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Volvimos a guardar silencio durante unos instantes. Al cabo, carraspeé y le dije:

– ¿Y qué pasó con mi madre?

– Manitas de Plata me abandonó a los pocos meses, me echó de su lado; y entonces yo me pasé varios días haciendo barbaridades, la última de las cuales consistió en beberme tres botellas de coñac de una sentada. Desperté en un hospital, y ahí estaba tu madre. La habían llamado a Madrid, porque seguía siendo mi esposa, por supuesto. Y ella había venido. Me cuidó con increíble generosidad durante mi larguísima convalecencia, que duró por lo menos dos años; y no me estoy refiriendo a la salud física, sino a la mental. Y después, cuando consiguió que mis heridas se cerraran, se dedicó a vengarse de lo que le había hecho. Me hizo la vida imposible durante muchos años.

– ¿Que mamá te hizo la vida imposible?

– Sí, ya sé que ella siempre ha sido la víctima oficial, y seguramente se siente de verdad así, y además a lo mejor hasta tiene razón, porque fui yo el que rompió primero las reglas y el que se comportó de una manera horrible. Pero lo cierto es que me lo hizo pagar. Me trataba despóticamente, empezó a tener amantes…

– ¿Que mamá tuvo amantes?

– Sí, hija, sí. ¡Tampoco es para sorprenderse tanto, Lucía, querida! Esas cosas pasan todo el rato. ¿No eras tan moderna y tan partidaria tú del amor libre? En fin, la vida es así. Probablemente tu madre no lo hizo con mala intención, probablemente quería seguir conmigo y recuperar nuestra historia y ser feliz, pero le envenenaba dentro el dolor que yo le había causado y no pudo contenerse. Total, que después de cierto tiempo yo también empecé a tener amantes, y todo acabó al final como acabó. Cada vez nos tratábamos peor, cada vez había más agravios mutuos, cada vez se deterioraba más la situación.

Así es que, después de todo, mi padre no era un caníbal, sino un tipo normal, lleno de miedos, de debilidades y de errores. Un pobre hombre capaz de perder la cabeza por una mujer y de tirarlo todo por la borda. Me pareció que le veía por primera vez y me compadecí de él. Y en ese instante una pequeña idea empezó a agigantarse dentro de mi cabeza hasta adquirir dimensiones deslumbrantes: si mi padre no era un caníbal, entonces yo tampoco era la Hija del Caníbal.

– ¿Y yo?

– Bueno, tú llegaste al principio del deterioro. En esa época todavía intentábamos arreglar lo nuestro y convertirnos en una familia normal. Pero ya ves que no funcionó.

Lo había visto, en efecto. Había advertido desde muy pequeña que la pareja de mis padres no funcionaba, y ahora descubría, en mi madurez, que mis padres habían existido desde antes de mi nacimiento, y que mi presencia no era la sustancia misma de sus vidas. Aún más, ahora me daba cuenta de que mis padres me habían engendrado no por mí misma, sino con la finalidad de entenderse mejor, de quererse más entre ellos. Qué extraordinaria relación une a los hijos con sus padres: nos apropiamos de ellos, les convertimos en las esquinas inmutables de nuestro universo, en los mitos originarios de nuestra interpretación de la realidad. Y así, cuando pensamos en ellos, siempre les vemos como piezas inamovibles del paisaje, forillos teatrales que adornan el escenario en donde se representa nuestra vida. Quiero decir que nos negamos a reconocer que nuestros padres no son sólo nuestros padres, sino personas independientes de nosotros, seres de carne y hueso con una realidad ajena a la nuestra. Tal vez aquellos hijos que a su vez tienen hijos puedan romper antes la cerrazón filial por la que contemplan a sus padres como meros atributos de sí mismos; pero los hijos que no tenemos hijos, los hijos condenados a vivir en la hijez hasta el mismo final de nuestros días, tendemos a eternizarnos en esa mirada umbilical, en la mentirosa memoria hijocentrista.

Yo he necesitado cumplir cuarenta y un años, y que secuestraran a mi marido, y que luego no lo hubieran secuestrado, y que un muchacho al que doblo la edad dijera que me amaba, y que Félix, sobre todo Félix, me contara su vida, para poder liberar a los padres imaginarios que guardaba como rehenes en mi interior, esos padres unidimensionales y esquemáticos contra los que estrellaba una y otra vez mi propia imagen. Ahora sé que mis padres son personas completas y complejas, inaprensibles. Seres libres a los que ahora puedo imaginar en su vida remota, existiendo felices antes de mi existencia. Y les veo bailando en salas de fiestas rutilantes, ella crujiendo en sedas y cancanes, él oliendo a colonia fresca y brillantina, jóvenes y llenos de vida y de deseo, moviéndose al compás de un son cubano en la pista abierta a las estrellas. Por encima de ellos hay una noche de verano y la oscura silueta de unas palmeras que recortan sus hojas contra el cielo caliente, y en el escenario, entre los chispazos de latón que los focos arrancan de los instrumentos, canta un Compay Segundo que todavía es un hombre joven, el pecho fuerte, los ojos seductores, el hambre de las hembras aún en sus labios: «Yo vivo enamorado, Clarabella de mi vida, prenda adorada que jamás olvidaré. Por eso yo, cuando te miro y considero como buena, yo nunca pienso que me tengo que morir.»

Ahora que he liberado mentalmente a mis padres, yo también me siento más libre. Ahora que les he dejado ser lo que ellos quieran, creo que estoy empezando a ser yo misma. La identidad es una cosa confusa y extraordinaria. ¿Por qué yo soy yo y no otra persona? Yo podría ser María Martina, por ejemplo, la aguerrida juez con nombre de madre universal; o podría ser Toñi, la hija desaparecida de aquel viejo que se estaba muriendo en un hospital. Podría ser la mujer del iraní que compró un coche con mi nombre, o la verdadera amante de aquel Constantino que atormentaba a su mujer con mi presencia. Claro que también podría ser Félix, y encontrarme ya al final de mi vida, con todo a las espaldas y muy poco delante. O incluso podría ser la escritora Rosa Montero, ¿por qué no? Puesto que he mentido tantas veces a lo largo de estas páginas, ¿quién te asegura ahora que yo no sea Rosa Montero y que no me haya inventado la existencia de esta Lucía atolondrada y verborreica, de Félix y de todos los demás? Pero no. Yo no soy guineana, como la novelista, ni he escrito este libro originariamente en bubi y luego lo he autotraducido al castellano. Y además todo lo que acabo de contar lo he vivido realmente, incluso, o sobre todo, mis mentiras. Me parece, en fin, que hoy empiezo a reconocerme en el espejo de mi propio nombre. Se acabaron los juegos en tercera persona: aunque resulte increíble, creo que yo soy yo.

Acabo de escuchar el telediario: han vuelto a abrir con el escándalo de la corrupción. Con la ayuda de los papeles que nos dio el inspector García, la intrépida juez Martina ha metido en la cárcel a dos ministros, dos ex ministros y media docena de altos cargos, además del matón pelirrojo, que fue sacado del armario de mi casa por la Policía Judicial y trasladado directamente a la prisión de Carabanchel, de donde por lo visto se había escapado hace un par de años. El inspector García y Ramón están en paradero desconocido, y del Vendedor de Calabazas nadie ha dicho ni una sola palabra, por supuesto, porque el ingente esfuerzo de la juez Martina no ha hecho más que despejar la punta del iceberg. Pero por fortuna la vida es mucho más que todo eso, la vida es más grande que la miseria ajena e incluso mayor que la miseria propia. La periodista del telediario ha recordado mi intervención en el esclarecimiento del caso:

«En sus investigaciones, la juez Martina contó con la ayuda de Lucía Romero, escritora de libros infantiles y esposa de Iruña, uno de los implicados en la trama. Romero, que ignoraba por completo las actividades de su marido, indagó por su cuenta y consiguió reunir pruebas decisivas. Su buen hacer ha obtenido una recompensa espontánea e inesperada: los cuentos de Patachín el Patito, el personaje más famoso de la autora, se han convertido en un fenomenal éxito de ventas en toda España.»

Si te digo la verdad, me da lo mismo. Me la refanfinfla que la petarda de Francisca Odón y el oligofrénico de su pato se beneficien de mi supuesta y repentina popularidad. Sin duda, me hubiera venido muy bien ganar algún dinero con mis libros; pero odio tanto a la Gallinita Belinda que prefiero no tener que deberle ningún favor. He encontrado trabajo en una guardería infantil. Sí, en una guardería, porque ya no me irritan tanto los niños como antes: ahora sólo me parecen abominables la mitad del tiempo. Tengo horario de mañana, y con lo que gano, aunque es poco, saco suficiente para ir tirando, de modo que por las tardes me dedico a escribir. Ya no pienso volver a hacer un solo libro infanticlass="underline" de ahora en adelante escribiré para adultos. A veces resulta difícil de creer, pero es verdad que viviendo se aprende. Evolucionas, te haces más sabia, creces. Y la prueba de lo que digo es este libro. Gracias a que he vivido todo lo que acabo de contar he sido capaz de inventarme esta novela.

Como esta es una historia con final feliz, añadiré que la vida de la Perra-Foca ha mejorado mucho con la ausencia de Ramón, porque el animal se ha adueñado del sillón de mi ex marido y ahora disfruta de su apacible ancianidad cómodamente entronizada entre cojines. El antiguo Caníbal, por su parte, ha conseguido un papel de abuelo protagonista en una serie de televisión y está feliz, pensando que ahora, a punto de espicharla, como él dice, va a alcanzar el éxito que siempre le fue esquivo (algún día tengo que preguntarle a Félix si aquel hombre que zarandeaba a Manitas de Plata frente al teatro Barcelona era mi padre). En cuanto a los ácaros, todas las noches me canturrean a la oreja alegres composiciones corales.

Esto debe de ser la madurez: me parece que me estoy reconciliando con la vida, incluso con la oscuridad de la vida. Pasará el resto de mi existencia como un soplo y moriré, y transcurrirán enseguida cuatrocientos años y luego cuatrocientos mil y ni siquiera entonces habré rozado el largo sueño de los dinosaurios. Está bien, lo acepto: hoy creo entender el mundo. Mañana dejaré de entenderlo, pero hoy me parece haber desentrañado su secreto. Me veo flotando en el tiempo y el espacio, recorriendo los caminos marcados en el mapa invisible de las cosas. Cumpliendo mis días y convirtiéndome quizá en una de esas viejas en silla de ruedas, esas ancianas supersónicas que van de avión en avión por todo el globo. Convirtiéndome tal vez, ahora que lo pienso, en aquella anciana con la que coincidí un día en el ascensor de un aeropuerto, esa vieja desdentada que me dijo: «Disfruta de la vida mientras puedas.» De acuerdo, lo intentaré. A pesar de la pérdida y de la traición, y de los pánicos nocturnos, y del horror que acecha. Pero, como dice Félix, siempre existe la belleza. Y, además, no vamos a ser menos que los pingüinos.