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Somos sólo palabras, palabras que retumban en el éter -dijo Félix-. Palabras musitadas, gritadas, escupidas, palabras repetidas millones de veces o palabras apenas formuladas por bocas titubeantes. Yo no creo en el Más Allá, pero creo en las palabras. Todas las palabras que las personas hemos dicho desde el principio de los tiempos se han quedado dando vueltas por ahí, suspendidas en el magma del Universo. Esa es la eternidad: un estruendo inaudible de palabras. Y a lo mejor los sueños también son sólo eso: a lo mejor son las palabras de los muertos, que se nos meten en la cabeza mientras dormimos y nos forman imágenes. Estoy seguro de que todos los sonidos andan a nuestro alrededor formando remolinos: el grito de ¡Tierra! con que Rodrigo de Triana saludó las costas americanas durante el primer viaje de Colón, el agónico Tú también, Bruto con el que César se lamentó ante sus asesinos, la dulcísima nana con la que mi madre me ponía a dormir. No recuerdo la canción, pero tengo el convencimiento de que está todavía cerca de mí, y eso me consuela. A veces creo que siento pasar las palabras de mi madre, como una brisa muy ligera que acaricia mi frente; y siempre conservo la esperanza de atrapar alguna vez esas palabras por la noche, y volver a revivirlas como si fueran nuevas desde dentro del sueño.

(No sé qué hubiera sido de mí de no tener a Félix a mi lado. Cuando descubrimos por fin toda la verdad sobre Ramón, cuando regresamos a casa y yo me sentía en dique seco y con la línea de flotación torpedeada, cuando se hizo evidente que Adrián y yo no teníamos el mismo futuro por delante, Félix supo decirme lo que yo necesitaba oír para salir del pozo.)

– Te voy a dar una buena noticia, Lucía, porque te veo demasiado obsesionada con el paso del tiempo y con la muerte. La belleza siempre existe, incluso en el horror, incluso en la vejez. Te pondré un ejemplo: probablemente no lo sepas, pero los viejos y las viejas amamos hasta el final. Incluso cuando ya no hay fuerzas ni capacidad para pasar al acto, nos enamoramos del médico, de la enfermera, de la asistente social. Algunos se burlan de estos sentimientos terminales, les parecen chistosos y grotescos, pero para mí son amores tan serios y tan auténticos como cualquier pasión de la juventud. Y tan hermosos. Por ejemplo, yo te quiero, Lucía, perdóname. Te quiero y creo que si estuve a punto de morir de neumonía fue por puro miedo a perderte, ¿sabes? Me refiero a cuando en Amsterdam Adrián y tú… Pero no me gustaría que me malinterpretases: yo te quiero sin aspirar a nada, por supuesto. Me basta con quererte y con que escuches mis batallas de cuando en cuando.

¿Sabes cómo murió Margarita, mi mujer? Tenía diez años menos que yo, pero enfermó de alzheimer. El alzheimer es una dolencia crueclass="underline" te va devorando la memoria, de manera que no sólo acaba con tu futuro, sino que también te roba lo que has sido. Tenías que haber visto a mi pobre Margarita: ella, que era tan ordenada y tan meticulosa, empezó a dejarse las luces encendidas, los grifos abiertos. Un día, Margarita se pasó llorando toda la tarde porque se le había olvidado cómo se ataban los cordones de los zapatos. Ella sabía hacia qué tipo de oscuro sufrimiento se dirigía, y prefirió marcharse. Yo la hubiera cuidado hasta el final, hasta que se hubiera convertido en la carcasa vacía de su propia persona. Pero Margarita era tan esmerada, tan minuciosa en todo, y amaba de tal modo la pulcritud, que quiso irse de una manera ordenada y metódica. Vi cómo se preparaba el bebedizo definitivo, cómo abría una a una las cápsulas del somnífero y echaba los polvillos en un gran tazón de café con leche, sus deditos tan ágiles todavía, sus manos firmes y diligentes, esas admirables manos de mujer fuerte, capaces de acariciar, y de retorcerle el pescuezo a un gallo, y de limpiar el culo de un bebé, y de restañar el sudor de un agonizante. Margarita se movía por la cocina con facilidad y precisión, como si estuviera preparando alguno de sus guisos deliciosos en vez de una pócima de muerte; y cuando ya lo tuvo todo dispuesto se sentó a la mesa del desayuno con su tazón de inocente apariencia entre las manos y se lo bebió a pequeños tragos. Por la ventana entraba un brioso sol de finales de febrero y la cocina resplandecía, toda ordenada y limpia, como en una alegre mañana de domingo. Margarita me cogió de la mano y miró a través de los cristales. «Qué día tan bonito», dijo, y sonrió. Ya ves, Lucía: incluso en los confines del ser existe la belleza.

Hay momentos en los que ser viejo es triste, y hay ocasiones en las que resulta insoportable. Entonces la cabeza se te llena de la añoranza de todo lo perdido y te ahoga la melancolía del nunca jamás. Nunca jamás seré el dueño de mi cuerpo como antes lo era, nunca jamás la dulzura de las noches juveniles, nunca jamás la esperanza de futuro y el poderío. Si eres tan viejo como yo lo soy, todo lo que eres ya lo has sido.

Y sin embargo, mi querida Lucía, la ancianidad no es un lugar tan desolado. Hay algo en la misma edad que te protege, algo que te compensa: cierta aceptación, cierto entendimiento. Por ejemplo, cuando llegas a vivir tanto como yo, empiezas a comprender la muerte un poco mejor. Los hombres nos creemos que la muerte es un enemigo que está fuera de nosotros, un extranjero que nos acecha y que intenta invadirnos una y otra vez por medio de las enfermedades. Pero no. En realidad, no morimos de algo exterior y ajeno, sino de nuestra propia muerte. La llevamos con nosotros desde el día que nacemos y es algo cercano y cotidiano, tan natural como la vida. Esto que estoy diciendo es la mayor obviedad del mundo, y sin embargo nuestro cerebro se resiste a aceptarlo.

Cuando llegas a vivir tanto como yo, en fin, empiezas a intuir que dentro del desorden del mundo hay cierto orden. Tal vez sea un producto de mi necesidad, una defensa ante la desolación y el sinsentido, pero lo cierto es que cada día que pasa me parece más evidente que la armonía existe. Que por encima del fragor de las pequeñas cosas hay una serenidad universal, sublime. Tan universal y tan sublime que ciertamente resulta de muy poco consuelo cuando el horror se abate sobre nuestra pequeñez, sobre el aquí y el ahora. Pero a veces la conciencia se consuela con esa percepción global del equilibrio, con la intuición de que todo está relacionado de algún modo. Por ejemplo, el dolor. ¿Sabes que existe un síndrome de incapacidad genética de percibir el dolor? Pues sí, existe; y los niños que nacen con esta enfermedad mueren muy temprano, porque no advierten las heridas que se hacen ni descubren las infecciones en sus inicios. Son crios que se abrasan al apoyarse en estufas hirvientes o que no cambian de postura durante horas, de manera que a menudo se les necrosan los brazos y las piernas. Quiero decir que incluso el dolor, tan abominable, tan impensable, tan inadmisible, puede ocupar un lugar en el sistema, puede tener una razón de ser: de hecho, nos ayuda a mantenernos vivos.

La armonía interna de las cosas. Esto es lo que intenté explicarle al Vendedor de Calabazas: que en lo que somos, por mucho que a él le parezca utópico y ridículo, también interviene el Bien de un modo necesario. Es cierto, eso sí, que en todas las épocas parecen ir ganando los Vendedores de Calabazas; pero si hacemos un esfuerzo por ver el trayecto de la Humanidad en su conjunto, es fácil apreciar la constante tensión entre lo vital y lo mortífero, entre la voluntad de entender y la de depredar. La historia se ha ido construyendo sobre ese combate, y se diría que, pese a todo, van ganando la razón y el entendimiento. Hoy, por ejemplo, la esclavitud es un concepto abominable en todo el mundo, aunque sigan existiendo esclavos clandestinos y se hayan creado otros tipos de esclavitud. Pero el concepto en sí ha sido fulminado en la conciencia social. Parece poca cosa, pero es un avance: porque ese acuerdo común, esa palabra pública libremente aceptada por las partes, es la base de la civilización. Ya te he dicho antes que la palabra lo es todo para nosotros.

Permíteme que te hable de los pingüinos, esas aves patosas que habitan a millones en la desierta Antártida. Cuando las crías de los pingüinos salen de sus huevos, los padres han de dejarlas solas para irse al mar en busca de comida. Esto plantea un grave problema, porque los pequeños pingüinos se encuentran recubiertos de un plumón tan ligero que resultaría insuficiente para mantenerlos vivos en las temperaturas extremadamente frías del Polo Sur. Entonces lo que hacen los pollos es quedarse todos juntos sobre sus islotes de hielo, miles de pingüinos recién nacidos apretujados los unos contra los otros para darse calor. Pero para que los que se encuentran en la parte exterior del grupo no se congelen, los pollitos permanecen en constante movimiento rotatorio, de manera que ninguna cría tenga que estar a la intemperie más de unos segundos. De haber sido llevada a cabo por hombres y mujeres, esta ingeniosa artimaña colectiva se habría entendido como una muestra de la solidaridad humana; pero los pollos de los pingüinos, al contrario que nosotros, no entienden de palabras, y si se protegen los unos a los otros es porque así tienen más esperanzas de sobrevivir: es una generosidad dictada por la memoria genética, por la sabiduría bruta de las células. Lo que te quiero decir con todo esto, Lucía, es que lo que llamamos el Bien está ya presente en la entraña misma de las cosas, en los animales irracionales, en la materia ciega. El mundo no es sólo furor y violencia y caos, sino también esos pingüinos ordenados y fraternales. No hay que tener tanto miedo a la realidad, porque no es sólo terrible, sino también hermosa.

Te voy a contar algo que jamás le he contado a nadie. Sucedió hace siete años, pocos meses después de la muerte de Margarita. Por entonces se me caía la casa encima y me pasaba los días en la calle. Era invierno, hacía frío y tomé por costumbre irme por las tardes a la estación de Atocha, a la gran sala de las palmeras. Me instalaba en un banco y dejaba morir las horas dentro de esa cálida atmósfera de invernadero. Un día se sentó junto a mí un muchacho de unos veinte años; iba vestido con traje y corbata, y llevaba una cartera que colocó sobre sus rodillas. Empezó a revolver dentro de la cartera con evidente desasosiego; luego sacó un cuaderno de notas escrito con letra diminuta y se puso a pasar las hojas furiosamente. Parecía claro que buscaba algo que no encontraba, y que esa pesquisa infructuosa le estaba poniendo muy nervioso. Al cabo se rindió y quedó inmóvil, con los ojos vidriosos y la mirada fija: sudaba de manera copiosa y tuvo que aflojarse el cuello de la corbata. Yo no sabía por qué me llamaba tanto la atención ese muchacho, pero me encontraba atrapado en su peripecia. Le estudié detenidamente y sin disimulos, porque el joven estaba tan absorto en su desesperación que ni reparaba en mí. Se trataba de un tipo delgado, moreno, de ojos negros, y su rostro no me sonaba en absoluto; y sin embargo, y al mismo tiempo, me resultaba muy cercano, como si fuera un viejo conocido. Hasta el punto de que no pude resistir el impulso de hablar con él y le dije: «No te preocupes.»