entrevista con el gran mafioso no podíamos hacer otra cosa que aguardar acontecimientos. En realidad, llevábamos toda la novela así, aguardando a que alguien nos viniera a buscar, o nos llamara, o contactara con nosotros; esto es, sumidos en una pasividad forzosa y desquiciante. Yo empezaba a tener la sensación de que mi piso era un escenario teatral en el que se representaba un vodevil, con personajes entrando y saliendo todo el tiempo y cada uno diciendo un parlamento previamente acordado. Sólo que en esta representación los malos estaban tan bien interpretados que corrías el riesgo de que te asesinaran de verdad.