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– Me vas a hacer llorar, pichón -se burló García.

– Yo creo que en el mundo hay un puñado de gente sin escrúpulos -prosiguió Ramón sin hacerle caso-. No son muchos, pero son tipos verdaderamente impresentables. Personas sin principios y que abusan de su poder y todo eso…

– Pero qué pajarracos tan malos hay por el mundo… -rebuznó García con una risotada.

– Y luego hay otro puñado de gente decente. Pero decente de verdad, ese tipo de personas que son fuertes y generosas y llenas de seguridad moral y que jamás harán nada malo aun en la peor de las circunstancias. Pero tampoco son muchos los tipos decentes.

– A Dios gracias -apuntó el inspector.

– Y yo creo que en medio de estos dos extremos se extiende una masa amorfa de individuos, la enorme mayoría, personas bien intencionadas y agradables, pero débiles, o cobardes, o demasiado ambiciosas, o inseguras, o quizá estúpidas… Esta enorme masa se portará de maravilla durante toda su vida si no es tentada a portarse mal. Pero en épocas de desmoralización o de infamia o de corrupción caerán en el delito o por lo menos lo permitirán y se harán cómplices. Acuérdate del III Reich: todos los alemanes sabían lo de los campos de exterminio y prefirieron ignorarlo.

La exposición de mi marido me recordó de un modo angustioso al Ramón de antaño. Al Ramón izquierdista y progre, que se enorgullecía de haber pertenecido a una célula marxista radical durante los años universitarios y de haber corrido delante de los grises soltando un reguero de octavillas.

– Hay que ver cuánta palabrería histórica para contar que uno ha metido la mano… -bufó García.

– Yo soy de esos, Lucía. Un débil y un mediocre. Verás, uno no se corrompe de la noche a la mañana. No es que uno llegue a los cuarenta años virgen de componendas y de repente entre en tu despacho un tipo con una maleta de cocodrilo cargada de billetes y te diga: «Te voy a pagar 200 kilos si mañana tiras por las escaleras a tu abuela.»

– ¡Joder! Vaya un ejemplo más imbécil -dijo el inspector.

– No sucede así, no sucede así. Al contrario, las tentaciones son pequeñas, múltiples, graduales. Vivir es ser tentado, sabes. Todos los días de tu vida tienes que tomar decisiones que poseen cierto fondo moral. Y uno decide. Vas dando pasitos. Para adelante, para arriba o para abajo. Y cada pasito te conduce al siguiente. Por ejemplo, empiezas aceptando un pequeño sobre mensual para redondear tu sueldo. Puede ser una cantidad modesta, cincuenta o cien mil pesetas como mucho, y es un dinero que aparece en los presupuestos disfrazado como una compra de material de oficina, por ejemplo. Sí, claro, es una irregularidad, pero, en fin, ya se sabe cómo es la Administración, hay que hacer estas trampas porque si no la burocracia impediría que te aumentaran el sueldo. Y tú crees merecer esas cincuenta mil pesetas de más, eso desde luego. Las mereces, te dice tu jefe, que es quien te las paga y se paga de paso el triple a sí mismo. Y además, ¡es tan poca cantidad! Y todo el mundo recibe el mismo sobre, no vas a ser tú el único idiota que se queda sin ello.

– Muy bien contado, sí señor -aplaudió el policía.

– Empiezas así, con una tontería, y después vas necesitando más dinero y eres cada vez más ancho en tus criterios. Entonces te piden pequeños favores a cambio de ese sobresueldo, y tú vas aceptando; y así pasan los años, y tú has seguido diciendo que sí a todo; y al final te descubres encerrado en una habitación como esta, explicándole a tu mujer que eres un cerdo.

Casi me había conmovido. Casi le había perdonado. Pero entonces recordé lo que me había hecho. El miedo, la angustia y sobre todo el engaño, ese engaño insoportable, inadmisible. ¡Pero si había vuelto a mentirme unos minutos antes!

– Sí, explicándome que eres un cerdo, pero con doscientos millones en el bolsillo.

Por los labios de Ramón bailoteó una mueca vagamente parecida a una sonrisa. Al final se contuvo con esfuerzo y suspiró:

– Sí. Eso es verdad.

– Y me parece que no estarías dispuesto a echarte para atrás por mucho que dramatices las cosas ahora. O sea, creo que prefieres tener doscientos millones y ser corrupto a ser inocente y no tenerlos.

Volvió a suspirar:

– Pues a lo mejor tienes razón. ¿Qué quieres que le haga, Lucía? Las cosas son así. Lo siento.

– ¿Y Orgullo Obrero?

– No existe. Cuando supimos que empezaba a haber filtraciones nos inventamos esa organización fantasma y escribimos las cartas haciéndolas pasar por más antiguas. Unos meses antes ya se había utilizado un truco parecido con un tío de Valencia, y funcionó. El plan consistía en parar las investigaciones en el primer nivel, es decir, en el nuestro. Que la juez creyera que el dinero había ido a parar a un grupo político y dejara de rastrear la huella de las cuentas bancarias.

– Pero ¿por qué no te llevaste tú mismo los doscientos millones? ¿Para qué todo ese lío de la caja de seguridad?

– Así la historia parecía más creíble -dijo García-. Se me ocurrió a mí. Una idea estupenda, ¿no?

– ¿Y el intento de atraco?

– También fue cosa mía -se pavoneó el inspector-. Para quitarnos de problemas. Porque lo de entregar el dinero de un rescate siempre es complicado y te pueden echar el guante. Además, así quedaba más natural que luego tu marido no apareciera. O sea, si no había dinero para pagar el rescate, entonces los cabrones de los terroristas se podrían haber cargado al rehén, ¿no?

– Y yo mientras tanto desesperada… Pero qué miserables… -me indigné.

– C'est la vie, que dicen los gabachos -chuleó García-. Así son las cosas, nena. También a éste le tuvimos que cortar el dedo, y eso que no quería. Pero se tuvo que joder.

– ¿Y para qué ha servido, eh? -le contestó Ramón con rabia-. ¿Para qué ha servido? Si ahora se ha descubierto todo el pastel, ¿para qué sirvió que me cortaras el dedo, pedazo de animal?

– Pero qué dices, tío, si fue un toque maestro. Y no te quejes, que bien que te han pagado ese dedito.

– ¿Cómo que te han pagado?: -me extrañé.

– Sí, bueno… -Ramón se ruborizó-. Es que… No ha sido por el dedo, o sea, no por el dedo sólo, sino por quitarme de en medio. Por dejarme quemar, para que los de arriba se salvaran. A cambio de eso me dieron otros… Ejem… Otros doscientos millones. Por eso me reía antes cuando… Me sonreía cuando… Cuando tú dijiste lo del dinero que…

No pudo seguir hablando porque rompió en irrefrenables carcajadas, con acompañamiento de fuertes palmadas sobre el muslo y espasmódicas sacudidas de diafragma. Me lo quedé mirando estupefacta.

– Perdón… Ji, ji, ji… Ay, perdón… -dijo al fin, secándose las lágrimas e intentando contenerse con aire contrito-. Son los nervios.

Bien, ya no teníamos nada más de qué hablar. Habíamos vivido diez años juntos y yo conocía de él cosas tan íntimas como el olor de su cuerpo tras una noche de sudor y de fiebre, pero no teníamos absolutamente nada que decirnos. Hasta ahora, Ramón había sido una parte mía, pero hoy era ya una parte muerta. Como el recorte de una uña. Tejido orgánico de desecho. Me di cuenta de que todo había terminado; y ni siquiera sentía el deseo de reprocharle o de pedirle cuentas. Sólo quería marcharme de allí; y olvidarme de él, y no volver a verle. Esto último parecía fácil, puesto que Ramón y sus compinches iban a huir con destino desconocido en las horas siguientes.

– Me voy -exclamé, abalanzándome hacia la salida con una súbita sensación de asfixia.

– Pero Lucía… -dijo Ramón con voz pedigüeña.

– Ni una palabra más. No digas ni una palabra más. No quiero volver a verte. Desaparece.

García metió entre mis manos un sobre grande cerrado con cinta adhesiva:

– Toma, cielito. Un regalo para ti. Son un montón de documentos la mar de interesantes. Enséñaselos a la jueza: si esa zorra es tan lista como parece, seguro que con esto podrá enchironar a más de uno. Digamos que son las instrucciones para cazar capullos.

Di un empujón a García, abrí la puerta y abandoné el cuarto de una zancada. Al otro lado me estaban esperando Félix y Adrián, tan inquietos como dos leopardos en una jaula. Les miré, aferrada aún al sobre color pardo y casi asfixiada de congoja. La piel de Ramón. Su carne de hombre mayor, músculos macerados por toda la vida ya vivida. Me había emocionado esa piel tan hecha por el tiempo, la especial blandura con la que cedía bajo mis dedos. Me había conmovido hacer el amor con Ramón, y no sólo porque fuera él, sino porque era un hombre maduro. Venía desde lejos, como yo misma. Y estaba medio deshecho, como yo. Frente a mí, Félix y Adrián me seguían contemplando con expectación. Tragué con esfuerzo un nudo de lágrimas:

– Se acabó -dije.

Y me sentí aliviada y un poco muerta.

He mentido. Llevo escritas cientos de páginas para este libro y he mentido en ellas casi tantas veces como en mi propia vida. He mentido, por ejemplo, respecto a mi situación profesional. Al principio he dicho que era capaz de vivir de mis textos, y esto ya hace mucho que dejó de ser verdad. Los cuentos de la Gallina Belinda han ido experimentando un firme y sosegado decaimiento en sus ventas al público durante la última década, y al final llegaron a ser tan invisibles como los textos del Boletín Oficial del Estado. Fracasar en algo que de por sí te parece un fracaso es rizar el rizo de la derrota: yo me dedicaba a algo que me parecía una porquería y encima lo hacía mal.

El languidecimiento de mi estrella como escritora infantil me fue comiendo la moral; en vez de buscar otros medios de ganarme el sustento, había ido apoyándome más y más en el sueldo de Ramón. Con el tiempo me convertí en una mantenida: yo, que siempre había abominado de la esposa pasiva tradicional. La situación contribuyó a distanciarnos y acabó con las pocas briznas de orgullo que me quedaban; llegó un momentó en que no tenía confianza en mí misma ni para ir a hablar con el cajero de mi banco. Hasta que al fin un día sucedió lo que tanto había temido. ¿Recuerdas que he dicho que fui a pedirle un adelanto a mi editor? Pues bien, su respuesta no fue como antes la he descrito. Al contrario: cuando le pedí dinero, Emilio tosió, se sofocó y encendió un cigarrillo. Lo cual me pareció una señal de muy mal agüero, porque ya tenía otro cigarrillo humeando delante de sí en el cenicero.

– Lo… Lo siento mucho, Lucía, pero no va a poder ser.

– ¿No puedes adelantarme el próximo libro? ¿Estás mal de liquidez? -intenté ayudarle y ayudarme.

– No, no es exactamente eso, es… No puedo darte un adelanto, Lucía, porque los resultados económicos de tus últimos trabajos han sido muy… Desesperanzadores, digamos. Quiero decir que todavía no hemos recuperado el dinero que te dimos en los últimos cinco libros, y ya es imposible que lo recuperemos, porque los ejemplares sobrantes van a ser guillotinados.