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El chico dio un respingo y me miró extrañado.

«¿Cómo dice?»

«Digo que no te preocupes. Todos nos hemos sentido alguna vez así, como tú ahora. Hay momentos negros en los que parece que la vida se cierra. Y entonces tememos no ser capaces de soportar lo que nos espera.»

Las palabras venían a mi boca como si alguien las hubiera escrito previamente. El muchacho me contemplaba atónito, pero también interesado. Empecé a sentirme inquieto: yo conocía esa situación, esto que estaba pasando ya había sucedido antes.

«Te voy a decir algo que lo sé porque lo he vivido: esos momentos se pasan, te lo aseguro. La vida es mucho más grande que nuestros miedos. Y somos capaces de soportar incluso mucho más de lo que querríamos. Así es que quédate tranquilo. Algún día, dentro de muchos años, te acordarás de la angustia de hoy y te parecerá mentira. Y aún te diré más: es incluso posible que añores este momento.»

Estas obviedades le dije o algo así, y ahora que repito en voz alta mis frases me parecen paternalistas y bastante tópicas. Pero el chico me escuchó; y lo más sorprendente es que observé que mis palabras le servían. Su rostro desencajado se recompuso un poco y su respiración se hizo más tranquila.

«Suena sensato», dijo, y suspiró. Luego sonrió algo ruborizado: «¿Se me nota tanto?»

«¿El qué?», pregunté.

«Que estoy hecho polvo. ¿Se me nota tanto?»

«Un poco. A lo mejor sólo lo noto yo.»

El muchacho volvió a sonreír. Cerró el maletín, se puso de pie y me tendió la mano.

«Gracias.»

Fue cuando se alejaba camino de los trenes cuando advertí el detalle: su mano izquierda, la mano con la que sujetaba la cartera, estaba mutilada. Le faltaban por lo menos un par de dedos.

Entonces todo cayó súbitamente sobre mí, la comprensión, el recuerdo, el deslumbramiento. Yo había vivido esa misma escena, pero del otro lado, Lucía, del otro lado. No me tomes por loco, no creas que soy un viejo chocho. Hace muchos años, cuando yo era joven, me encontré en una situación semejante a la de ese muchacho. Fue en 1933: Durruti acababa de levantar en armas Aragón y el Gobierno de la República había emprendido una feroz represión. Yo me sentía muy maclass="underline" no había estado junto a Durruti, no había hecho nada por la causa, pensé que me estaba comportando como un maldito burgués. Ignoro por qué estaba angustiado el chico de la estación, pero creo que en esos momentos no se quería nada a sí mismo, y eso era lo mismo que me sucedía a mí en aquella tarde de 1933. Yo también estaba sentado en un banco y sumido en mi angustia, cuando se acercó un viejo y me habló con palabras prudentes. Con las mismas palabras, más o menos, que yo le dije años después a ese muchacho. Las mismas palabras, las mismas edades, incluso parecidas palmeras a nuestro alrededor: aquel encuentro sucedió en la explanada de Alicante, ciudad a la que yo había ido para torear. ¿Te das cuenta de lo que te quiero decir? Ni yo mismo me atrevo a expresarlo claramente; pero tengo el íntimo convencimiento de que todos nos cruzamos en algún momento de nuestras vidas con nuestro yo futuro. O con aquel que fuimos. Entiéndeme, no estoy hablando de reencarnaciones ni de fantasmas. Estoy hablando de una realidad que va más allá del tiempo y del espacio, de una continuidad armónica que es infinitamente más grande que nosotros. Hay un todo que nos engloba, un mapa gigante e indescifrable del que formamos parte. No creo que haya Dios, ni Cielo, ni Infierno; pero tal vez exista una especie de ritmo universal que nos acoja. Pertenecer a algo, esa es la gran ambición de los humanos: y así, los creyentes se inventaron las religiones, y los libertarios recurrimos a la Revolución, para darle a esta fugacidad algún sentido. Hoy, sin embargo, creo más en el sosiego sordo y ciego de la materia, en una serenidad sobrehumana que es la raíz de toda la belleza.

Para mí esa continuidad se manifiesta en el interminable rumor de las conversaciones. En todo lo que nos decimos unos a otros los humanos, de generaciones en generaciones. Todas esas palabras que flotan en el éter desde que alguien pronunció la primera sílaba. Por eso, porque sólo somos palabras, es por lo que te he estado contando mi historia a lo largo de estos últimos meses. Soy Félix el feliz, Fortuna el afortunado: he sobrevivido y tengo ochenta años, aunque llegar hasta aquí me ha llevado mucho tiempo y esfuerzo. Tantísimas horas, tantos días, tantas, penalidades y emociones. Y todo eso se reduce ahora, al final de mi vida, a un montoncito de palabras que he dejado en el aire. Para no morir del todo, en fin, me he puesto en tus oídos. Que es como decir que me he puesto en tus manos.

Estoy sola, y me gusta.

Las cosas han cambiado mucho últimamente. Adrián se ha marchado, camino del resto de su vida. Ahora está en Bilbao, en donde ha montado, junto con otros amigos de su edad, un sello discográfico para música alternativa. Vive en comuna, no tiene ni un duro y creo que es feliz. Está haciendo lo que le corresponde hacer, y estoy segura de que habrá un montón de muchachas que se sentirán encantadas de compartir su colchón en el suelo, la pelota de calcetines sucios del armario y el cuarto de baño mugriento y colectivo. Delicioso panorama que me parece que yo ya he superado. Pero nos queremos bien e incluso nos escribimos con regularidad.

Félix también se ha ido. Conseguí vencer sus protestas y enviarlo de vacaciones a Palma de Mallorca. Como yo imaginaba, ha hecho muy buenas migas con mi madre. Me llaman por teléfono de cuando en cuando, tan atolondrados y risueños como dos adolescentes, explicándome a cuántas playas han ido, cuántos paseos han hecho, qué libros han leído y hasta qué comidas han tomado, minuciosamente detalladas, en los últimos días.

Tengo el convencimiento de que se atraen, de que están viviendo una tórrida pasión octogenaria, y ese pensamiento me hace sentir una satisfacción extraña, un alivio profundo que no acabo de entender enteramente.

De manera que estoy sola, y me gusta. Después de tantos años de convivir con Ramón recupero mi casa con la misma avidez con la que un país colonial se independiza del imperio. Ahora soy la princesa de mi sala, la reina de mi dormitorio y la emperatriz de mis horas. Dejo los discos compactos todos desordenados, leo hasta las cinco de la madrugada y como cuando tengo hambre. Convivir es ceder. Es negociar con otro, pagando siempre un precio, los minutos y los rincones de tu vida. Esa entrega de tus derechos cotidianos se hace por supuesto a cambio de algo: cobijo, cariño, compañía, sexo, diversión, complicidad. Pero cuando la pareja se deteriora el negocio de la convivencia comienza a ser ruinoso. Al final de mi vida con Ramón ya no nos dábamos nada el uno al otro. Una pareja aburrida es como una posada incómoda con demasiados huéspedes. Sin embargo, estoy dispuesta a probar en otra posada. Pero con tranquilidad, sin emborracharme de fantasías; digamos que, después de haberme dejado las pestañas buscando inútilmente al Hombre Ideal, empiezo a sospechar que es más grato y más conveniente encontrar a un buen hombre cualquiera.

He aprendido mucho en los últimos meses. Ahora sé, por ejemplo, que las personas hemos de soportar una segunda pubertad alrededor de los cuarenta. Se trata de un período fronterizo tan claro y definido como el de la adolescencia; de hecho, ambas edades comparten unas vivencias muy parecidas. Como los cambios físicos: ese cuerpo que comienza a abultarse a los catorce años, esas carnes que comienzan a desplomarse a los cuarenta. O como la pérdida de la inocencia: si en la pubertad entierras la niñez, en la frontera de la edad madura entierras la juventud, es decir, vuelves a sentirte devastado por la revelación de lo real y pierdes los restos de candor que te quedaban. Ah, pero cómo, ¿la existencia era esto? ¿La decrepitud de los padres, el envejecimiento personal, el deterioro de las cosas, la insoportable pérdida? ¿Y además las traiciones, las mentiras, la corrupción, la indignidad, la fealdad universal e intrínseca?

– Qué mundo tan asqueroso -me quejé un día, presa del desaliento-. Los políticos mienten, los periodistas mienten, los vecinos mienten, todo el mundo se vende y se corrompe, los prohombres de la Patria están implicados en asesinatos y a los Vendedores de Calabazas nadie les toca nunca un pelo y siguen poniendo sus nombres a las calles. Vivimos en el peor momento de la historia.

– Es decepcionante, sí, pero tampoco hay que dramatizar tanto -dijo Félix-. Verás, yo en esto soy un optimista. Ya sabes que los pesimistas creen que las cosas están tan mal que ya no pueden deteriorarse más, mientras que los optimistas pensamos que siempre son susceptibles de empeorar. Pero hablando en serio, la verdad es que creo que todos los humanos tenemos que enfrentarnos a la desilusión; y que en todas las épocas ha habido grandes desengaños colectivos. Mira, por ejemplo, esa novela de Flaubert, La educación sentimental. El protagonista, no recuerdo ahora cómo se llamaba, había participado de muchacho en la revolución de 1848, y de mayor mostraba el mismo desencanto ante sus sueños juveniles que el que pude sentir yo al ver cómo se iba desmoronando el ideal libertario. Y, sin embargo, todos esos sueños, repetidos luego de una forma u otra en cada generación, son necesarios para que el mundo siga adelante. ¿Dices que ahora estamos en el peor momento de la historia? No, no lo creo. Otras utopías se rompieron, como sucedió con la Revolución francesa, por ejemplo, convirtiéndose en espantosos baños de sangre. Como hoy vivimos tiempos acomodaticios y mediocres, las utopías se nos convierten en basurillas, en dinero negro y cuentas en Suiza. Y a lo mejor hasta es preferible que sea así a que te rebanen el cuello en la guillotina.

– Pues a mí todo eso que cuentas me suena muy antiguo -dijo Adrián: porque esta conversación era de cuando todavía formábamos una trinidad y estábamos juntos todo el día-. O sea, que los sueños juveniles son tonterías que luego se te pasan, ¿no? Eso es lo que dice mi padre. Un pensamiento muy aburrido.

– No digo que sean tonterías, antes al contrario. ¿Lo ves cómo no me escuchas? Digo que son esas utopías las que mueven el mundo. Pero sí creo que entre las utopías y la realidad hay una distancia que acaba por imponerse. Crecer es perder y es traicionarse: pierdes a los seres queridos, pierdes la juventud, pierdes tu propia vida y a menudo acabas perdiendo también tus ideales, y ahí es donde empieza la traición a uno mismo. Sólo que hay gente que se traiciona de un modo clamoroso, hasta llegar a la ruindad y la delincuencia, como todos estos mangantes que están saliendo ahora a la luz dentro de la trama de la corrupción, y otros que se las apañan para ir encajando con cierta dignidad las embestidas del mundo real, cediendo tal vez en las pequeñas batallas pero manteniendo una línea de conducta.