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– Lo estás haciendo muy bien, chico. A ver si sigues así de tranquilito.

– No me toque las narices, abuelo -contestó el muchacho en un tono juicioso, casi amable, como si fuera verdaderamente nieto de Félix.

Y, saliendo del automóvil, se alejó a grandes zancadas. Nosotros nos apresuramos a seguirle.

La granja era una horrible construcción de hormigón y ladrillo amarillo que imitaba la forma de un castillo. Estaba medio oculta entre pinos y rodeada por una amplia extensión de terreno vallado. Nosotros habíamos aparcado en una especie de patio enlosetado que había delante del edificio. No se veía a nadie, salvo a los perros, que, metidos en grandes perreras de tela metálica, estaban organizando un escándalo formidable. Debía de haber por lo menos una docena de animales.

El muchacho se dirigió en derechura hacia una de las jaulas, la más grande, que estaba adosada a la pared lateral de la casa. Dentro, tres robustos dóberman se desgañitaban de ansias mordedoras. El chico sacó un pequeño silbato de una cadena que llevaba en el cuello y sopló dos veces. Al oír los pitidos, los tres perros se serenaron inmediatamente. Metieron el rabo entre las piernas y se dirigieron al extremo más lejano de la jaula, en donde se sentaron muy modosos. El gorila abrió la perrera.

– Adelante.

– ¿De verdad? -dijo Adrián, mirando de reojo a los tres bichos.

– Son unos corderitos. A la de la derecha la he amamantado yo con biberón.

Entramos en la jaula en fila india y nos dirigimos hacia la pared del fondo. Allí el tipo manipuló unos ladrillos y al instante se abrió una puerta simulada. Dentro había una segunda puerta con picaporte, y más allá una habitación de dimensiones regulares con el suelo de madera, sillas, una mesa y otras tres puertas cerradas. Sentados a la mesa y jugando a las cartas había tres matones de mediana edad y fatal catadura. Estaban en mangas de camisa y llevaban las pistolas en las sobaqueras. No tenían ningún aspecto de terroristas de extrema izquierda: más bien parecían figurantes de una película de gángsters. El más mayor se levantó al vernos. Era calvo y tenía los dientes podridos y amarillos.

– ¿Este es el paquete? -preguntó, señalándonos con la barbilla.

– A ver -dijo el chico-. No van a ser turistas japoneses. El tipo no contestó. Me apuntó con un dedo rematado por una uña sucísima.

– Sólo pasa ella a ver al marido. Los otros se pueden quedar aquí esperando.

Me apresuré a hablar antes de que Félix organizara una balacera.

– Está bien. ¡Está bien! Aguardadme aquí.

El hombre de los dientes pochos echó a andar hacia una de las puertas, la única que tenía cerradura. Sacó una llave del bolsillo para abrirla, y luego se hizo a un lado y me dejó pasar. Oí cómo volvía a echar el cerrojo a mis espaldas.

– Lucía…

Ramón parecía más delgado y tenía el pelo alborotado. Vestía un pijama barato y calzaba pantuflas. Se encontraba de pie en mitad de la habitación, tembloroso y pálido. Pobre Ramón. Corrí hacia él y nos abrazamos. Mi marido gimoteó un poco sobre mi oreja.

– Gracias por venir. Gracias por venir.

– ¿Qué tal estás?

– Bien. Mal. No, estoy bien. No te preocupes.

Nos sentamos sobre la cama, porque había una cama, y le cogí las manos. La izquierda mostraba la clamorosa ausencia del meñique. El muñón había cicatrizado bien, pero aún se veía tierno y sonrosado. Acaricié los cuatro dedos supervivientes de esa mano y me aguanté las ganas de llorar.

– Ay, Ramón, Ramón… ¿pero en qué líos te has metido?

– Te lo puedo explicar todo. Todo. Me chantajearon. Tuve que hacerlo. Me amenazaron con matarme, con hacerte daño. Tuve que hacerlo.

Le miré con incredulidad: pero parecía tan sincero. Tal vez la juez estuviera equivocada con respecto a Ramón. A fin de cuentas, había dicho que todavía quedaban muchos puntos oscuros en la historia. Miré a mi alrededor: estábamos en una habitación pequeña y sin ventanas pero confortable, con un sofá de orejas, una estantería con libros y un televisor.

– Pero si ya hemos pagado, ¿por qué no te sueltan?

– Porque les conozco, porque les he visto. O porque querían utilizarme de rehén, no lo sé. Pero ayer me dijeron que me pondrían en libertad. Al parecer, hay gente importante que quiere que esto acabe.

Pobre Ramón. Estaba sentado en el borde de la cama, con las rodillas muy juntas, embutido en su rústico pijama. Parecía un niño con miedo a la oscuridad. Su cara tan conocida, sus arrugas, la pequeña marca en zigzag de la barbilla de cuando aquel gato le arañó tantos años atrás. En aquella ocasión yo le curé con agua oxigenada mientras él daba respingos y chillaba.

– Ay, Ramón, Ramón.

No sé cómo pasó. Supongo que fueron los nervios, la emoción del encuentro después de tantos meses o la conmoción de verle ahí encerrado, en manos de esos matones abominables. El caso es que yo le abracé, y entonces él me abrazó, y yo le besé en la mejilla, y él me besó en los labios, y caímos de espaldas sobre la cama, y los pijamas baratos son increíblemente fáciles de entreabrir. Yo intenté resistirme, abrumada por lo inadecuado de la situación: los secuestradores podían entrar en cualquier momento y sorprendernos. Pero eso mismo hizo que sintiera una excitación indescriptible, que Ramón me atrajera mucho más de lo que jamás me había atraído. Ni siquiera llegamos a desvestirnos: fue el polvo más rápido de mi vida. Fue algo loco, abisal, un fogonazo; nos separamos al instante, sin aliento, retocándonos las ropas, turulatos.

– ¿Y cuándo… cuándo han dicho que te van a soltar? -pregunté, aún medio ahogada pero simulando serenidad y cordura, mientras buscaba por debajo de la cama uno de mis zapatos.

– Enseguida, pero he tenido que prometerles algo -contestó Ramón.

– ¿Qué?

Su tono de voz no me gustaba nada.

– Para que me suelten, he tenido que prometer que me iría lejos. A Brasil o a Centroamérica o a la isla Mauricio o algún sitio así.

– ¿Cómo?

– Sí, ¡tengo que desaparecer durante un par de años! Para que no me interrogue la policía, ¿entiendes?

– No. No entiendo. Es todo muy raro.

– Pues está muy claro. Yo me voy y tú te quedas tranquila. En cuanto pueda, te telefoneo y te digo dónde estoy. Y tú vienes a verme o incluso a vivir conmigo, si quieres. O un tiempo vives conmigo y otro tiempo en Madrid. Durante un par de años. Hasta que los de Orgullo Obrero se olviden de mí.

– Ramón, no entiendo nada. Todo esto que me dices me parece absurdo. ¿Qué me estás ocultando?

– ¿Yo? Yo no te oculto nada. Te lo juro, cariño, te lo juro. ¿Acaso te he mentido alguna vez? -dijo Ramón con persuasiva vehemencia. Y luego se quedó atónito contemplando algo por encima de mi hombro, con la mirada vidriosa y la boca abierta.

Me volví siguiendo la línea de sus ojos: en el quicio de la puerta había aparecido el inspector García. Porque era García, desde luego, aunque se le veía distinto: llevaba unos pantalones beige de tergal muy apretados en el culo y una cazadora de cuero negro estrecha y muy macarra. Además estaba peinado de otro modo, y, lo que era más extraordinario, sonreía. Del bolsillo del pantalón colgaba un llavero con la bandera de España. Antes parecía un policía gris y funcionario, una rata de archivo, y ahora parecía un policía chulo y canallita, de los que le rompen la boca a los detenidos.

– Para el carro, tarugo. Deja de soltarte el rollo y cuéntale la verdad a la señora.

Ramón se puso verde:

– Pe… pero ¿qué dice? -balbució.

– Que te relajes, tío. Estamos perdidos. La puta de la jueza lo sabe todo. Y los cabrones de arriba nos han vendido, de manera que se acabó lo que se daba. Los judiciales están a punto de echarnos el guante y este primo se esfuma. Tú puedes hacer lo que te salga de la punta del nabo. Pero cuéntale, cuéntale a tu chica de qué va la historia, a ver si enchironamos a un par de capullos antes de irnos.

– Pero usted… -dije, asombrada-. Pero usted no parece usted. Ni viste como vestía ni habla como hablaba…

– Natural -dijo García con una sonrisa orgullosa y ufana-. ¿Daba el pego, eh? Pues era una actuación, así de simple. O sea, yo estaba haciendo como que hacía, ¿sabes cómo te digo? Pensé que con ese aspecto parecería menos sospechoso, ¿sabes cómo te digo? También sé imitar a Colombo. Se me da de perlas actuar. He hecho montones de servicios de emboscado. Que si hoy soy un yonqui, que si mañana un cura. En el Cuerpo me llaman el Marlon, por lo del Marlon Brando. ¿Y todo ese derroche de arte para qué, me quieres decir? Pues para que ahora nos vendan unos cabrones.

Me volví hacia mi marido:

– ¿Qué está sucediendo? Ramón se puso rojo:

– Te lo puedo explicar, te lo puedo explicar, verás…

– ¡No quiero que me lo expliques! Ya veo cómo son tus malditas explicaciones. Quiero que me lo cuentes desde el principio hasta el final. Todo. Y sin adjetivos. ¿Has oído? La verdad descarnada.

– Te lo voy a contar yo, guapa. Te lo voy a contar yo. Tu marido lleva sacándose un estupendo sobresueldo desde hace la intemerata de años. O sea, sisaba en el ministerio y firmaba inspecciones falsas y esas cosas. Pero no es que robara. No, señor. Porque sus jefes estaban en el ajo. Todo el mundo está en el ajo. Ministros, militares, abogados gordos. Y banqueros más gordos todavía. Pero los que vamos a ir de paganos vamos a ser el melón de tu marido y yo, hay que fastidiarse.

García se calló durante unos instantes, sumido en un nuevo arrebato de autocompasión.

– Entonces lo que decía la juez Martina era verdad… -murmuré.

– ¿Qué decía esa zorra? -preguntó García.

– Ahórrese las zafiedades, si no le importa.

– Vamos, tía, no te pongas finolis que no tenemos tiempo. ¿Qué decía?

– Que Ramón formaba parte de una trama de corrupción que incluía a varios ministros. Y que usted estaba metido en el asunto.

– Pues sí. Tal cual. Es lista la zorrita.

– Lucía, déjame explicártelo -intervino Ramón, que había permanecido callado y retorciéndose las manos durante nuestro diálogo.

Lo miré indignada.

– No quiero más mentiras.

– No, no. Esta vez sí que te estoy diciendo la verdad. Mira, yo nunca… Yo no… He pensado mucho en todo esto, sobre todo aquí encerrado durante los últimos meses, y me he dado cuenta de que yo nunca hubiera hecho nada malo por mí mismo. Soy demasiado… Demasiado cobarde, creo. Y quiero creer que también soy demasiado honrado para eso. O sea, lo era. Bueno, por lo menos un poco honrado sí que fui.