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– ¿Pero por qué vamos a tener que ceder en las pequeñas batallas? -protestó de nuevo Adrián.

– No es que haya que ceder: es que la pureza no existe. El mundo te tienta, te ciega, te empuja. Y los hombres somos mezquinos, vanidosos, ambiciosos, débiles. Somos en verdad muy poca cosa y la vida está llena de tentaciones. Así es que todos vamos reuniendo nuestro montoncito de porquerías y lo llevamos rodando delante de nosotros como escarabajos peloteros: mentiras que hemos dicho para medrar, sentimientos que hemos fingido para no estar solos, cobardías en las que no nos gusta reconocernos. Pero uno no debe confundir estas escaramuzas con las grandes batallas: hay fronteras morales que si se cruzan te convierten en un miserable, y esas son las traiciones que uno no puede permitirse.

– A ver si lo he entendido: puedo hacer trampas jugando al mus, pero no debo montar una cooperativa sindical de viviendas y fugarme luego a Brasil con el dinero -se burló Adrián.

– Tú ríete. A tu edad probablemente te parezca que el Bien y el Mal son categorías claramente diferenciadas, pero la verdad es que vivimos en un mundo ambiguo y sin perfiles. Y, sin embargo, todos los días tomamos decisiones que tendrán una repercusión práctica y moral en nuestras vidas, de manera que ya puedes prepararte para mantener un código de conducta personal o acabarás como el indeseable de Ramón. Ahora mucho hablar, pero a saber en qué terminará tu vida. No sé por qué te imagino convertido en uno de esos tiburones bancarios que se dedican a desahuciar a las pobres gentes que no pueden pagar las hipotecas de sus casas. Por ejemplo.

– Así que, según tú, crecer es perder y traicionarse -intervine entonces, intentando evitar que se enzarzaran en una de sus habituales discusiones-. No es un panorama muy alentador.

Y entonces Félix dijo algo en lo que quiero creer, algo que me parece que es verdad:

– Pero hay algo que compensa todo eso, y es la sabiduría. Al crecer ganas conocimiento. Es en el único registro de la vida en el que vas mejorando con el tiempo, pero es importante. Hay tanta ignorancia en la inocencia que a menudo me parece un estado indeseable.

Es verdad que el conocimiento puede liberarte. El otro día comí con mi padre. Fuimos a una terraza para disfrutar del tiempo delicioso y desde el primer momento fue un encuentro distinto a cualquier otro. Por lo pronto, le vi mayor: nada más natural, porque ha cumplido ya setenta y ocho años. Pero antes de aquel día ni siquiera había podido imaginar que mi Padre-Caníbal estuviera sujeto a las leyes comunes del envejecimiento. En aquella terraza, sin embargo, descubrí de repente a un hombre casi anciano que no tenía ningún aspecto antropofágico. Al contrario, estaba empeñado en comer sólo unas verduritas, para mantener el tipo y el estómago. Fue un almuerzo divertido y amigable; reímos hasta saltársenos las lágrimas y no discutimos ni una sola vez, a diferencia de lo sucedido en nuestros encuentros anteriores. A los postres, embriagada por la conversación y el vino, se me ocurrió plantearle una pregunta insólita:

– ¿Qué fue lo que falló entre mamá y tú? Mi curiosidad no pareció sorprenderle en absoluto. Escurrió la botella de rioja para servirse un último vaso y suspiró.

– Es una historia larga.

– Tengo tiempo.

– Primero, yo me porté mal, y luego ella se portó mal, y después nos portamos mal los dos, y al final acabamos haciéndonos bastante daño. Pero bueno, si lo que buscas es un culpable, ya lo tienes. Yo fui el primero en fastidiar la cosa. Fui un gilipollas, hija. Y perdóname la palabra.

Pero yo no buscaba culpables. Esta vez, no.

– Lo que quiero saber es lo que pasó. ¿Estuviste alguna vez enamorado de verdad de mamá?

Mi padre enarcó las cejas con fingido escándalo ante la pregunta:

– ¿Enamorado? ¡Muchísimo! Como un auténtico borrego. Éramos los dos muy jóvenes. Y Amanda era preciosa, es que no te la puedes ni imaginar. Irradiaba luz. Era la dama joven más prometedora de la escena española. Hacíamos una pareja estupenda. Cuando anunciamos nuestro compromiso nos pusimos de moda. Empezaron a hacernos entrevistas por todas partes, nos saludaban por la calle, los empresarios se nos rifaban, y ella era tan alegre y tan bonita… Parecía que nos íbamos a comer el mundo, sabes, parecía que la vida era un banquete… En fin. Qué cosas.

Mi padre se teñía el poco pelo que le quedaba, trucos obsoletos de actor viejo. A la despiadada luz del mediodía, sus cabellos ralos mostraban con claridad la línea de flotación de las raíces blancas. Estaría mucho mejor con el pelo de su color natural, pensé, recordando la canosa cabeza de Félix.

– ¿Y qué fue lo que pasó?

– No sé. Escogimos mal. Tuvimos mala suerte. Hicimos dos o tres temporadas muy flojas, las obras que montamos fracasaron, salieron nuevos actores que gustaron más al público y no tuvimos suerte en nuestros intentos de pasar al cine. A lo mejor no éramos lo suficientemente buenos, yo qué sé. O por lo menos yo: tu madre siempre dice que ella era una actriz estupenda y que yo le he desgraciado la carrera. A lo mejor es verdad. Habíamos formado compañía propia al poco de casarnos, cuando las cosas nos iban bien, y las dos o tres temporadas seguidas de fracasos nos dejaron arruinados y entrampados para la eternidad. Tuvimos que coger todo tipo de trabajos, papeles horribles, para salir del hoyo. Eso tampoco ayudó demasiado, me parece.

– Y entonces empezaron los problemas entre vosotros.

– Pues sí, claro, como es lógico. Lo de contigo pan y cebolla es una imbecilidad. Además, ser actor es muy duro. Somos muy vanidosos, eso está claro, pero lo más fastidiado es que tienes que vivir el fracaso ahí, en primera línea. O sea, quiero decir que todo el mundo fracasa, o casi todos, ¿no? La mayoría de la gente no consigue en su vida lo que quiere. Como tú misma, ¿no? Tú siempre quisiste ser una escritora de éxito, y ahí estás, cumpliendo ya una edad y haciendo esos libritos tontos de gallinas.

– Hombre, papá, muchísimas gracias.

– Perdona, hija, pero no te lo tomes a mal. Primero, porque has hecho mucho más que yo, yo sí que no soy nada, y segundo, porque creo que es bueno darse cuenta y digerirlo cuanto antes. Además, lo principal es saber que esto es lo normal; quiero decir que casi todos llegamos a una edad, miramos para atrás y vemos que no hemos conseguido lo que queríamos. Pues nada, esa es la vida. O sea, fracasar es la vida. Pero la gente fracasa en sus hogares, a la chita callando; y lo más jodido es tener que fracasar en un escenario y delante de todo el mundo, lo más jodido de ser actor es que se note tanto lo mal que te va.

– Me estás deprimiendo, papá. Te lo digo en serio.

– Pues no deberías. ¡Soy un actor cómico buenísimo! Tendrías que partirte de risa sólo con mirarme. Levanté el brazo para llamar al camarero.

– Esto hay que celebrarlo -dije.

– ¿El qué?

– Que seamos dos fracasados que se han dado cuenta de su situación. ¡Maravilloso! Se acabó lo de sufrir para triunfar, se acabó lo de tener miedo de que las cosas te vayan mal. A nosotros ya no nos puede ir peor. ¡Qué libertad!,

– Pues sí, hija, tienes toda la razón. Sobre todo a mí, que voy a estirar la pata dentro de nada. ¡Para mí, un whisky! Y al carajo con la próstata.

Brindamos y bebimos como amigos. Nunca me había sentido tan bien con mi padre.

– Sigue -dije al fin, repantingándome en la silla.

– ¿Que siga qué?

– Que sigas contando. Estábamos en que cuando os empezaron a marchar mal las cosas profesionalmente también comenzasteis a llevaros mal. A todo esto yo no había nacido, ¿no?

– ¡No, no, qué va! Esto fue en los años cuarenta. Tú es que ni siquiera habías asomado por nuestra imaginación.

Calló y hundió la mirada en su vaso de whisky, pensativo.

– En realidad, no fue eso, sabes -dijo al fin-. No es que las dificultades económicas nos estropearan la relación. Bueno, sí, discutíamos y estábamos mucho más nerviosos, eso desde luego. Pero nos queríamos. Llevábamos cinco años de casados y nos seguíamos queriendo. Hasta que pasó lo que pasó.

Volvió a guardar silencio. Yo tampoco dije nada: las confidencias suelen estar enhebradas con unos hilos narrativos tan finos y fácilmente desgarrables que conviene no tirar demasiado del ovillo.

– Nos salió un contrato con una compañía de variedades, una gira larga por provincias: Bilbao, Zaragoza, Valencia, Barcelona… No era un trabajo lo que se dice maravilloso, sabes. Era una cosa popular, un espectáculo con música y canciones y entremedias unos pequeños números cómicos, y ahí interveníamos tu madre y yo. Pero bueno, era un contrato, nos pagaban y por lo menos podíamos estar los dos juntos. Así que lo cogimos. Y entonces me volví loco.

Mi padre agitó su vaso y el hielo repiqueteó como una campanilla contra el cristal.

– Me volví completamente loco por una mujer. No era amor, Lucía, te lo aseguro. Era mucho más. Era una enfermedad. Desde el primer momento en que la vi, perdí el sentido: ya no podía pensar más que en sus ojos, en sus manos, en sus palabras, en su voz, en su boca. En su cuerpo colosal, maravilloso, que se convirtió en el único lugar del mundo en donde yo sentía algún alivio a mi sufrimiento. Porque sufría de un modo insoportable. A ver si me entiendes, con aquella mujer yo no tuve una aventura, sino una catástrofe. Cuando estaba separado de ella me sentía agonizar y cuando estaba junto a ella deseaba morirme. Todavía no he conseguido entender lo que me sucedió, pero me fui muy lejos, más lejos de mí mismo de lo que nunca he estado. Me convertí en un ser indigno. Hice cosas horribles. Por ejemplo, dejé abandonada a tu madre en Zaragoza, en el miserable cuartucho de una pensión. Sin apenas dinero y sin trabajo. Porque la mujer que me volvió loco era la estrella de la compañía de variedades que nos había contratado.

– Manitas de Plata -dije; y las palabras se escaparon de mis labios antes de darme cuenta de lo que decía.

Mi padre se quedó estupefacto: -¿Entonces, lo sabías? -tartamudeó al fin.

– No. No, no sé nada -expliqué. Por mi espalda bajó un escalofrío-. No tenía ni idea, papá, ni idea. Ha sido una casualidad. Leí algo hace poco sobre una estrella de los años cuarenta y… De modo que he acertado. Era Manitas de Plata.

– Sí… -suspiró él-. Amalia Gayo. Una mujer extraordinaria. Un ser de otro planeta. No le guardo rencor, ¿sabes? Creo que el daño me lo hice sobre todo yo mismo. Ella era un catalizador. Y además me hizo sentir la vida como nunca la había sentido. Es lo más fuerte que guardo en la memoria, ¿entiendes lo que quiero decir? Cuando me esté muriendo, que será dentro de nada, estoy seguro de que me acordaré de ella.