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– Llevaremos mi coche -propuso Félix-. Y como el banco está en una zona en la que no se puede aparcar, daré unas cuantas vueltas a la manzana mientras usted recoge su dinero.

Cuando termine, quédese en la puerta, junto a los guardias, esperando hasta que yo pase de nuevo por delante.

Acordaron hacerlo así, aunque en realidad a ella la presencia del vecino le parecía un engorro. La compañía de semejante viejo le impediría moverse con la necesaria celeridad: no sólo iba a tener que cuidar de los millones, sino también de él. Pensaba en todo esto Lucía y se iba enfureciendo, pero se sentía incapaz de enfrentarse al dinámico anciano. Eso, la falta de carácter en los momentos álgidos, era uno de sus defectos principales. Lucía callaba demasiado, consentía demasiado, asentía demasiado; era asquerosamente femenina en su silencio público, mientras por dentro la frustración rugía. Lucía envidiaba a aquellas mujeres capaces de imponerse y de pelearse dialécticamente en el espacio exterior, siempre tan desolado. Como Rosa Montero, la escritora de color originaria de la Guinea española: era un tanto marisabidilla y a veces una autoritaria y una chillona, pero abría la boca la tal Rosa Montero (dientes deslumbrantes en su rostro redondo de luna negra) y la gente callaba y la escuchaba. Lucía hubiera deseado ser así, un poquito más animosa y más segura.

Pero no lo era, y por eso se veía ahora como se veía, cargando con un abuelo cargante, de la misma manera que antes cargó con Ramón durante demasiados años, cuando ya los dos sabían que la relación se había terminado. En fin, ahora no quería ponerse a criticar a Ramón, al pobre Ramón, en manos de unos facinerosos sin escrúpulos. Ahora incluso había veces en que el recuerdo de su marido la conmovía tanto que creía poder recuperar su amor por él.

Salieron hacia el banco a la hora que ella había dicho, en torno a las once de la mañana, y llegaron a eso de las doce tras quedarse sin gasolina, meterse por una dirección prohibida y discutir con el guardia que les paró.

– Hágame el favor de no buscarse más líos con el tráfico -dijo Lucía al bajarse del coche frente a la puerta.

– No se preocupe. Usted, tranquila; ocúpese del dinero, que yo estaré esperando.

El banco era un edificio imponente y opresivo, tan solemne como un ministerio estalinista. Lucía entró amedrentada en el vestíbulo reluciente de latones y preguntó por las cajas de seguridad.

– Dos pisos más abajo, por esas escaleras o por el ascensor. Un agobio, una angustia. Descender era como ir bajando hacia la tumba; era ir sintiendo crecer, en las espaldas, la pesadumbre del dinero y de la piedra. Abajo, al fin, una cripta acorazada. Por todas partes aceros y barrotes, y un señor muy aburrido en una mesa.

– Yo quería… ejem, querría sacar algo de una caja… -tartamudeó Lucía, sintiendo la misma culpabilidad que si viniera a atracar el banco.

El hombre abrió la reja y la miró con cierto recelo, o eso pensó ella.

– Identificación, por favor.

Lucía sacó el carné de identidad, la llave. Le temblaban las manos y optó por dejarlo todo encima de la mesa para disimular las sacudidas.

– Firme aquí, por favor. Venga conmigo.

Entraron en la cámara acorazada, una habitación de regulares dimensiones forrada en todas sus paredes con casilleros metálicos. El número 67 era uno de los grandes; el hombre insertó las dos llaves, abrió la portezuela y sacó con evidente esfuerzo una caja de considerables dimensiones, que depositó en la repisa del centro de la sala.

– Avíseme cuando termine -dijo, antes de retirarse, como quien recita una apolillada frase de película.

Toda la operación tenía algo de escatológico, algo de necesidad íntima inconfesable: la cripta era como un urinario subterráneo y el hombre como un ayudante de hospital acostumbrado a bregar con inmundicias. Lucía aguantó la respiración y abrió la tapa. Ahí estaban las visceras, azuladas, impresionantes. Era enorme. Era mucho. Era una cantidad espectacular. Todo en billetes de diez mil, fajos y fajos, un mareo de papeles bien cinchados. ¡Caramba con tía Antonia! Fue contando los fajos a medida que los metía en el bolso: le salieron en total 201. Cupieron bien, y colocó por encima unos periódicos para disimularlos; pero al ir a levantar la bolsa se dio cuenta de que no había pensado en el peso del botín. Era una carga abrumadora que deformaba la estructura de loneta y que tironeaba aparatosamente de las asas. Lucía levantó el bolso en vilo: por todos los santos, debía de pesar lo menos veinte kilos. Se lo colgó con doloroso esfuerzo del hombro derecho y llamó al empleado.

– Ya estoy.

Cuando el encargado levantó la caja para colocarla de nuevo en su lugar se quedó mirando a Lucía inquisitivamente: claro, tradujo ella con paranoica intuición, se ha dado cuenta de que ya no pesa, y sabe que ahora llevo encima de mí toneladas de billetes fraudulentos. Intentó estirarse y caminar con toda naturalidad, como si el hombro no se le estuviera partiendo en dos; pero la bolsa pesaba tanto que antes de llegar al ascensor tuvo que detenerse, depositar la carga en el suelo y descansar un poco, so pena de quedar desmembrada en ese mismo instante. El hombre la miraba sin decir palabra ni ofrecer su ayuda, sabedor de la cualidad innominable de la mercancía y de que su misión como encargado de la cripta bancaria consistía precisamente en no enterarse. Al fin, Lucía reptó hasta el ascensor, y luego, ya en la planta principal, del ascensor a la puerta, arrastrando el bolsón penosamente e intentando aparentar que en realidad era un bulto muy leve. Por fortuna, ahí estaba esperando el viejo Félix con su coche amarillo rabioso. Después de todo, a lo mejor la idea de venir con el vecino no había sido tan mala.

– Ya está. Es una cantidad increíble. Montones y montones de dinero -le dijo a Félix nada más entrar en el vehículo; y se dio cuenta de que estaba susurrando sin necesidad.

¿Decía Lucía que había 201 fajos? Pues entonces eran 201 millones, porque cada uno de los atados contenía cien billetes, dictaminó Félix Roble tras escuchar sus agitadas explicaciones. Mientras el vecino conducía, ella recontó su tesoro: sí, 201. De manera que tenían suficiente para el rescate. Ramón estaba salvado: porque le devolverían sano y salvo, ¿no era así? Pero entonces a Lucía le asaltó una idea aterradora:

– Le han torturado.

– ¿Cómo dice? -preguntó el anciano.

– ¿De qué otra manera podían saber los terroristas que tenían que pedir doscientos millones? Han torturado a Ramón y por eso le han sacado la información.

– Tranquila, mujer, tranquila. No lo creo. Ya tenían que conocer lo del dinero antes de secuestrarle, porque, si no, ¿para qué molestarse en hacerlo? Pudieron sacar el dato por otro lado, no sé, quizá algún empleado del banco les dio el chivatazo…

El hombre de la cripta, pensó ella. El hombre de la cripta podía ser tan buen profesional que dedujera, con tan sólo sopesar las cajas en el aire, cuántos millones se acurrucaban dentro. El hombre de la cripta podía ser un infiltrado de Orgullo Obrero, o tal vez un delator mercenario que vendiera sus conocimientos al mejor postor, ora a un grupo terrorista, ora a una divorciada dispuesta a exprimir a su ex marido, ora a unos pandilleros de la zona salvaje de Madrid. Quizá en ese mismo instante el hombre de la cripta hubiera empuñado el teléfono negro de las delaciones y estuviese informando a algún facineroso de que acababa de salir una palomita con más de veinte kilos de sobrepeso.

Tuvieron mucha suerte con el aparcamiento: había sitio en una esquina cerca de la casa. Antes de salir del coche estudiaron la calle con recelo, a la espera de un momento de tranquilidad y de relativo vacío de peatones. Al fin se aventuraron arrastrando el bolsón, sin entretenerse pero sin correr para no hacerse notar. Se detuvieron frente al portal, como siempre cerrado a cal y canto; Félix empezó a rebuscarse los bolsillos en pos de la llave, mientras Lucía se impacientaba.

– Tranquila… -exhortó el vecino-. Aquí la tengo. Bueno, pues ya estamos en casa.

Justo en ese momento, cuando Félix daba la vuelta a la llave, empujaba la hoja y soltaba su frase de triunfo, Lucía sintió una oscura embestida en sus ríñones. Se precipitó dentro del portal dando un traspié y escuchó el retumbar de la puerta que se cerraba a sus espaldas.

– ¿Pero qué…?

No pudo decir más: el centelleo de una hoja de metal en la penumbra cautivó su atención y la dejó muda. Frente a ella había un cuchillo de dimensiones colosales flotando en el aire, con la punta enfilada hacia su estómago. Aunque en realidad el cuchillo no flotaba en el aire por sí solo: al mango tenía adherida una mano, y la mano se continuaba en el cuerpo de un varón amenazante.

– Dame la bolsa, rápido -dijo el hombre.

La bolsa o la vida, pensó Lucía bobamente en el estupor del momento; y por encima de su agresor, que era más bien bajo, vio cómo otro hombre tenía sujeto a Félix por el cuello y le apretaba una navaja contra la garganta.

– ¡Dámelo, estúpida!

El tipo alargó la mano para coger la bolsa, pero ella se echó hacia atrás de manera instintiva. El dinero de Ramón, pensó. La vida de Ramón. Y apretó el puño que sujetaba el asa. Una actitud insensata que hubiera podido resultar fatal de no ser por la repentina aparición, en el recodo de la escalera, de un chico joven.

– ¡Ehhhhh! ¿Pero qué es esto? -gritó el muchacho.

Y se lanzó sobre el delincuente que atenazaba a Félix, que era el que más cerca le pillaba, con el mismo ardor heroico con que don Pelayo debió de lanzarse a la Reconquista. Ayudado por la sorpresa, el muchacho embistió con tal energía al asaltante que le postró de rodillas, y hubiera podido arrancarle la navaja de las manos si no hubiera sido porque el otro hombre, abandonando momentáneamente a Lucía y su bolsa, golpeó con algo contundente la cabeza del chico, que se desplomó sobre el suelo como un traje vacío.

De manera que ya estaban otra vez como al principio, pensó Lucía a mil por hora mientras repasaba de una ojeada la situación: volvían a tener el control los asaltantes.

– A ver, quietos todos. Tirad los cuchillos y levantad los brazos.

No, no tenían el control los asaltantes. Era increíble, era imposible, era sin duda el producto de una alucinación de los sentidos, pero Félix tenía una pistola en las manos, o por mejor decir un pistolón, un arma negra y enorme y de aspecto pesado y peligroso, un hierro mortal que él manejaba como si tal cosa. A Lucía casi le dio más miedo el viejo que los atracadores. La acción se congeló entonces durante unas décimas de segundo, como si todos se hubieran convertido en las figuras de sal de una maldición bíblica. Entonces el chico golpeado se removió en el suelo y se quejó, Félix bajó la vista un breve instante y los ladrones salieron disparados hacia la puerta. Abrieron atropelladamente y se lanzaron calle abajo a todo correr. También Félix salió detrás de ellos con la pistola: