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– ¡Alto o disparo!

– ¿Qué hace? ¡No sea loco! -gritó Lucía.

Pero antes de que pudiera evitarlo le vio plantar los pies con firmeza en la acera, bien separados, y agarrar el pistolón delante de sí con las dos manos, como en las películas. Apuntó atentamente y luego bajó el ángulo de tiro, buscándoles las piernas. Y disparó.

Sonó un clic ridículo, impropio de un pistolón tan imponente.

– ¡Maldita sea! -farfulló Félix-. ¡Ya se me ha estropeado otra vez!

– ¿Otra vez? ¿Pero es que esto de disparar lo hace a menudo? -dijo Lucía, horrorizada.

– Tengo que engrasarla. Una pena, porque yo creo que le hubiera dado.

– ¡Por todos los santos!

Un nuevo gemido interrumpió sus palabras. El chico que les había ayudado se asomó a la puerta, apoyado de modo precario en el umbral.

– ¡Ay! Mi cabeza…

Se llevó la mano a la coronilla y luego la puso delante de sus ojos: tenía la palma embadurnada de sangre. Al constatar que estaba herido se puso blanco como la tiza y empezó a escurrirse pared abajo.

– ¡Ay, ay, ay!

– ¿Qué tienes, qué te duele, dónde te ha dado, cómo te llamas, dónde vives? -preguntó Lucía sin emplear más de medio segundo en decir todas las frases.

– ¡Ay, ay, ay!

– No es nada. Un golpecito. La sangre, que es muy escandalosa -dijo Félix, estudiándole la brecha.

– ¿No deberíamos llevarlo al hospital?

– Bueno. Dentro de un rato, cuando se recupere, si él quiere, vamos. Yo creo que no hace ni falta. Mira, ya no sangra.

Así es que le ayudaron a subir a casa de Lucía, y le lavaron la cabeza, y le dieron una copa de coñac, además de las gracias más efusivas. Se llamaba Adrián y llevaba un par de meses viviendo en los altillos del edificio, que habían sido remozados para hacer apartamentos diminutos. Era gallego, dijo, y quería ser músico. De vez en cuando tocaba la gaita con un grupo de irlandeses en un bar. Contó todo esto repantingado en el sofá de la sala, y luego colocó las piernas sobre la mesa, reposó la heroica cabeza herida en un cojín y se quedó inconcebiblemente dormido:

– ¡Ha entrado en coma! ¡Eso es del golpe! -se espantó Lucía, que tenía la pésima costumbre de pensar siempre en lo peor. Adrián tuvo la delicadeza de soltar un ronquido.

– ¡Pero qué coma ni qué nada! Está como un tronco: ya le has oído decir antes que anoche tuvo una actuación, seguro que todavía no se había acostado -dijo Félix-. Mejor que se quede aquí un rato, así comprobamos que está bien.

Le abandonaron en la sala, pues, arropado amorosamente con una manta, y se trasladaron los dos a la cocina. Los dos y la bolsa de loneta, que habían dejado a la vista, en el disimulo de su aparente inocencia, durante toda la conversación con el muchacho.

– ¿Y ahora qué hacemos con todo este dinero? -dijo Lucía.

– Esconderlo. Guardarlo bien guardado por el momento.

– Sí, pero ¿dónde? Abulta mucho.

– No sé, ¿en el horno?

Lucía imaginó el horno encendido por equivocación, los billetes crepitando y churruscándose como en el infierno de un banquero.

– No, no; en el horno, no.

– ¿En una caja de zapatos? -aventuró Félix.

– No cabrían. Ya está, ya sé, tengo una idea.

Y era una buena idea: en el paquete de pienso de la Perra-Foca. Se trataba de un saco de veinte kilos y estaba a la mitad. Lucía sacó el pienso que quedaba, metió el dinero en bolsas de plástico, lo colocó en el fondo del costal y luego volvió a extender por encima las secas y polvorientas bolas. La Perra-Foca inspeccionó todo el proceso con mirada curiosa y vagamente inquieta. Era muy glotona y nunca le gustó bromear con la comida.

Una vez libres del peso del dinero, Lucía y Félix se sentaron con un suspiro de alivio en torno a la mesa de la cocina.

– Estoy agotada.

– No tienes por qué estar asustada, querida. Yo estoy aquí -respondió el anciano palmeándose el pecho a la altura del corazón y de la pistola.

Lucía lo miró con incredulidad y desagrado:

– No he dicho «asustada», sino «agotada». Estoy agotada -repuso fríamente.

– Ah, eso. Yo también, la verdad.

Pero qué viejo loco, pensó ella. Aunque, por otra parte, había que reconocer que el hombre la había salvado.

– ¿Quieres tomarte un coñac? -le preguntó; y en ese momento se dio cuenta de que llevaban algún tiempo tuteándose.

– Prefiero un café, gracias -contestó él.

Mientras preparaba la cafetera, Lucía observó de refilón al anciano: pálido y ojeroso pero erguido, con los pelos alborotados en la cabeza.

– ¿Tienes todavía por ahí la pistola esa?

– Claro -dijo Félix.

Se metió la mano al pecho, por dentro de su chaqueta informe, y sacó el armatoste espeluznante. Lucía lo contempló con esa mezcla de temor y desprecio que suelen sentir las mujeres por las armas de fuego.

– Le hubieras matado, así, sin más -gruñó con voz reprobadora.

– No. Apuntaba a las piernas.

– Los cementerios están llenos de gente a la que algún listi-llo apuntó a las piernas.

– Pero yo sé disparar -contestó Félix, muy tranquilo.

– Ya. Y aunque así fuera, ¿les hubieras disparado por la espalda mientras huían?

No sabía bien por qué, pero Lucía se sentía cada vez más furiosa.

– Pues sí, porque pensé que a lo mejor tenían algo que ver con el secuestro, pensé que tal vez podrían llevarnos hasta Ramón.

– ¿Tú crees? -dijo Lucía, impresionada a su pesar por el razonamiento-. No puede ser; yo creo que son los típicos atracadores y que nos siguieron a la salida del banco.

– Es posible.

– Porque, ¿para qué nos iban a robar los secuestradores?

– prosiguió Lucía con inquietud-. Si de todas maneras les vamos a dar el dinero…

El viejo sonrió y se encogió de hombros, levantando las manos delante de sí, como dando a entender lo enigmático e im-predecible del comportamiento humano. El pistolón reposaba en la mesa, junto a la taza de café. Lucía se lo quedó mirando, pensativa.

– A mí me parecía que los comerciantes que enseguida tiraban de pistola eran más bien los joyeros, los de los bares, gente así. Pero no creí que el dueño de una librería o de una papelería como tú le tuviera esa afición a las armas.

– Yo no saqué ni una sola vez la pistola en mi tienda. Mi mujer ni siquiera sabía que la tenía.

– ¿Ah, no?

– Pues claro que no. Una de las poquísimas ventajas que tiene envejecer es que vas acumulando vida a las espaldas. Esta pistola viene de un tiempo antiguo. Muy antiguo. Antes de ser librero yo tuve otras vidas.

Mientras decía esto, Félix se quitó la chaqueta de tweed y la colgó en el respaldo de la silla vecina. Sobre el jersey, sujeta con correas, llevaba una sobaquera de cuero vieja y arañada. Cogió el pistolón y empezó a desmontarlo con destreza. Su mano mutilada se movía con toda precisión, como una pinza.

– ¿Qué otras vidas? -preguntó Lucía en un susurro. Félix suspiró:

– Es una historia muy larga.

– No importa -dijo ella mientras rellenaba las tazas de café-. Lo que más me gusta en el mundo es una buena historia.

Todo esto que acabo de relatar me ha sucedido a mí, pero podría haberle ocurrido a otra persona: resulta que a menudo los recuerdos propios nos parecen ajenos. Ignoro de qué sustancia extraordinaria está confeccionada la identidad, pero es un tejido discontinuo que zurcimos a fuerza de voluntad y de memoria. ¿Quién fue, por ejemplo, la niña que yo fui? ¿Dónde se ha quedado, qué pensaría de mí si ahora me viera? Tampoco mi cuerpo sigue siendo el mismo: no sé dónde leí que cada siete años renovamos todas las células de nuestro organismo. Así es que ni siquiera mis huesos, de los que hubiera esperado cierta contumacia y continuidad, son presencias fiables en el tiempo. Desde el astrágalo del pie al diminuto estribo del oído, todos esos huesecillos y huesazos han ido mutando con las décadas. Nada hay hoy en mí que sea igual a la Lucía de hace veinte años. Nada, salvo el empeño de creerme la misma. Esa voluntad de ser es lo que los burócratas llaman identidad; o lo que los creyentes llaman alma. Yo me imagino a la pobre alma como una sombra flojamente entretejida en el vapor de una tela de araña; y esa sombra se aferraría con dedos transparentes a las células vertiginosas de la carne (células veloces que mueren y que nacen a toda prisa) intentando mantener la continuidad, de igual manera que una vasija, puesta debajo de un grifo y rebosante de agua, impone en el líquido una misma forma, aunque el agua que contenga sea siempre distinta. O sea que, bien mirados, los humanos no somos otra cosa que una especie de botijos rebosantes. Gracias a los desvelos de esa alma sombría, en fin, puedo decir ahora que este cuerpo mutante es mi cuerpo. Lo cual es un alivio y simplifica mucho las cosas a la hora de escribir en primera persona.

Pero en realidad yo no soy la que fui ni la que seré; como mucho, no soy más que este instante de conciencia en la negrura, y ni siquiera estoy segura de ser eso, porque a menudo me veo a mí misma desdoblada. Como cuando Félix y yo estuvimos pensando en dónde esconder el dinero de Ramón: me veía ahí fuera, enfrente de mí, en esa escena típica de película negra, discutiendo sobre el botín en torno a una mesa de cocina, con las tazas manchadas de café, la botella de coñac y la pistola, como una atracadora con su colega. No sé qué es lo que tienen los momentos de acción, que tienden a ser vividos disociados, o aún más disociados que otros instantes de la vida. Cuando sufrimos un accidente de coche, cuando nos caemos por las escaleras, cuando corremos los metros finales para ganar un premio deportivo: al rememorar todos esos instantes siempre los sentimos como imágenes exteriores, como recuerdos de otro. Y qué decir de la sexualidad, que es acción por excelencia, esquizofrenia pura: mientras nos amamos nos estamos viendo en la distancia, como los actores de una mala película pornográfica (a veces, cuando hay suerte, como los actores de una buena película).

Y todavía hay más: sucede que en ocasiones no alcanzo a distinguir con nitidez un recuerdo mío del pasado de algo que soñé o imaginé, o incluso de un recuerdo ajeno que alguien me narró vividamente. Como el extenso, fascinante relato que empezó a contar Félix esa tarde. Sé que yo no soy él, pero de algún modo siento parte de sus memorias como si fueran mías; y así, creo haber vivido la aguda emoción de los atracos, y el mortífero fragor del público en una plaza de toros miserable, y el embrutecimiento del alcohol, y sobre todo la quemadura irreparable de la traición. Aunque a veces imagino que en realidad todo es imaginario; que vivimos un presente dormido desde el que soñamos que tuvimos pasado. De modo que yo, Lucía Romero, soñaría que viví cuarenta y un años antes de este presente eterno; y puede que incluso sueñe que un día conocí a un tal Félix Roble que a su vez me contó lo que soñaba.